Phillip Margolin - Jamás Me Olvidarán

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En Portland, Oregón, las esposas de varios destacados hombres de negocios han desaparecido sin dejar más rastro que una rosa negra con un simple mensaje: "Jamás me olvidaran".
Diez años antes, en Nueva York, se habían producido otras desapariciones similares, pero el asesino fue atrapado y el caso quedó cerrado.
Nancy Gordon, detective de homicidios del departamento de Policía de Nueva York y miembro original del grupo de investigación del "asesino de la rosa", lleva diez años acosada por pesadillas con un sádico asesino que, asegura, aún anda suelto…
Alan Page, abogado del distrito de Oregón, está tratando de encontrar sentido a la misteriosa serie de desapariciones. Una noche llama a su puerta Nancy Gordon con la intencion de contarle una terrrible historia…

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– ¿Dejarías morir a tres inocentes?

Lake volvió a encogerse de hombros.

– Tres muertes, seis muertes. No pueden darme un castigo mayor después de la primera sentencia a muerte. No te envidio, Ray. Créeme cuando te digo que no desearía colocar a un viejo amigo, a quien admiro profundamente, en una posición tan difícil. Pero no te diré dónde están las mujeres, si no me otorgas el perdón. Y, créeme, cada minuto cuenta. Esas mujeres están muertas de hambre y de sed ahora mismo. No puedo garantizar por cuánto tiempo más ellas sobrevivirán sin comida ni agua.

Colby se sentó en la cama frente a Lake. Se inclinó hacia adelante, con los antebrazos descansando sobre las rodillas y las manos entrelazadas delante de él.

– Yo en realidad te consideraba un amigo, Pete. Todavía no puedo creer lo que estoy oyendo. Como amigo, te pido que salves a esas mujeres. Te prometo interceder ante las autoridades. Tal vez un pedido de homicidio no premeditado pueda ser factible.

Lake negó con la cabeza.

– No quiero prisión. Ni un solo día. Sé lo que le sucede en la cárcel a un hombre que ha violado a una mujer. No duraría una semana.

– Estás esperando un milagro, Pete. ¿Cómo puedo dejarte en libertad?

– Mira, Ray, te lo haré simple para ti. Me voy o las mujeres se mueren. No hay otra alternativa y estás desperdiciando conmigo un tiempo valioso.

Colby dejó caer los hombros. Miró el suelo. La sonrisa de Lake se hizo más amplia.

– ¿Cuáles son tus términos? -preguntó Colby.

– Deseo el perdón por todos los crímenes que cometí en el Estado de Nueva York e inmunidad en el enjuiciamiento de todo concebible crimen del que las autoridades puedan pensar en el futuro. Deseo el perdón por escrito y un vídeo que filme la firma de tal documento. Quiero el original del vídeo y que el perdón se le dé a un abogado que yo escoja. Deseo inmunidad en la corte federal…

– No puedo garantizar eso. No tengo autoridad para…

– Llama al fiscal de la nación o al fiscal general. Llama al presidente. Esto no es negociable. No voy a permitir que me golpeen con un cargo federal por violación de los derechos civiles.

– Veré qué puedo hacer.

– Eso es todo lo que pido. Pero si no haces lo que deseo, las mujeres morirán. Hay otra cosa que quiero tener garantizada. Deseo una garantía de que el Estado de Nueva York pagará cualquier reclamo civil si me demandan las sobrevivientes o el marido de Cross. No perderé ningún dinero en todo esto. Los honorarios de abogados, también.

El último comentario de Lake le hizo ver al gobernador lo que realmente era Lake. El apuesto, civilizado joven que había cenado y jugado al golf con él, era el disfraz que usaba un monstruo. Colby sintió que la rabia ocupaba el lugar del atontamiento que había experimentado desde que se enteró de la verdadera naturaleza de Lake.

Colby se puso de pie.

– Debo saber cuánto tiempo tienen esas mujeres, para poder decirle al fiscal general con cuánta premura debemos actuar.

– No te lo diré, Ray. No obtendrás más información de mí hasta que me otorgues lo que te pido. Pero -dijo Lake con una sonrisa-, te diré que te apures.

