– ¡Ven a ver! Tus tortugas.
Ray también llenaba el estanque de renacuajos, con gran éxito. (Cuando uno se acerca al estanque, en las épocas de calor, docenas de ranas se arrojan de un salto al agua croando de alarma.) Tuvo mucho menos éxito al poblar el estanque de pequeños peces koi de colores bellísimos, que, en cuestión de semanas, fueron devorados por una gran garza azul de patas largas que se lanzó sobre su tranquilo hábitat con gran voracidad, como una criatura profética y demoníaca en un paisaje del Bosco.
Uno a uno, los preciosos koi murieron devorados por el ave depredadora hasta desaparecer en su totalidad, y entonces el ave se fue.
¿Recuerdas los koi?
¿Recuerdas la gran garza azul?
¿Recuerdas cómo nos escandalizamos? ¿Qué ingenuos éramos?
¿Recuerdas cómo tú [Ray] corriste hasta el estanque para espantar a la garza, gritando y moviendo los brazos? ¿Que la garza voló hasta los árboles que estaban un poco más allá, tan tranquila, dispuesta a esperar?
¡Qué pena! ¡Nuestros peces preciosos!
Después del acto, me dicen que la velada ha sido un «gran éxito». Me dicen que «ha significado mucho» para los padres y los familiares de niños autistas oírme hablar con tanta sinceridad de mi hermana y mis padres y contestar cualquier pregunta que me habían hecho. Y me acuerdo de una frase de Anne Sexton que la poetisa obsesionada por el suicidio había adoptado como una especie de lema: «Vive o muere pero no les estropees el mundo a los demás».
Y ahora, esta mañana, estoy mirando el jardín.
Registro vagamente que aquí pasa algo muy malo .
Si, antes del Cymbalta, me habría sentido angustiada e inquieta, ahora me limito a constatar, anestesiada, que los tulipanes de Ray están decapitados , como si lo dijera una voz de ordenador desde lejos.
Es como si alguien hubiera entrado en el jardín con una guadaña y hubiera cortado todas las cabezas de los tulipanes de Ray; ya no es posible identificar esas plantas verdes como tulipanes.
Necesito mucho tiempo para absorber esto. No estoy ni agitada ni inquieta, no, pero, incluso en el estupor del Cymbalta, me doy cuenta de que aquí ha pasado algo increíblemente triste e irrevocable.
Unos ciervos han entrado de noche en el jardín. Unos ciervos empujaron la puerta -seguro que no la había cerrado bien- y devoraron los preciosos tulipanes de Ray en segundos, masticando y tragándoselos con tanto abandono y de forma tan mecánica como si estuvieran devorando unas hierbas.
Me gustaría llorar, pero no me quedan lágrimas.
Por primera vez pienso: «Menos mal que Ray no está aquí para ver esto. Le entristecería muchísimo».
Menos mal que Ray no está aquí .
Esta mañana, en la que tengo un horrible dolor de cabeza, estoy en la puerta principal llamando a nuestro gato más viejo:
– ¿Reynard? ¡Reynard!
Durante la noche, Reynard parece haberse evaporado.
Si no fuera porque, por lo visto, no tengo «emociones» -en el estupor del Cymbalta apenas puedo recordar qué son las «emociones»-, estaría llena de angustia y me sentiría culpable.
– ¿Reynard? ¿Dónde estás? El desayuno…
Mi voz se desvanece a mitad de frase. Qué tonta y lastimera es la palabra desayuno .
Reynard, que de joven era un gato elegante de pelo color fuego, con una manera encantadora de darnos con la cabeza en los tobillos y acurrucarse y ronronear cuando nos sentábamos en el sofá, era el favorito de Ray; Ray había sido quien lo escogió de una camada de gatitos en un refugio y lo trajo a casa para darme una sorpresa.
Esto fue tal vez hace doce años. ¡Qué deprisa ha pasado ese tiempo!
Reynard no se ha recuperado de la muerte de Ray, una presencia que no habría podido nombrar ni definir pero cuya ausencia notaba sin lugar a dudas.
