James Ellroy - El gran desierto

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Los Ángeles, años cincuenta. Tres hombres se ven atrapados en una tupida red de ambiciones, perversión y mentiras: Danny Upshaw, ayudante del sheriff y punto de mira de intereses ajenos: Mal Considine, fiscal del distrito que intenta promocionarse profesionalmente y poner orden a su vida privada; Meeks, ex narco y hombre fiel a un único dios: el dinero. Por motivos distintos, los tres se verán vinculados a un grupo de comunistas entre los que un sádico asesino ha sembrado el pánico. Por motivos distintos, los tres habrán sacado billete para una pesadilla.

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El servicio en Narcóticos implicaba una ética no escrita: arrestabas a lo peor de la humanidad, caminabas con mierda hasta la rodilla, obtenías una zona. Si eras cabal, no delatabas a los corruptos. Si no lo eras, dabas un porcentaje de la droga confiscada a los tipos de color o a los muchachos que les vendían sólo a los negros: Jack Dragna, Benny Siegel, Mickey C. Y vigilabas a los honestos de otras divisiones, los fulanos que querían echarte para conseguir tu puesto.

Cuando ingresó en Narcóticos en el 44, Buzz llegó a un trato con Mickey Cohen, que entonces era el caballo ganador en el hampa de Los Ángeles, el ambicioso en ascenso. Jack Dragna odiaba a Mickey; Mickey odiaba a Jack; Buzz presionaba a los vendedores de Jack, sacaba cinco gramos por onza y los vendía a Mickey, quien lo apoyaba porque le amargaba la vida a Jack. Mickey lo llevaba a las fiestas de Hollywood, le ponía en contacto con gente que necesitaba favores de la policía y estaba dispuesta a pagar; le presentó a una rubia de buenas piernas cuyo esposo estaba en Europa con la Policía Militar. Conoció a Howard Hughes y empezó a trabajar para él, escogiendo a granjeras con ínfulas de actriz para las guaridas que el gran hombre había instalado por todo Los Ángeles para follar. Le iba al pelo en todos los frentes: el trabajo, el dinero, la aventura con Laura Considine. Hasta el 21 de junio de 1946, cuando una denuncia anónima sobre un robo en la Sesenta y Ocho y Slauson lo llevó a una emboscada en un callejón: dos en el hombro, una en el brazo, una en la nalga izquierda. Eso le permitió salir del Departamento de Policía con pensión completa, para caer en brazos de Howard Hughes, quien casualmente necesitaba a alguien…

Y aún no sabía quiénes le habían disparado. Las balas que le extrajeron indicaban que eran dos; Buzz tenía dos sospechosos: pistoleros de Dragna o muchachos contratados por Mal Considine, el esposo de Laura, el sargento de Antivicio que había vuelto de la guerra. Buscó información sobre Considine, oyó que rehuía las trifulcas de los bares de Watts, que se divertía enviando a novatos para encargarse de las rameras cuando dirigía el turno de noche en Antivicio, que había traído a una mujer checa y a su hijo de Buchenwald y planeaba divorciarse de Laura. Nada concreto en ningún sentido.

Lo único seguro era que Considine sabía que él había andado con su futura ex mujer y lo odiaba. Había pasado por la Oficina de Detectives, una oportunidad para despedirse y recoger su placa de cortesía, una oportunidad para conocer al hombre a quien había puesto los cuernos. Pasó frente al despacho de Considine, vio a un tipo alto que se parecía más a un abogado que a un policía y le tendió la mano. Considine lo miró lentamente, dijo: «A Laura siempre le gustaron los chulos», y se dedicó a sus asuntos.

Probabilidades al cincuenta por ciento: Considine o Dragna. Podía elegir.

Un descapotable Pontiac último modelo frenó ante el 1187. Dos mujeres con vestidos de fiesta bajaron y caminaron hacia la puerta con zapatos de tacón muy alto; las siguió un griego corpulento con la chaqueta demasiado ceñida y pantalones demasiado cortos. La muchacha más alta se cayó cuando el agudo tacón se le atascó en una hendidura de la acera; Buzz reconoció a Audrey Anders, el cabello a lo paje, el doble de hermosa que en la foto. La otra muchacha -la «jugosa Lucy», según las fotos publicitarias- la ayudó a levantarse y a entrar en la casa. El griego corpulento las siguió. Buzz apostó tres contra uno a que Tommy no sabría apreciar sutilezas, manoteó la porra y se acercó al Pontiac.

El primer cachiporrazo arrancó la cabeza de indio que adornaba el capó; el segundo destrozó el parabrisas. El tercero, el cuarto, el quinto y el sexto siguieron una tonadilla de Spade Cooley, hundiendo la parrilla del radiador, que soltó bocanadas de vapor. El séptimo fue un golpe a ciegas contra una ventanilla. Al estrépito siguió un estentóreo «¿Qué diablos…?» y un familiar ruido metálico: un dispositivo de escopeta metiendo un cartucho en la recámara.

