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Joseph Finder: Paranoia

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Joseph Finder Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean. «Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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Yo era subdirector de líneas de producción para routers en nuestra División Empresarial. No preguntéis qué significa eso en cristiano, es lo más aburrido que os podáis imaginar. Me pasaba los días oyendo frases como «servicio dinámico de emulación de circuitos de banda ancha» y «dispositivo de acceso integrado» y «dispositivo IOS» y «ejes ATM» y «protocolo de seguridad para Internet», y os juro que no sabía qué significaba la mitad de esa mierda.

Un mensaje de un tío de Ventas llamado Griffin. Me llamaba «campeón» y se jactaba de que acababa de vender un par de docenas de los routers que yo manejaba asegurándole al cliente que tenían una característica particular -protocolos de capacidad múltiple para transmisión de vídeo en vivo-, aunque él sabía muy bien que no la tenían. Pero estaría muy bien que esa característica le fuera añadida al producto, digamos en las próximas dos semanas, antes de que saliera el envío. Sí, claro. Tranquilo.

Una llamada de seguimiento del jefe de Griffin, sólo «para confirmar el progreso de los protocolos de capacidad múltiple que según se dice estás haciendo», como si me encargara yo mismo del trabajo técnico.

Y la voz cortada, importante, de un hombre llamado Arnold Meacham, que se identificó como director de Seguridad Empresarial y me pidió que por favor me «pasara» por su despacho tan pronto como llegara.

Más allá de su título, no tenía la menor idea de quién era Arnold Meacham. Nunca había oído su nombre. Ni siquiera sabía dónde estaba Seguridad Empresarial.

Es gracioso: cuando oí el mensaje, mi corazón no se aceleró como era de esperar. De hecho, redujo el ritmo, como si mi cuerpo supiera que el concierto se había acabado. Había algo Zen en todo aquello, la serenidad interna del momento en que te das cuenta de que no hay nada que hacer. Casi me deleité con aquel momento.

Durante unos minutos, mientras aspiraba mi Sprite, me puse a mirar fijamente las paredes de mi cubículo, el color carbón del tapizado Avora, que parecía la moqueta que cubría el suelo del piso de mi padre. Siempre mantuve los paneles libres de toda evidencia de presencia humana: nada de fotos de la esposa o los hijos (fácil, pues no tenía), nada de caricaturas de Dilbert, nada irónico ni agudo para decir que me encontraba aquí bajo protesta, pues ya me sentía bastante lejos de todo eso. Tenía un estante en el que había una guía de referencia de protocolos para routers y cuatro carpetas negras y gruesas que contenían el «índice de características» del router MG-50K. No iba a echar de menos ese cubículo.

Quiero decir, no era como si fueran a fusilarme; según pensé, ya me habían fusilado. Ahora sólo era cuestión de ocuparse del cuerpo y de limpiar la sangre. Recuerdo que en la universidad leí una vez acerca de la guillotina en la historia francesa, y de cómo un verdugo que era médico llevó a cabo este espantoso experimento (uno se divierte como puede, supongo): segundos después de que cayera la cabeza observó la forma en que los ojos y los labios temblaban y se contraían hasta que los párpados se cerraban y todo se detenía. Entonces pronunció el nombre del muerto, y los ojos del decapitado se abrieron de golpe y se fijaron en el verdugo. Segundos después los ojos se cerraron, y el doctor llamó al muerto de nuevo y los ojos volvieron a abrirse y lo miraron. Qué simpático. Así que treinta segundos después de quedar separada del cuerpo, la cabeza sigue reaccionando. Así me sentía yo. La cuchilla ha caído ya, pero me siguen llamando.

Levanté el auricular y llamé al despacho de Arnold Meacham, le dije a su asistente que me pondría en camino, y pregunté cómo se llegaba.

Tenía la garganta seca, así que me detuve en el salón de descanso para servirme uno de aquellos refrescos antiguamente-gratuitos-pero-ahora-a-cincuenta-centavos. El salón de descanso estaba al fondo, en medio de la planta, junto a los ascensores, y mientras caminaba en un curioso estado de fuga, un par de colegas me vieron llegar y rápidamente se dieron la vuelta, avergonzados.

