Mis dos estados mentales chocaban uno contra otro y yo estaba algo aturdido. Eso y la adrenalina de mi reciente experiencia casi mortal explican mi franqueza en la conversación que tuvimos a continuación.
– ¿Y qué tengo yo que ver con Glen Thorn? -me preguntó Tomas Hight.
– ¿Puedo sentarme?
Él señaló hacia el sofá y cogió una silla de roble de debajo de su mesa multiusos. Me senté esperando que al relajarse la tensión de mis piernas pudiera pensar con más claridad, pero no fue así.
– ¿Glen Thorn?-me pinchó Hight.
– Me han contratado para encontrar a un hombre llamado Navidad Black -expliqué-. Era un boina verde, tenía el cargo de mayor, pero dejó el servicio armado por motivos políticos. Le estaba buscando cuando tres soldados, u hombres vestidos de soldados, me sorprendieron e intentaron obligarme a que encontrara a Black.
– ¿Uno de esos hombres era Thorn?
– Eso creo.
– ¿Y dice que fingían ser soldados? -preguntó Hight-. ¿Por qué no se creyó lo del uniforme?
Si no me hubiese salvado la vida, podría haberle dado una lista de razones sin sentido alguno, pero le respondí:
– Cuando dijeron que tenía que buscar a Black por cuenta de ellos, les hice saber que yo cobro trescientos dólares por una semana de trabajo…
– ¡Trescientos dólares!
– Los detectives no trabajan todas las semanas, pero tienen que pagar las facturas igualmente -expliqué-. El caso es que me pagaron al momento: me dieron tres billetes nuevos de cien dólares.
Hight también era listo. Asintió como demostrándome que sabía que ningún soldado, ni siquiera un general, saca billetes de ésos.
– ¿Y cómo me ha encontrado? -me preguntó.
Le expliqué lo de las medallas y la biblioteca.
– Realmente es usted detective… -dijo con admiración.
Yo no quería su aprobación, pero al mismo tiempo era lo más importante del mundo para mí tenerla.
– ¿Sirvió usted con Thorn? -le pregunté, para evitar pegarle un tiro a Hight o a mí mismo.
Hight se echó atrás en la silla y frunció el ceño. Algo tramaba; algo que llevaba ya rato fermentando, antes incluso de que yo llegase ante su puerta.
– Yo trabajaba con una unidad de PM que custodiaba un almacén donde guardábamos envíos de suministros que procedían de aquí y de otros lugares. Éramos guardianes, ya sabe. Nos asegurábamos de que los del mercado negro no pusieran las manos en nuestros artículos.
Mientras yo me sentía incómodo conmigo mismo, Tomas Hight estaba absolutamente seguro de sus objetivos y de su lugar en el mundo. Había hecho lo correcto en Vietnam, aunque Vietnam fuera un error. Hizo lo correcto en la entrada de la casa; no importaba que yo no resultase merecedor de sus actos.
– ¿Thorn trabajaba con usted? -le pregunté.
Observé que había una pequeña foto enmarcada encima de la mesita de centro. Era un marco de peltre antiguo con la fotografía de un niño de unos cinco o seis años de pie, muy erguido y sonriendo. Se encontraba delante de una pared de bloques de cemento rosa. El sol le daba en los ojos, pero aun así sonreía.
– Se hacía el enfermo -dijo Hight con una pequeña mueca de desdén-. Siempre desaparecía. Lo encontraron sacando una bolsa de un cajón de embalaje grande de vajilla que venía de Austin, una vez, y le arrestaron por contrabandista.
– ¿Y qué había en la bolsa?
– No tengo la menor idea -dijo el héroe-. La confiscó el oficial al mando.
– ¿Qué le ocurrió a Thorn?
– Nada. Nada en absoluto. Lo transfirieron a otra unidad, y al cabo de seis semanas ya estaba en casa. Creo que incluso se licenció con honores. ¿Puede usted creerlo?
– No he creído otra cosa desde hace cuatrocientos años -dije.
– ¿Cómo?
