– ¿Hay alguna sorpresa? -le pregunté.
– Pues sí -contestó la chica-. Monsieur Villard está con él.
Jean-Paul Villard era un hombre con la piel olivácea, los ojos oscuros y un bigote fino y recortado. Su cabello era negro. Era nervudo pero no flaco, alto, vestido con pantalones negros y una chaqueta de espiguilla sobre una camisa verde manzana iridiscente, con el cuello abierto. Estaba sentado en uno de los dos sofás amarillos que se encontraban uno frente al otro y frente al enorme escritorio de ébano de Jackson.
Yo no había visitado a Jackson desde el traslado. El tamaño de su despacho era monumental: unos techos de casi cinco metros de altura en una habitación que era al menos de diez metros de ancho y veinte de largo. Sus ventanales daban a las montañas que quedaban al norte de la ciudad. En las paredes se encontraban cuadros al óleo originales de famosos músicos de jazz.
Jackson y Jean-Paul se levantaron para recibirme.
– Jean-Paul -dijo Jackson-, éste es Easy Rawlins. El francés me sonrió y me estrechó la mano.
– He oído muchas cosas de usted, monsieur Rawlins.
– ¿Ah, sí? ¿Como qué?
– Jackson dice que es usted el hombre más peligroso que conoce.
– ¿Más peligroso que el Ratón?
Las cejas de Villard se alzaron ante la mención del diminuto asesino. Supuse que Jackson le había contado muchas historias adornadas con hipérboles tales que probablemente pensaba que el Ratón, y el peligro que éste representaba, debían de ser un mito.
– Decía que monsieur Ratón era… ¿cómo lo llamaba? El hombre más mortífero, oui, el hombre más mortífero que conoce.
– Sobre el Ratón tiene razón -dije, soltándome de su apretón de manos, sorprendentemente fuerte-. Pero no veo cómo podría ser yo más peligroso.
– Raymond te quita la vida, nada más -dijo Jackson, con una mueca mortal en su oscuro rostro-. Easy te quita el alma.
Las palabras de Jackson tenían algo de sentencia. Al cabo de un momento de silencio profundo, nos sentamos. Yo me instalé en un cojín, junto a Jackson, mientras Jean-Paul se inclinaba hacia adelante, al borde del sofá, frente a nosotros. En la mesa de centro baja de mármol había una botella de vino tinto y dos copas.
– Déjeme que le traiga una copa -me ofreció el directivo francés.
– No se moleste, hombre -dijo Jackson-. Easy no mama.
«Tio…»
– Gracias de todos modos -dije yo. Luego miré hacia las paredes-. Bonitos cuadros.
– Los ha pintado mi amante -dijo Jean-Paul, lleno de orgullo-. Cuando la conoció, Jackson hizo que los trajera aquí, a su despacho.
– Nadie tuvo que obligarme -dijo Jackson-. Ya sabes, Easy. Satchmo en persona posó para Bibi, para éste de aquí. También ha pintado a un montón de escritores. Richard Wright, Ralph Ellison, Chester Himes…
Era una experiencia nueva para mí. Jackson era un cobarde, pero no era ningún lameculos. Realmente le gustaba Jean-Paul y aquellos cuadros extraños de músicos americanos. Estaba en su salsa en aquella habitación.
Durante un rato nos quedamos allí sentados, intercambiando cumplidos. El hombre blanco se sirvió una copa de vino y se arrellanó en los cojines amarillos. Estaba claro que no tenía intención alguna de irse.
Llegamos al final de una breve discusión sobre Vietnam y el hecho de que ningún hombre blanco, americano o francés tenía por qué estar allí.
– Entonces, ¿qué quieres, Easy? -me preguntó Jackson.
Quizá Jackson y el francés fuesen amigos, pero él y yo teníamos una historia mucho más antigua. No habíamos sido amigos todo aquel tiempo, pero podíamos llegar el uno al otro en la oscuridad. Con aquella simple frase, él había contado una historia entera.
Jean-Paul estaba fascinado por Jackson y las historias que contaba. Estaba ansioso por ver una América que no aparecía en la televisión ni en la radio. Quería experimentar la vida negra que había dado origen al jazz y el blues, el gospel y los disturbios de Watts. Jackson era su primer atisbo real de lo que podía haber debajo de la fachada confiada y blanca de los americanos.
