Walter Mosley - Rubia peligrosa

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La serie que protagoniza Easy Rawlins llega a su décima y tal vez última entrega con esta novela, en la que Walter Mosley nos traslada al turbulento Los Angeles de finales de los 60.
Situada en 1967, en la décima entrega de la serie de novelas criminales protagonizada por Easy Rawlins nos encontramos a un Rawlins de mediana edad que empieza a acusar el paso del tiempo y los fantasmas que nunca lo abandonaron. Easy está lidiando con en el hecho de haber abandonado a Bonnie ─a pesar de amarla como a ninguna otra mujer─, con que sus hijos ya se han hecho mayores y con que Los Angeles está sufriendo cambios tan radicales después de los enfrentamientos raciales, que hasta a un superviviente como él le cuesta adaptarse a la ciudad donde siempre ha vivido. Sin embargo, Rawlins siempre parece encontrar nuevos problemas a los que hacer frente.
Dos peligrosos amigos de Easy, Ratón Alexander y Navidad Black, han desaparecido. Al primero lo buscan por el asesinato de Pericles Tarr; Navidad, por su parte, dejó a su hija Pascua en casa de Easy y se esfumó. La aparición de la policía militar en busca de Black, hace que Easy se ponga a trabajar para descubrir qué ha pasado y la relación que existe entre las desapariciones de sus amigos, el asesinato de Tarr y la aparición de una mujer rubia que no es como parece ser.
«Sus compactos diálogos continúan centelleando y el modo en que Mosley compone sus escenas sigue siendo tan sagaz como siempre» The New York Times

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La crisis no había llegado todavía, pero se encontraba cerca.

Yo coloqué mi mano sobre la suya y ella la cogió.

– Lo siento -dije-. No quería jugar con usted.

Aparté la mano y saqué mi cartera. La abrí y le mostré una fotografía de Amanecer de Pascua que la niña me había dado unos meses antes, el día de Acción de Gracias. Navidad llevaba a Pascua a un fotógrafo cada tres meses para que sus recuerdos estuviesen bien documentados.

– ¿Conoce a esta niña? -pregunté.

Ella asintió, sin llorar.

– Su padre la dejó en mi casa hace tres días. Llevo todo este tiempo buscándole -le expliqué.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Fui a dos casas donde había estado Navidad. En la segunda había un folleto de este banco; en la primera una foto suya de pie en un yate que se llamaba Zapatos nuevos…

– Ah. -Faith levantó la vista hacia el reloj y luego la bajó hacia sus manos.

Se estaba viniendo abajo justo ante mí. En cualquier momento se derrumbaría por completo.

– ¿Por qué no salimos de aquí y vamos a ese restaurante que hay ahí enfrente? -sugerí-. Puede decirle a su jefe que necesita un pequeño descanso…

Ella asintió y yo me levanté. Me miró como si yo fuera una secuoya, un árbol que vive entre la niebla, un árbol que jamás podría prosperar en un desierto aunque ese desierto estuviese inundado y cubierto por la dulce podredumbre de la corrupción.

23

El restaurante podría haber sido diseñado por la misma empresa que construyó el banco. Cristal y cromo, linóleo rojo y vinilo era lo único que se veía por allí. Había un mostrador con catorce taburetes y seis mesas a lo largo de la cristalera. Me senté en la mesa del rincón, la que estaba más lejos de la pared con ventanales. Una camarera con los ojos rojos, la cara roja y el pelo rojo, de unos treinta y tantos años, se acercó a mí y me dijo:

– Lo siento, cariño, pero las mesas son para dos personas o más.

El nombre que se leía en su etiqueta era RILLA.

– Mi amiga vendrá del banco dentro de un minuto -dije-. Quiere un trozo de tarta helada de fresa y un café. Yo tomaré lo mismo, pero sin la tarta de fresa.

Eso hizo sonreír a la camarera de dura vida. Me mostró sus dientes amarillos y salientes y dijo:

– Yo tuve un novio como tú allí en San Diego, una vez. Jugaba tan bien con las palabras y me hacía reír tanto que incluso cuando me robó el dinero y el coche seguí pensando que casi valió la pena.

– Eso nunca se sabe -dije yo-. Y él no supo lo que se perdía.

Su sonrisa se ensanchó, mientras movía la cabeza como si asintiera.

Miré a Rilla pensando en las miles de especies de árboles que proliferaban bajo el sol del sur de California. No se pueden contar porque cada día aparece una nueva. Hay más tipos de personas que de árboles en Los Angeles. Rilla, con su uniforme de cuadros azules y blancos, y yo con mi traje color antracita, éramos semillas análogas traídas por el viento desde lejos. Pensar aquello aligeraba mi espíritu.

La camarera se habría quedado un rato más a ver qué gemas podía obsequiarle, pero entonces entró Faith Laneer. Yo levanté la vista y Rilla se volvió.