En las últimas semanas ha empezado a envejecer a ojos vistas. Ha perdido de repente todos los restos de juventud que le quedaban. La cabeza parece desmesurada para su cuerpo, tiene las patas demasiado delgadas. Parece haber perdido peso de la noche a la mañana; se le notan las costillas y la columna a través de la piel.
¡Su columna! Al acariciar a Reynard, noto las vértebras, y me dan escalofríos.
La última vez que lo llevamos a la veterinaria, dijo que Reynard era un gato «viejo» pero que «aguantaba bien»; no creo que dijera eso ahora.
Últimamente, de vez en cuando, parece que le cuesta respirar. Anoche lo llevé al sofá del salón -al extremo del sofá en el que se sentaba Ray-, pensando que quizá se sumiría en un sueño gatuno profundo y expiraría en mis brazos, pero no fue así.
Durante un rato, Reynard jadeó mientras yo intentaba consolarlo, pero luego luchó para liberarse, al principio débilmente y luego con más fuerza, hasta que, al final, empezó a arañarme con las uñas y tuve que soltarlo.
Me irritó y me disgustó ver cuántas ganas tenía Reynard de alejarse de mí. En la puerta de la terraza posterior, agitado, esperando a que le abriera, pese a que hacía frío y llovía. Así que abrí la puerta de la terraza y Reynard salió de un salto, con una agilidad sorprendente en un gato tan viejo, y durante la noche salí varias veces a llamarlo, por detrás, por delante; pero no volvió; ni tampoco estaba tendido en el escalón delantero esta mañana, su posición habitual, esperando con paciencia a que le abriera para entrar a comer.
Por la noche, aturdida por mi estupor del Cymbalta que no acaba nunca de convertirse en un sueño como es debido, creí que Reynard estaba a los pies de mi cama, apretado contra mi pierna.
– ¿Reynard? Dónde estás…
Cuando salgo a buscar a Reynard, veo, con horror, que está tendido a sólo unos metros de la puerta trasera por la que salió anoche, a lo largo de la pared de la casa, en una posición tal que yo no podía haberlo visto desde dentro.
«Como si hubiera querido volver a entrar. Pero la puerta estaba cerrada.»
Ahora me pongo a llorar. Ahora me pongo a sollozar.
– ¡Reynard! ¡Oh, Reynard!
Es una pena ruidosa y violenta, como la que me invadió en la habitación de hospital de Ray, el día antes de su muerte. En un momento en el que no parecía que Ray iba a morir.
Otro horror: Reynard está tieso, como un gato esculpido en madera. Tiene los dientes a la vista, los ojos medio cerrados, si la cara de un gato tiene expresión, la de Reynard es de extrema angustia, de dolor.
No fue una muerte en un sueño pacífico. Fue una muerte animal, angustiada, que sufrió a solas .
Esta muerte me ha dejado anonadada, con la cabeza dando vueltas. Estoy tan destrozada que creo que debo de estar perdiendo el juicio. ¡Reynard no era un gato joven! ¡Reynard era un gato viejo! Pero no puedo dejar de llorar, con una pena que no es normal, sino de desolación y abandono. Como una niña trastornada, acaricio la piel fría y rugosa de Reynard como si pudiera devolverle así la vida, acaricio su cabeza, que está llena de huesos, de bultos. Los dientes desnudos en un gesto feroz, una sonrisa feroz; es desconcertante de ver…
Esto también es culpa tuya. Le dejaste fuera, en el frío. Ha muerto de frío. Ha muerto solo .
Envuelvo a Reynard con cuidado en una de nuestras toallas más grandes, una toalla verde gruesa que, por costumbre, era la toalla de Ray. Mientras Cherie me mira con suspicacia y manteniendo las distancias, me llevo a Reynard fuera, más allá del jardín, y lo dejo entre unas hierbas altas. ¿Es esto lo que debe hacerse? ¿Es lo razonable? No me siento con fuerza suficiente para cavarle una tumba en este suelo tan duro. No sé cómo, me resbalo y caigo sobre una rodilla, y Reynard se cae de mis brazos, tan tieso como si estuviera congelado.
Me veo a mí misma como si me viera de lejos, una mujer convertida en una caricatura, como en un dibujo de Charles Addams, y que lleva en brazos un rígido gato de caricatura.
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