– ¡Danny! ¡Danny, papá ha llegado! ¡He venido a llevarte a casa!
– Danny no se encuentra en casa, señor Torrance -se burló Rick. Ladeó la cabeza-. ¿Sabes? Siempre he querido hacer esto.
Jim se dirigió corriendo hacia las escaleras, pero el zombi se puso delante de él. Unos dedos huesudos se ciñeron en torno a su muñeca y tiraron del brazo hacia el cavernoso orificio que había sido su boca. Jim se liberó del agarre con un movimiento brusco y los dientes de la criatura chasquearon al chocar.
– ¿Dónde está mi hijo, coño?
– Está arriba, descansando. Hemos estado jugando al fútbol en el patio de atrás, como cualquier padre e hijo.
– ¡Yo soy su padre, hijo de puta!
El zombi rió. El pálido extremo de un gusano asomó colgando por su nariz, e inhaló para devolverlo adentro.
– Pues menudo padre estás hecho -graznó-. ¡No estuviste aquí para salvarlo y ahora nos pertenece! ¡Es nuestro hijo!
– ¡Y una mierda!
Jim apuntó con la P38 y disparó. La bala atravesó limpiamente el cráneo de Rick. El zombi se derrumbó y Jim le pegó una patada en la cabeza. Su bota se hundió en la blanda carne y rió al ver los pedazos de cerebro que se habían quedado pegados a su punta de acero.
Siguió riendo mientras vaciaba el cargador sobre el cadáver.
– ¿Sabes? Siempre he querido hacer esto.
Subió las escaleras de dos en dos.
– ¡No te preocupes, Danny! ¡Ya ha llegado papá…!
Tammy apareció súbitamente del baño al final de la escalera. Chillando de placer, le dio un empujón, haciéndole caer escaleras abajo hasta el primer peldaño.
Se abalanzó hacia él siseando violentamente.
– ¡Temataretemataretemataré! ¡Voy a devorar tus tripas y tu inútil polla y voy a sacarte los ojos y comérmelos porque nunca fuiste un hombre y nunca fuiste un marido y NUNCA FUISTE UN PADRE!
Jim había perdido la pistola, vacía, durante la caída. Tenía un corte en la frente y le caía sangre en los ojos. La retiró mientras gruñía de rabia.
Chillando, Tammy se abalanzó sobre él. Su pútrido e hinchado cuerpo lo aplastó contra el suelo. Jim apartó la cara: semejante hedor a tan corta distancia le daba ganas de vomitar. La criatura cerró las mandíbulas en torno a su brazo y echó la cabeza hacia atrás, llevándose un pedazo de carne consigo. Hambrienta, empezó a masticar.
La sangre empezó a manar del agujero de su brazo. Agarró al zombi de su pelo grasiento y le estampó la cabeza contra el suelo una y otra vez. Media docena de golpes después, algo se rompió. Tammy no paraba de gritar, pero él no se detuvo hasta que no dejó de moverse.
Los gritos perduraron aún cuando su cabeza había sido convertida en pulpa, y Jim se dio cuenta de que era él quien los profería.
Por un segundo, pensó en Carrie. Después se limpió la sangre de las manos en la camisa y subió las escaleras con dificultad. Una vez arriba, se dirigió renqueando a la habitación de Danny. Pese al alboroto, la puerta seguía cerrada.
– ¡Danny, soy yo, papá! Sal, hijo. Todo va a ir bien.
La puerta se abrió con un crujido y su hijo caminó hasta quedar bajo la luz.
– Hola, papá -musitó el zombi-. Pensé que no llegarías nunca.
Jim gritó.
* * *
– Tranquilo Jim, tranquilo.
Martin estaba ante él, sacudiéndolo suavemente.
Jim se apartó bruscamente del sacerdote, afectado por la pesadilla. En un instante empezó a dolerle el hombro. Echó un vistazo a la venda que lo cubría mientras apretaba los dientes: estaba completamente limpia y blanca, con una pequeña mancha roja en el centro.
– Te lo vendó Delmas, ha hecho un trabajo de primera. Fue médico en Vietnam.
– ¿Quién?
