– ¿Quién cojones eres tú? -dijo el proxeneta con voz atemorizada de falsete.
Tenía también el color de un cerdo: un horrible marrón rosado. Respondí apretando el cañón de mi pistola en su pómulo izquierdo.
– ¿Qué? -chilló.
– Chevette Johnson -dije yo-. O la dejas ir, o te pego un tiro aquí mismo, ahora.
Y pensaba hacerlo. Estaba dispuesto a matarle. Pero aunque me encontraba allí a punto de cometer un crimen, al mismo tiempo se me ocurrió que Bonnie nunca me llamaría. Era demasiado orgullosa, estaba demasiado herida.
– Llévatela -dijo Porky.
Mi dedo se contraía en el gatillo.
– ¡Que te la lleves!
Moví la mano diez centímetros a la derecha y disparé. La bala sólo le rozó el lóbulo de la oreja, pero su capacidad auditiva por ese lado nunca volvería a ser la misma. Porky cayó al suelo sujetándose la cabeza y chillando. Le di una patada en el vientre y me alejé andando por donde había venido.
De camino hacia el coche pasé junto a tres mujeres con faldas muy cortas y tacones altos que habían venido corriendo. Me dejaron paso, apartándose mucho al ver la pistola que llevaba en la mano.
– Pero entonces, ¿por qué te fuiste de casa de esa manera? -le pregunté a Chevette en la hamburguesería de Beverly, que está abierta toda la noche.
Ella había pedido una hamburguesa con chile y patatas. Yo iba sorbiendo un refresco con gas.
– Es que no me dejaban hacer nada -lloriqueó-. Papá quería que llevara faldas largas y colas de caballo. Ni siquiera me dejaba hablar con ningún chico por teléfono.
Aunque llevara puesto un saco de patatas se veía con claridad que Chevette era una mujer. Había pasado mucho tiempo desde que formó parte del club de Mickey Mouse.
La llevé a mi oficina y la dejé dormir en mi sofá azul mientras yo daba unas cabezadas, soñando con Bonnie, en la silla.
Por la mañana llamé a Martel y se lo conté todo… excepto que Chevette estaba escuchando.
– ¿Qué quieres decir con eso de «en la calle»? -me preguntó.
– Ya sabes lo que quiero decir.
– ¿Prostituta?
– ¿Aún quieres que vuelva? -le pregunté.
– Por supuesto que quiero que vuelva mi niña.
– No, Marty. Puedo hacer que vuelva, pero la que volverá será una mujer hecha y derecha, y no una niña ni un bebé. Ella necesita que la dejes crecer. Tendrás que ser diferente. Si tú no cambias, poco importará que ella vuelva ahora a casa.
– Pero es mi niña, Easy… -dijo él, con seguridad.
– La niña desapareció, Marty. Lo que hay ahora es una mujer.
Entonces él se vino abajo, y Chevette también. Ella enterró la cara en el cojín azul y se echó a llorar.
Le dije a Martel que la llevaría de vuelta a casa. Hablamos tres veces más antes de ir para allá y le dije que no valía la pena que volviese si no era capaz de verla tal y como era, si no podía amarla tal y como era.
Y mientras tanto pensaba en Bonnie todo el tiempo. Pensaba que debía llamarla y rogarle que volviera a casa.
Sólo me costó diez minutos salir del coche.
Caminando por el césped oí los ladridos del perrito amarillo. Frenchie me odiaba; quería a Feather. Al menos teníamos algo en común. Me sentí feliz al oír sus carreras caninas detrás de la puerta de entrada. Era la única bienvenida que me merecía.
Cuando entré en casa, aquel perrillo que pesaba tres kilos empezó a ladrar y a morderme los zapatos. Me agaché para saludarle. Ese gesto de conciliación siempre hacía que Frenchie se alejase corriendo.
Cuando levanté la vista para ver cómo se iba correteando a la habitación de Feather vi a la pequeña vietnamita Amanecer de Pascua.
– Hola, señor Rawlins -dijo la pequeña, de ocho años.
– Pascua, ¿de dónde sales, muchacha? -Miré a mi alrededor buscando a su padre, el que había asesinado a un pueblo entero.