Me levanté, ya con las piernas firmes. Sabía algo más de mis «empleadores» y, aunque él no me hubiese comprendido, compartía una misma confusión con Tomas Hight.
El niño de la foto se parecía mucho a Hight, en pequeño. ¿Sería su hijo? ¿Su hermano? ¿Él mismo? ¿Por qué no tenía fotos de una novia, o de sus padres?
– ¿Adónde va?-me preguntó.
– Abajo, a mi coche.
– Me disponía a ir al trabajo. Le acompaño.
Me di cuenta de que no podía escapar a la amabilidad de Tomas Hight. Iba bajando las escaleras a mi lado con su casco bajo el brazo porque sabía que Roger y sus amigos podían esperarme abajo. Me prestó su protección sin pensar siquiera en la raza ni en el hecho de que yo lo mereciera o no. Habría protegido a un falso enfermo del mismo modo.
Cuando llegamos ante mi coche nos estrechamos la mano.
– Tenga mucho cuidado con Thorn -me aconsejó-. Un par de amigos suyos de la PM fueron asesinados después de que se fuera. Y tampoco fue Charlie quien lo hizo.
Tomas Hight siguió en mi mente todo el camino de vuelta a la ciudad. Había salvado una vida en su casa, pero no necesariamente la mía, pues era igual de probable que uno o más de sus conocidos hubieran recibido un disparo.
Pensé en su apartamento de una sola habitación. Yo poseía dos casas y tres edificios de apartamentos, pero aun así sentía que él tenía mucho más que yo. Pensaba que era más heroico también, pero ¿no era yo acaso el que había plantado cara a aquellos hombres?
Es curioso que uno sepa algo y sin embargo no lo sienta, que uno pueda codiciar los bienes ajenos aunque ni se le ocurriría intercambiar el lugar de uno con el del otro.
La dirección que me había dado Tourmaline de Navidad Black estaba en la calle Gray. Era una sola manzana en una zona entre el barrio negro y el centro. Había almacenes y pequeños negocios de venta al por mayor en todo ese barrio sin urbanizar. El edificio que había enfrente de la casa de Navidad era Distribuciones Cairo Cane.
No había ni un alma a la vista. Esperé hasta media mañana para acudir a la puerta de Navidad, porque él no era el tipo de hombre a quien uno desea pillar por sorpresa. Black era un asesino al menos igual de competente que el Ratón. Además, estaba un poco loco y paranoico y, encima, tenía a gente persiguiéndolo.
Aparqué frente a Cairo Cane, pero no salí de inmediato del coche. La dirección de Black era una casita, y el patio que la rodeaba estaba pavimentado con cemento verde. También tenía un amago de porche, pero dudé de que hubiese sitio suficiente para un simple taburete en aquella estrecha franja de madera.
Unas macetas sin flores colgaban a ambos lados de la puerta principal.
Contemplé la casa durante cinco minutos, pero no pasó absolutamente nadie. El desastre en casa de Tomas Hight me había vuelto momentáneamente precavido. No quería salir huyendo de otra situación peligrosa y tenía que pensar qué le diría a Navidad cuando al fin lo encontrase.
Los minutos pasaron y mi confianza fue volviendo al fin.
Durante un rato olvidé la respuesta a la pregunta no formulada, enmarcada por una precaución temerosa. «¿Voy a morir?», se pregunta el mortal, por un temor compartido por todos los de su especie. «Sí, morirás», llega la respuesta, procedente de la infinita experiencia de nuestra raza. Yo podía resultar herido, pasar hambre, hacerme viejo, contraer alguna enfermedad fatal. Cuando mis hijos me planteaban esos temores, yo les decía que no se preocupasen, que no iba a ocurrir nada. Pero en la vida mi experiencia era otra. La única forma de acabar con el miedo era dejar de respirar, dejar de moverse… y allí estaba yo en una calle llamada Gray, bajo un sol resplandeciente y sin nadie a la vista.
La puerta principal estaba rota y la habían arreglado a toda prisa. No era un buen presagio. Crucé las manos y me dispuse a retroceder. Vacilé, pero mis pies seguían allí clavados en aquel seudoporche.
Читать дальше