– Delmas Clendenan. Su hijo y él nos han salvado el pellejo; ahora estamos en su cabaña. -Martin rió-. Has estado como loco, no parabas de moverte y de sudar mientras dormías. Delmas ha dicho que es por el shock, el cansancio y la pérdida de sangre, pero estás bien. La bala te atravesó el hombro limpiamente y no está infectado ni nada por el estilo. Te cosió muy bien, gracias a Dios, aunque supongo que te dolerá una temporada.
Jim movió la lengua por la boca, creando saliva para humedecer su garganta seca.
– ¿Cuánto? -tartamudeó.
– ¿Cuánto tiempo has estado inconsciente? Un día y medio.
Jim se incorporó de golpe y se puso en pie en un instante.
– ¿Dos días? ¡Martin, tenemos que irnos! ¡Ya deberíamos estar en Nueva Jersey!
La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor y perdió el equilibrio.
El anciano le sujetó e insistió, con tacto, en que se tumbase.
– Ya lo sé, Jim -le aseguró-. Pero no podrás ayudar a Danny si no eres capaz ni de andar.
– No necesito andar cuando puedo conducir.
– Estoy seguro de que puedes, pero vamos a tener que encontrar otro coche, y no estás en condiciones de ponerte a ello. ¡Ni siquiera puedes levantar el brazo!
Jim intentó incorporarse con gran esfuerzo.
Martin le empujó para que siguiese tumbado.
– Descansa. Reserva tus fuerzas. Nos iremos mañana a primera hora.
– Martin, tenemos…
– Hablo en serio -le dijo el predicador-. ¡Así que como no te quedes tumbado, te juro por Dios que te dejo seco! Quiero ayudarte a salvar a tu hijo y creo sinceramente que Dios nos ayudará a conseguirlo, pero no haremos ni un kilómetro tal y como estás. ¡Y ahora, a descansar! Nos iremos por la mañana.
Jim asintió débilmente y reposó la cabeza sobre la almohada.
Poco después, alguien llamó a la puerta y un hombre entró en la habitación. Un chico joven le seguía de cerca.
– Ya estás despierto -observó el hombre-. Eso es bueno, pero deberías estar descansando.
Era grande, no fofo, pero en absoluto delgado. Una espesa barba entre pelirroja y castaña con pinceladas de gris cubría su cara sonrosada. Vestía unas botas de trabajo manchadas de barro, una camisa de franela y un peto vaquero.
– Delmas Clendenan -extendió la mano hacia Jim y éste se la estrechó, frunciendo el ceño cuando el dolor empezó a subirle por el hombro-. Éste es mi hijo, Jason.
– Hola -saludó Jim.
– Hola, señor.
El chico era algo mayor que Danny, tendría unos once o doce años, y era más delgado.
– Gracias por ayudarnos, señor Clendenan -dijo Jim-. ¿Podemos compensarle de algún modo?
El montañés resopló.
– No, no hace falta. A decir verdad, nos alegramos de tener compañía. Las cosas han estado muy… bueno, muy tranquilas desde que mi mujer falleció. -Su rostro se volvió más sombrío y el chico desvió la mirada al suelo.
– ¿Fue por…? -empezó Martin.
Delmas negó con la cabeza y apoyó su mano sobre el hombro de Jason.
– ¿Qué te parece si vas a echarle un vistazo al estofado por mí?
Cuando el chico abandonó la habitación, continuó.
– Ocurrió hace unas cuatro semanas. Estaba en el establo, alumbrando a un cordero que había nacido muerto. Su madre murió con él. Mi mujer, que Dios la tenga en su gloria, era tan dulce como una flor y se quedó ahí sentada, llorando. Lloró tanto que no se dio cuenta de que estaban volviendo a moverse.
Permaneció en silencio y miró por la ventana en dirección al establo.
– Lo siento -dijo Martin.
Delmas inhaló con la nariz pero no dijo nada.
– Yo también perdí a mi mujer -le dijo Jim-. Bueno, era mi segunda mujer, pero la quería más que a nada en el mundo. Estaba embarazada de nuestro primer bebé. Pero también tengo un hijo que tendrá la edad del tuyo, de mi primer matrimonio. Está vivo y tenemos que llegar hasta él.
– Señor Thurmond, ya sé que ha pasado por un infierno, ¿pero cómo sabe que el chaval sigue vivo?
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