Jackson tenía en alta estima a aquel hombre, quería impresionarle y por tanto me preguntaba para permitir al presidente de la Proxy Nine que conociera algo de nuestras vidas. Confiaba en que si yo había matado a alguien, o me encontraba en alguna dificultad grave, me limitaría a contar una historia neutra y volvería más tarde con los detalles auténticos cuando Jean-Paul se hubiese cansado.
Todos los días en los años sesenta eran como un nuevo día. Desde los hippies hasta la guerra, América no tenía salida. Los negros se estaban rebelando por sus derechos y algo sacaban: clubs Playboy, buenos trabajos, héroes negros del deporte, millonarios franceses codeándose con gente como Jackson Blue y como yo…
– EttaMae me ha llamado -dije, decidiendo matar dos pájaros de un tiro.
Cuando Jackson oyó el nombre de Etta su sonrisa amistosa palideció, pero yo seguí hablando.
– … ha dicho que la policía buscaba al Ratón. Creen que ha matado a un hombre llamado Pericles Tarr.
– ¿Y quieres que hable con Etta? -me preguntó Jackson, esperando acabar así nuestra conversación.
– No, no, no, no -dije yo-. Escúchame, hermano. Como he dicho, la policía cree que el Ratón ha asesinado a ese hombre y lo ha enterrado por ahí, en San Diego.
– ¿Pero han encontrado el cuerpo? -dijo Jean-Paul. Se había metido de cabeza en mi historia.
– Justamente, JP -afirmé-. No, no han encontrado el cuerpo, y la esposa del hombre asesinado dice que el Ratón estaba ejerciendo de usurero y que se cargó a su marido porque él no pudo devolverle el dinero.
– ¿Qué es «usurero»? -preguntó Villard. Jackson se lo explicó en un francés sorprendentemente fluido. Incluso en aquel momento, en que le daba lecciones a él, me demostraba a mí que estar en su compañía era compartir la presencia del genio.
– Ah, sí, muy bien -dijo Jean-Paul en un inglés aprendido de un británico.
– ¿Así que tú sabías que ese Pericles no estaba muerto…? -añadió Jackson, esperanzado.
– Sí…
Entonces les conté toda la historia explicando que había obtenido información de la novia, sin admitir el allanamiento.
– Apuesto a que Perry es ese tipo de tío que sale a hurtadillas por la ventana de atrás cuando llegan los problemas ante su puerta -dije yo-. Así que necesito que tú toques el timbre mientras yo espero atrás.
– Lo va a agarrar por la nariz -especuló Villard.
– Y voy a retorcer un poquito -añadí yo.
– ¿Puedo ir con usted, señor Peligroso? -me preguntó el presidente.
– Claro -dije-. Nada resulta más indicativo de peligro que un hombre blanco llamando a la puerta de un negro.
– ¿Qué hiciste durante la guerra, JP? -le pregunté de camino a lo de Ogden.
– Mi familia es muy rica -dijo él-. Se fueron a Suiza y a Sudamérica. Unos cuantos fueron también a nuestra plantación en Mali y el Congo.
– ¿Y tú?
– Yo quería luchar contra los nazis. Era joven y quería matar a las personas que estaban violando mi tierra materna.
– ¿Y eso fue lo que hiciste?
Jean-Paul iba sentado a mi lado y Jackson en el asiento de atrás. Los ojos del francés relampaguearon y dudó, desconfiado. Yo también desconfié. Allí estaba, hablando con un hombre cuya familia era antigua y rica. Poseían plantaciones en África, de modo que probablemente tuvieron esclavos en algún momento; incluso podían tenerlos todavía por aquel entonces…
– Trabajé en un apartamento creando códigos de radio para la Resistencia -dijo-. Nuestra pequeña emisora estaba justo enfrente de la Gestapo. Nunca abandoné mi puesto. Durante tres años sólo salí al exterior dos veces: una vez porque se declaró fuego en nuestro edificio y temíamos que encontraran el transmisor, y otra vez… otra vez me encontré en un callejón adonde acudía un oficial alemán para mantener relaciones sexuales con niñas pequeñas, de doce y trece años.
Читать дальше