Buzz se volvió. Tommy Sifakis se acercaba por la acera, la escopeta de cañón recortado en las manos trémulas. Cuatro contra uno a que el griego estaba demasiado rabioso para notar que el arma pesaba poco; dos contra uno a que no tenía tiempo de asir la caja de municiones para cargar de nuevo. Una apuesta segura.

Porra en ristre, Buzz embistió. Cuando estuvieron a muy poca distancia, el griego apretó el gatillo y se produjo un pequeño chasquido. Buzz contraatacó, buscando una velluda mano izquierda que frenéticamente trataba de insertar municiones que no estaban allí. Tommy Sifakis gritó y soltó la escopeta; Buzz lo tumbó de un golpe en las costillas. El griego escupió sangre y se arqueó, acariciándose la zona lastimada. Buzz se arrodilló junto a él y le habló suavemente, exagerando el acento de Oklahoma:

– Hijo, olvidemos el pasado. Rompe las fotos, tira los negativos, y no le diré a Johnny Stompanato que lo estafaste en la extorsión. ¿Trato hecho?

Sifakis escupió sangre y una maldición. Buzz le golpeó las rodillas. El griego soltó un grito gangoso.

– Iba a daros a ti y a Lucy otra oportunidad -continuó Buzz-, pero creo que ahora le aconsejaré que encuentre una vivienda más adecuada. ¿Quieres pedirle disculpas?

– Vete al diablo.

Buzz soltó un largo suspiro, como cuando hacía el papel de un vaquero harto de abusos en una serie de Monogram.

– Hijo, mi última oferta. O le pides disculpas a Lucy o le diré a Johnny que lo estafaste, a Mickey C. que estás extorsionando a la amiga de su chica y a Donny Maslow y Chick Pardell que los denunciaste a Narcóticos. ¿Aceptas?

Sifakis trató de extender el triturado dedo medio; Buzz acarició la porra, mirando a las boquiabiertas Audrey Anders y Lucy Whitehall, de pie en la puerta de la casa. El griego volvió la cabeza sobre la acera y jadeó:

– Pido disculpas.

Buzz vio fugaces imágenes de Lucy y su coestrella canina, Sol Gelfman arruinándole la carrera con películas clase Z, la muchacha regresando al griego en busca de sexo rudo. Dijo: «Así me gusta», hundió la porra en el vientre de Sifakis y se acercó a las mujeres.

Lucy Whitehall volvió a entrar en la sala; Audrey Anders le cerró el paso, descalza. Señaló la placa de Buzz.

– Es falsa.

Buzz captó el acento sureño; recordó charlas de vestuario: la Muchacha Explosiva podía hacer girar las borlas adhesivas que le cubrían los pezones en ambas direcciones al mismo tiempo.

– La saqué de una caja de cereales. ¿Eres de Nueva Orleans? ¿Atlanta?

Audrey miró a Tommy Sifakis, que se arrastraba hacia el borde de la acera.

– Mobile. ¿Mickey te mandó hacer eso?

– No. Me preguntaba por qué no parecías sorprendida. Ahora lo sé.

– ¿Quieres contestarme?

– No.

– ¿Pero has trabajado para Mickey?

Buzz vio que Lucy Whitehall se sentaba en el sofá y cogía una de las radios robadas para tener algo en las manos. Tenía la cara congestionada. Ríos de maquillaje le resbalaban por las mejillas.

– Claro que sí. ¿Mickey no le tiene afecto al señor Sifakis?

Audrey rió.

– Sabe reconocer a un canalla cuando lo ve, debo admitirlo. ¿Cómo te llamas?

– Turner Meeks.

– ¿«Buzz» Meeks?

– Exactamente. Escucha, ¿tienes un lugar donde alojar a la señorita Whitehall?

– Sí. ¿Pero qué…?

– Mickey todavía pasa el Año Nuevo en el Ham'n'Eggs de Breneman?

– Sí.

– Pues dile a Lucy que haga las maletas. Os llevaré allá.

Audrey se sonrojó. Buzz se preguntó cuántas salidas ocurrentes le aguantaría Mickey a Audrey antes de ponerla en cintura, si Audrey le haría el número de las borlas. Audrey fue a arrodillarse junto a Lucy Whitehall. Le acarició el cabello y suavemente le quitó la radio. Buzz acercó el coche y lo hizo entrar en el jardín de grava sin dejar de vigilar al griego, que todavía gemía en voz baja. Los vecinos atisbaban por las ventanas, ocultos detrás de las persianas en todo el callejón. Audrey sacó a Lucy de la casa unos minutos después, rodeándole los hombros con el brazo y llevando un maletín en la otra mano. Camino al coche, Audrey se paró para darle a Tommy Sifakis una patada en los testículos.

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