– Aquí, señorita -dijo la mujer rojo sobre rojo-. Este hombre es una risa por minuto.

Faith intentó sonreír, pero sólo consiguió que pareciera que sentía náuseas. Rilla la miró y meneó de nuevo la cabeza.

– Cuídela ahora usted, Groucho -me dijo la camarera.

Me pareció un anuncio, un pronunciamiento de la deidad que yo imaginaba que sólo aparece de vez en cuando para aconsejarnos y contemplar nuestros errores.

Rilla se fue y Faith se dirigió hacia mí. Estaba destrozada. No era un estado de ánimo que la hubiese invadido de pronto; yo podía leer su historia en las arrugas en torno a sus ojos y el declive de sus hombros.

– ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté.

Ella consiguió levantar la mirada, pero no le salieron las palabras. Envidié su habilidad para trabajar tan amigablemente cuando soportaba al mismo tiempo aquel peso.

– Lo siento -dije-. Sé que deben de ser malas noticias lo que la trae aquí. Quiero decir que conseguir que Navidad se aparte de Amanecer de Pascua es algo muy serio en sí mismo.

Había algo etéreo en Laneer. Su mente parecía presionar la mía mientras me miraba, preguntándose cómo podía yo comprender su dolor. Me sentí atraído hacia ella como un animal que huele el agua y recuerda vagamente su propia infancia distante, jugueteando con sus gruñones hermanos y hermanas cachorros, desaparecidos hace muchas estaciones.

Aquel fue un momento especial para mí… O quizá no, quizá no fuese un acontecimiento fundamental, sino un momento en el que contemplar en qué me había convertido. Mientras Faith me examinaba buscando fuerza y lealtad, yo la contemplé pensando en Bonnie Shay. Faith tenía aquel aura a su alrededor, la misma que Bonnie. Sentado allí, sintiendo lo que había desaparecido de mi vida hacía tanto tiempo, comprendí que ya no podía vivir más sin Bonnie. No importaba que hubiese estado con otro hombre, no importaba mi masculinidad, ni mi rabia. O bien volvía con ella o, de una manera u otra, yo acabaría por morir.

– Aquí tienen -dijo Rilla, poniendo dos cafés y una porción obscenamente grande de tarta helada de fresa en la mesa.

– Yo no he pedido esto -dijo Faith.

– El hombre simpático lo pidió -le informó Rilla.

Faith se volvió hacia mí mientras Rilla se iba. Desapareció una barrera de los ojos azules de la empleada bancaria, y sonrió, por el hecho de que yo hubiese pedido algo dulce para que se sintiera mejor. Resulta divertido cómo inventamos las verdades sobre las personas.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de las Hermanas de la Salvación? -me preguntó ella.

– No, de las hermanas no, sólo del Ejército.

– Éramos… somos un grupo de antiguas monjas de diferentes denominaciones y religiones que se unen para ayudar a las mujeres en todo el mundo. Tenemos una misión en Vietnam. Yo trabajé allí tres años y medio. Llevaba un orfanato a las afueras de Saigón.

– Eso es más que un trabajo -dije yo.

– Navidad me trajo a Pascua después de masacrar a diecisiete civiles junto a la zona desmilitarizada. Venía a visitarla siempre que podía, y me confesó en qué se había convertido, cómo le habían transformado los militares.

»Lo pasó muy mal. Pensó en unirse a las fuerzas de Ho Chi Min o matarse para expiar sus crímenes. Al cabo de unos pocos meses le convencí de que adoptase a Amanecer de Pascua. Le dije que ambos se podrían salvar el uno al otro, y supongo que así ha sido… al menos hasta ahora.

La mayoría de las bellezas se evaporan cuando se examinan más de cerca. Unos rasgos algo bastos, unas peculiaridades que no se habían notado, dientes falsos, cicatrices, embriaguez o simplemente tontería; existen un montón de defectos que podemos obviar a primera vista. Esas imperfecciones son las que llegamos a amar con el tiempo. Nos vemos atraídos por la ilusión, pero nos quedamos por la realidad que es la que construye a la mujer. Pero Faith no sufría bajo la luz del más severo escrutinio. Su piel y sus ojos, la forma de moverse, aun bajo el peso de sus temores, eran… impecables.

– Pero el problema ahora no es Navidad, ¿no?

– No -afirmó ella.

Esperé más, pero no estaba demasiado comunicativa.

– Veo que llevaba usted un anillo de boda no hace demasiado tiempo -dije.

Ella se cubrió la marca más clara del dedo anular con la mano derecha mientras el café se enfriaba y el helado se derretía.

– Craig -dijo-. Era farmacéutico del ejército. Trabajaba en un transporte aéreo, preparando medicinas. Le conocí y… le convencí para que donase algunas pastillas y medicamentos para los niños que yo cuidaba.

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