– Interesante, ¿no? -preguntó él.
– Excelente, Gordon. Te has portado como un buen muchacho.
– ¿De veras? -la agarró con más fuerza-. ¿Puedo quedarme?
– ¡Oh, Gordon! ¡Qué lástima! Precisamente me ha tocado el turno de noche.
– Por favor, querida -él temblaba como una hoja- Aunque sólo sean unos minutos.
Ella comprendió que era necesario tenerlo contento, de manera que dejó el informe sobre la mesa y le tomó de la mano.
– Un cuarto de hora, Gordon. No dispongo de más tiempo. Y luego te irás -le anunció mientras lo conducía hacia su habitación.
Cuando se hubo librado de él se vistió a toda prisa, mientras deliberaba consigo misma qué hacer. Ella era una comunista pura y dura, así la habían educado y así pensaba continuar durante el resto de su vida. Además estaba entregada al servicio del KGB con toda su lealtad; a esa institución debía estudios, carrera y la poca o mucha consideración social que hubiese merecido en su mundo. Para ser una mujer joven, tenía ideas sorprendentemente anticuadas. No era partidaria de Gorbachev ni de los demás locos de la glasnost que rodeaban a éste; por desgracia, en el KGB muchos sí eran partidarios y entre ésos destacaba su jefe en la embajada de Londres, el coronel Yuri Gatov.
¿Cuál sería su actitud si llegaba a conocer tal informe?, se preguntó mientras salía a la calle y echaba a andar. ¿Cómo reaccionaría Gorbachev ante la noticia del fracasado intento de asesinar a la señora Thatcher? Tan indignado como el propio primer ministro británico, seguramente, y si ésa era la reacción de Gorbachev, el coronel Gatov pensaría lo mismo. Así pues, ¿qué hacer?
La solución se le ocurrió mientras caminaba sobre el helado pavimento de Bayswater Road. Aquel papel podía interesar a un hombre que no sólo opinaba igual que ella, sino que además estaba situado precisamente en el lugar donde se desarrollaba la acción, París. Su ex jefe el coronel Josef Makeiev. En efecto, Makeiev sabría cómo sacar el mejor partido posible de aquella información. Regresó por el parque de Kensington Palace y se encaminó a la embajada soviética.
Casualmente Makeiev se había quedado en su despacho aquella noche, cuando su secretaria metió la cabeza y le anunció:
– Llamada desde Londres, por el secráfono. Es la capitana Novikova.
Makeiev descolgó el teléfono rojo.
– Tania -dijo con cierta entonación de afecto en la voz; habían sido amantes durante los tres años que ella estuvo trabajando a sus órdenes en París-. ¿En qué puedo ayudarte?
– Tengo entendido que se ha producido a primera hora de hoy un incidente que afectó al Imperio.
Era una antigua expresión en clave del KGB, utilizada durante algunos años para referirse a cualquier intento de magnicidio que guardase relación con la Gran Bretaña.
Makeiev despabiló al instante.
– Estás en lo cierto. Del tipo habitual de aquí no ha pasado nada.
– ¿Te interesa?
– Y mucho.
– Te envío un fax codificado. Estaré en mi oficina, por si quieres comentar algo.
Tania Novikova colgó. Tenía sobre otra mesita su propio telefacsímil codificador. Tras acercarse a la máquina, tecleó con rapidez los detalles necesarios, comprobándolos en la pantalla. Agregó la clave personal de Makeiev y fue introduciendo las hojas del informe. Al cabo de pocos segundos recibió la confirmación de recibido completo. Se puso en pie, encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana, dispuesta a esperar.
El mensaje codificado se recibió por radio en el gabinete de cifra de la embajada en París. Makeiev se quedó junto a la máquina, esperando con impaciencia a que saliera la transmisión. El operador se la entregó y el coronel, tras insertar las hojas en el decodificador, tecleó su clave personal. En su prisa por enterarse del contenido, empezó a leer el mensaje decodificado mientras andaba por el pasillo, tan excitado como la misma Tania Novikova después de leer el encabezamiento: A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. Y lo releyó una vez más sentado detrás de su escritorio. Reflexionó unos momentos y luego alargó una mano hacia el teléfono rojo.