– Pues originalmente, de Vietnam -replicó la niña, contundente.
– Hola, papi -dijo Feather, saliendo de detrás de la puerta.
Sólo tenía once años, pero parecía mucho mayor. Había crecido casi dos palmos en poco más de un año, y tenía un rostro esbelto e inteligente. Feather y Jesus hablaban entre sí en inglés, francés y español fluido, cosa que hacía que su conversación pareciese mucho más sofisticada.
– ¿Dónde está Juice? -pregunté, usando el apodo de Jesus.
– Benny y él han ido a recoger a Essie a casa de la mamá de Benny. -Dudó un momento y añadió luego-: Yo hoy me he quedado en casa con Pascua porque no sabía qué hacer.
Intenté comprender todo aquello allí, de pie.
Mi hijo había accedido a quedarse con Feather mientras yo estaba fuera buscando a Chevette. Él y su novia Benita no tenían mucho dinero y sólo podían permitirse un apartamento con una sola habitación en Venice. Cuando hacían de niñera para mí podían dormir en mi ancha cama, ver la tele y cocinar en una cocina de verdad.
Pero Jesus tenía su propia vida, y se suponía que Feather debía ir al colegio. Amanecer de Pascua Black no tenía por qué estar en mi casa, en absoluto. La niña llevaba unos pantalones negros de algodón y una chaqueta de seda roja sin adornos, al estilo asiático. Tenía el largo pelo negro atado con una cinta naranja y cayendo hacia adelante, encima del hombro derecho.
– Me ha traído mi papá -dijo Pascua, respondiendo a la pregunta que leyó en mis ojos.
– ¿Por qué?
– Me ha dicho que te dijera que debía quedarme aquí un tiempo, visitando a Feather…
Mi hija se arrodilló y abrazó a la niña desde atrás.
– … y ha dicho que tú sabrías cuánto tiempo tenía que quedarme. ¿Lo sabes?
– ¿Quieres un poco de café, papá? -me preguntó Feather.
Mi hija adoptiva tenía una piel de un marrón claro y cremoso que reflejaba su compleja herencia racial. Al mirar su rostro generoso me di cuenta, por enésima vez, de que ya no podía predecir los caprichos o profundidades de su corazón. Con la tristeza de esa separación creciente, le respondí:
– Claro que sí, cariño. Sí que quiero.
Cogí a Pascua y seguí a Feather a la cocina. Allí me senté en una silla con la niña pequeña en mi regazo, como una muñeca.
– ¿Te lo has pasado bien con Feather? -le pregunté.
Pascua asintió con vehemencia.
– ¿Te ha preparado la comida?
– Atún y pastel de boniato.
Mirándome a los ojos, Pascua se relajó y se apoyó en mi pecho. No la conocía ni a ella ni a su padre, Navidad Black, desde hacía demasiado tiempo, pero la confianza que él tenía en mí había influido en la de la niña.
– ¿Así que has venido con tu papá en el coche? -le pregunté.
– Ajá.
– ¿Y quién iba en el coche, sólo él y tú?
– No -respondió-. También iba una señora con el pelo rubio.
– ¿Y cómo se llamaba?
– Señorita… no sé qué. No me acuerdo.
– ¿Y esa señora estaba en tu casa de Riverside?
– Nos fuimos de allí -dijo Pascua, con algo de nostalgia.
– ¿Adónde os fuisteis?
– Detrás de una casa grande y azul, al otro lado de la calle donde está el edificio que tiene un neumático enorme en el tejado.
– ¿Un neumático tan grande como una casa?
– Ajá.
Por entonces la cafetera eléctrica ya empezaba a filtrar el agua.
– El señor Black ha venido esta mañana -dijo Feather-. Me ha preguntado si Pascua podía quedarse un tiempo y yo le he dicho que sí, que vale. ¿He hecho bien, papi?
Feather siempre me llamaba papi cuando no quería que me enfadase.
– ¿Está bien mi papá, señor Rawlins? -preguntó Amanecer de Pascua.
– Tu papá es el hombre más fuerte del mundo -le dije, exagerando sólo un poquito-. Allá donde esté, le irá bien. Seguro que llamará y me dirá lo que pasa antes de que se haga de noche.
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