3

Patrulleros y ambulancias avanzaron a los saltos por un camino sin pavimentar, con las sirenas sonando y la esperanza de que las mujeres cautivas las oyeran y se animaran. Había tres ambulancias, cada una con un equipo de médicos y enfermeras. El gobernador Colby y Larry Merrill iban con el jefe O'Malley y Wayne Turner. Frank Grimsbo conducía otro patrullero con Nancy Gordon que llevaba un arma. En la parte trasera del automóvil estaba Herb Carstairs, el abogado que Lake había pedido. Un vídeo del gobernador firmando el perdón y una copia con un adjunto firmado por el fiscal de los Estados Unidos descansaba en la caja fuerte de Carstairs. Junto a él, con esposas en los tobillos y las muñecas, estaba Peter Lake, que parecía indiferente a la alta velocidad desarrollada por el vehículo.

La caravana dobló una curva del camino de campo y Nancy vio la granja. Parecía desierta. El jardín del frente estaba lleno de pastos crecidos y la pintura se estaba descascarando. A la derecha de la casa, cruzando una franja polvorienta de patio, había un derruido granero.

Nancy se bajó y corrió tan pronto como el coche se detuvo. Subió los escalones de la casa y le dio una patada a la puerta del frente. Los médicos y asistentes corrieron tras ella. Lake le había dicho que las mujeres estaban en el sótano. Nancy encontró la puerta de él y la abrió de un golpe. Un hedor a orina, excrementos y cuerpos sin aseo la golpeó en la cara y tuvo náuseas. Luego respiró profundo y gritó:

– ¡Policía! Están a salvo -mientras comenzaba a bajar las escaleras, de a dos escalones por vez, deteniéndose en su carrera en el momento en que vio lo que había en aquel sótano.

Nancy sintió como si alguien le hubiera abierto un agujero en el pecho y arrancado el corazón. Más tarde se le ocurrió que su reacción debe de haber sido similar a las que tuvieron los hombres que liberaron los campos de concentración nazis. Las ventanas del sótano estaban pintadas de negro y la única luz provenía de unas bombillas que colgaban del techo. Una parte del sótano estaba dividida por paneles de madera, formando pequeños establos. Tres estaban vacíos. Todos estaban cubiertos de paja y con colchones sucios. Una cámara de vídeo descansaba sobre un trípode, en la parte externa de cada uno de los establos. Además del colchón, cada compartimiento contenía un reloj barato, una botella plástica con una pajita también de plástico y un plato donde comen los perros. Las botellas de agua estaban vacías. Nancy pudo ver los restos de algunos granos de cereal en los platos.

Hacia el fondo del sótano había un lugar abierto. En él había un colchón cubierto con una sábana y una gran mesa. Nancy no pudo distinguir todos los instrumentos que estaban sobre la mesa, pero uno de ellos era evidentemente un aguijón eléctrico para arrear ganado.

Nancy se hizo a un lado y los médicos pasaron deprisa junto a ella. Miró fijo a las tres sobrevivientes. Las mujeres estaban desnudas. Los pies encadenados a la pared desde los tobillos. La cadena se extendía sólo lo suficiente como para alcanzar la botella de agua y el plato del perro. Las mujeres de los dos primeros establos estaban tendidas de lado sobre el colchón. Los ojos parecían flotarles en las cuencas. Nancy pudo distinguir sus costillas. Había quemaduras y lastimaduras por todo el cuerpo. La mujer del tercer establo era Samantha Reardon. Ella estaba acurrucada contra la pared, con el rostro sin expresión, mirando con ojos vacíos a quienes la rescataban.

Nancy caminó lentamente hacia el último escalón. Reconoció a Ann Hazelton por el cabello pelirrojo. Tenía las piernas recogidas hasta el pecho en posición fetal y gemía lastimosamente. El marido de Ann había proporcionado una fotografía de Ann de pie junto al hoyo dieciocho del campo de golf de su club, con una sonrisa en el rostro y una cinta amarilla que le sostenía recogido el largo cabello rojo. Gloria Escalante estaba en el segundo establo. No tenía expresión en el rostro, pero Nancy vio lágrimas en los ojos cuando el médico que se inclinó junto a ella le revisó los signos vitales y un policía fue a liberarla de sus grilletes.

Nancy comenzó a temblar. Wayne Turner fue junto a ella y la rodeó con los brazos.

– Vamos -le dijo gentil-, estamos en camino.

Nancy se dejó conducir a la luz. El gobernador Colby había echado por un momento una mirada al sótano, luego salió de la casa para tomar aire fresco. Tenía la piel gris y estaba sentado en uno de los escalones que conducían al porche, con aspecto de no tener fuerzas para ponerse de pie.

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