– Hiciste bien, Tania. La criatura es mía.
– Me alegro.
– ¿Sabe Gatov algo de esto?
– No, coronel.
– Bien, pues vamos a dejarlo así.
– ¿Puedo hacer algo más?
– ¡Y tanto! Cultiva a tu contacto. Pásame sin demora cualquier cosa que haya. Y es posible que deba pedirte algo más. Un amigo mío se desplazará próximamente a Londres. Es el amigo que mencionan los papeles.
– Quedo a tus órdenes.
Tania colgó, muy satisfecha de sí misma, y se encaminó hacia la cantina.
En París, Makeiev permaneció un rato sentado, con el ceño fruncido, y luego descolgó para llamar a Dillon. Hubo una breve espera hasta que se puso el irlandés.
– ¿Quién es?
– Soy Josef, Sean. Voy para allá. Máxima importancia.
Makeiev colgó el aparato, requirió su abrigo y salió.
Aquella noche Brosnan y Anne-Marie fueron al cine y después a un pequeño restaurante de Montmartre llamado La Place Anglaise. Era uno de sus favoritos porque, pese al nombre, tenía entre sus especialidades un suculento estofado irlandés. No estaba demasiado lleno, y justo habían dado cuenta del primer plato cuando apareció Hernu, seguido de Savary.
– Nieva en Londres, nieva en Bruselas y nieva en París -se sacudió Hernu el polvillo blanco de la manga, y se desabrochó el abrigo.
– De su aparición deduzco que estoy siendo seguido, ¿o me equivoco? -preguntó Brosnan.
– No hay tal, profesor. Fuimos a su casa, donde el conserje nos dijo que habían salido al cine, y luego tuvo la amabilidad de mencionar tres o cuatro restaurantes que ustedes frecuentan. Éste es el segundo.
– Entonces, siéntense y tomen un coñac y un café. Deben de estar helados -dijo Anne-Marie.
Ambos se quitaron los abrigos y Brosnan hizo una seña al chef, que acudió en seguida a tomar nota del pedido.
– Lamento estropear su velada, mademoiselle, pero es que se trata de un caso importante -dijo Hernu-. El asunto ha tomado un giro desgraciado.
– Estamos preparados para lo peor -encendió un cigarrillo Brosnan.
Fue Savary quien continuó:
– Hace unas dos horas, los cadáveres de los hermanos Jobert han sido hallados en su automóvil por un agente en servicio de patrulla. Estaban en una plazuela no lejos de Le Chat Noir.
– ¿Asesinados, quiere usted decir? -intervino Anne-Marie.
– ¿Cómo? ¡Ah, sí! Muertos a tiros, mademoiselle.
– Dos en el corazón cada uno, ¿verdad? -preguntó Brosnan.
– En efecto, profesor, el forense así lo aseguró apenas les hubo echado una ojeada. No nos quedamos a ver lo demás. ¿Cómo lo sabía usted?
– Ha sido Dillon, sin duda. Es un truco de profesional veterano, coronel, como seguramente no ignora usted. Nunca un solo tiro, siempre dos, por si el otro llega a replicar aunque sea en un acto reflejo.
Hernu removió el café.
– ¿Usted preveía esto, profesor?
– Cómo no. Era de esperar que volviese por ellos tarde o temprano. Un hombre extraño. Siempre cumple su palabra, nunca deja un contrato pendiente, y exige lo mismo de quienes tratan con él. Es lo que él llama cuestión de honor. O por lo menos, así pensaba en los viejos tiempos.
– ¿Permite que le haga una pregunta? -dijo Savary-. Yo llevo quince años en las calles y he conocido muchos asesinos. Y no sólo gángsteres para quienes el matar es parte de su oficio, sino también infelices de esos que matan a su mujer porque les ha sido infiel. Dillon me parece otra cosa diferente. Quiero decir que los soldados ingleses mataron a su padre y él se hizo del IRA, eso se puede entender. Pero no lo que ha venido haciendo después. Durante veinte años. Tantos crímenes y la mayoría de ellos ni siquiera perpetrados en su patria, ¿por qué?
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