Inspeccioné la vitrina de cristal grasiento donde estaban los refrescos, decidí que no tomaría mi acostumbrada Pepsi Light -la verdad era que en ese momento no necesitaba más cafeína- y saqué una Sprite. Sólo por rebeldía, no dejé nada de dinero en el bote. ¡Ja! Así aprenderían. Abrí el refresco y me dirigí al ascensor.

Yo odiaba mi trabajo, lo despreciaba de verdad, así que la idea de perderlo no me parecía nada terrible, ni mucho menos. Pero por otra parte, no es que pudiera vivir de rentas. Necesitaba el dinero, por supuesto. El punto era ése, ¿no? Había regresado básicamente para colaborar con el tratamiento médico de mi padre. Mi padre, que me consideraba un fracasado. En Manhattan, trabajando como camarero, ganaba la mitad del dinero pero vivía mejor. ¡Estamos hablando de Manhattan! Aquí, yo vivía en un deteriorado estudio en la planta baja de un edificio de Pearl Street, un lugar que hedía a tubo de escape y cuyas ventanas se sacudían cuando pasaban los camiones a las cinco de la mañana. Es cierto que un par de noches por semana podía salir con amigos, pero la mayoría de las veces acababa metiendo la mano en la línea de crédito de mi cuenta una semana antes de que mi cheque apareciera, mágicamente, el día quince de cada mes.

Así que la paga no era gran cosa, pero tampoco es que fuera de culo. Trabajaba el mínimo de horas requerido, llegaba tarde y me iba temprano, pero hacía mi trabajo. Mis calificaciones de desempeño no eran demasiado buenas: yo era «contribuyente de base», es decir que estaba en el límite, tan sólo un escalón por encima del «bajo contribuyente», que era donde uno ya podía empezar a hacer las maletas.

Entré en el ascensor, me fijé en lo que llevaba puesto -vaqueros negros, camiseta gris, zapatillas- y deseé haberme puesto una corbata.

Capítulo 3

Cuando trabajas en una gran empresa, nunca sabes muy bien qué creer. Las charlas están llenas de bravuconadas y amenazas. Todo el tiempo te hablan de «aplastar a la competencia», de «clavarles una estaca en el corazón». Te hablan de «matar o morir», «comer o que te coman», de «quitarles la comida» y «cómete al enemigo» y «cómete a tus hijos».

Eres ingeniero de software o director de producción o encargado de ventas, pero después de un tiempo comienzas a pensar que de alguna forma has acabado mezclado con una de esas tribus aborígenes de Papúa Nueva Guinea que se pintan la cara y se atraviesan la nariz con colmillos de jabalí y se ponen calabazas en la polla. Cuando la realidad es que basta con que le envíes a tu colega de Tecnologías de la Información una broma subida de tono y políticamente incorrecta por correo electrónico, y que tu colega se la mande al tío de unos cubículos más allá, para que acabes encerrado en una sala de conferencias en Recursos Humanos recibiendo Capacitación para la Diversidad durante una semana de espanto. Roba unos clips y acabarán azotándote con la regla astillada de la vida.

Lo que pasa, por supuesto, es que yo había hecho algo un poco más serio que asaltar el armario de materiales de oficina.

Me hicieron esperar en una lejana oficina entre media hora, cuarenta y cinco minutos, pero pareció más tiempo. No había nada que leer, aparte de Gestión de la seguridad y cosas así. La recepcionista llevaba el pelo rubio cenizo metido en un casco, y tenía círculos amarillos de fumadora debajo de los ojos. Contestaba el teléfono, tecleaba en un teclado, me echaba miradas furtivas de vez en cuando, como cuando uno trata de ver un truculento accidente de tránsito mientras mantiene los ojos en la carretera.

Estuve tanto tiempo sentado que la confianza me empezó a fallar. Tal vez el punto era ése. El asunto del cheque mensual comenzaba a parecerme una buena idea. Tal vez una actitud desafiante no era la mejor estrategia. Tal vez me tendría que tragar la mierda. Tal vez la cosa era mucho más grave.

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