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Sam Bourne: El Testamento Final

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Sam Bourne El Testamento Final

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Un trasdental hallazgo arqueológico podría cambiar radicalmente el destino de Israel y Palestina. El profesor Guttman, un arqueólogo fundamentalista israelí, ha hallado, proveniente del saqueo del Museo Arqueológico de Irak, la tablilla que contiene el testamento de Abraham, donde se indica cómo deberán repartirse las tierras palestinos e israelíes. Tal descubrimiento le cuesta la vida a él y a su esposa, pero pone sobre la pista de la tablilla a Uri, hijo del malogrado matrimonio, y a Maggi, una mediadora política norteamericana. Ambos vivirán una apasionante aventura, perseguidos por los servicios secretos de sus respectivos países.

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– Maggie siguió moviéndose por el cuarto, evitando el contacto visual. Oyó de nuevo el interfono y el sonido de otra persona o personas entrando y saliendo del apartamento. ¿Qué estaba ocurriendo?

– ¡Los abogados acabarán con nosotros! -exclamó Brett-.

Se quedarán con nuestro dinero y convertirán el asunto en una pesadilla peor de la que ya es.

La cosa funcionaba.

– Escucha, Maggie -rogó Brett-. Nos pondremos de acuerdo. Te lo prometemos, ¿verdad, Kathy?

– Sí, lo prometemos.

– ¿Vale? Te lo estamos prometiendo. Lo arreglaremos. Ahora mismo.

– Creo que es demasiado tarde para eso. Establecimos un tiempo para resolver las cosas…

– Oh, Maggie, por favor, no digas eso. -Era Kathy; imploraba-. No queda tanto por arreglar. Ya has oído cuáles son nuestras líneas rojas. No estamos tan alejados.

Maggie se dio la vuelta. -Os concedo diez minutos.

En realidad tardaron quince. Pero cuando salieron del despacho de Maggie al sol de aquella mañana de septiembre en Washington, Kathy y Brett George habían acordado compartir los gastos del cuidado y la educación de sus hijos de forma proporcional a sus ingresos, Brett pagaría más porque ganaba más, y la contribución de Kathy se reduciría a cero en caso de que dejara de trabajar para ocuparse de los niños. Así pues, él pagaría su parte aunque ella siguiera trabajando. De todas maneras, Kathy tendría un verdadero incentivo para quedarse en casa. Los niños vivirían con su madre en la casa, salvo fines de semana alternos y siempre que a ellos y a su padre les viniera en gana verse. La regla sería que no habría reglas estrictas. Antes de marcharse, abrazaron a Maggie y, para sorpresa de esta, se abrazaron ellos también.

Maggie se dejó caer en un sillón y se permitió una sonrisa de satisfacción. ¿Así era como compensaba lo que había hecho hacía más de un año? ¿Poco a poco, pareja tras pareja, reduciendo la desdicha de este mundo? La idea le resultó reconfortante, durante un par de minutos, hasta que se dio cuenta del tiempo que le llevaría. Para compensar todas las vidas perdidas por su culpa y por ese maldito error, tendría que pasar la eternidad en aquella habitación. Y aun así no sería suficiente.

Miró el reloj. Tenía que ponerse en marcha. Edward estaría esperándola fuera, listo para recorrer todas las tiendas de Washington dedicadas a la casa con la intención de equipar su hogar casi marital.

Abrió la puerta y se llevó una sorpresa. En la pequeña zona que destinaba a sala de espera, hojeando uno de los números atrasados de Vogue, estaba sentado un hombre vestido al estilo de Washington. Al igual que Edward, llevaba el uniforme completo de los domingos: camisa, americana azul y mocasines. Maggie no lo reconoció, pero eso no significaba que no lo hubiera visto anteriormente. Ese era uno de los problemas con los hombres de la capital: parecían todos iguales.

– Hola, ¿tiene usted cita?

– No. Se trata de una especie de emergencia. No tardaré.

¿Una emergencia? ¿Qué demonios significaba eso? Avanzó por el pasillo y abrió la puerta de la cocina. Allí Edward estaba firmando en un aparato de recibos electrónico que sostenía un hombre vestido con un mono de trabajo.

– ¿Qué está pasando aquí, Edward? Le pareció que él palidecía.

– Ah, cariño, puedo explicártelo. Tenían que desaparecer.

Ocupaban demasiado espacio y lo desorganizaban todo. De modo que lo he hecho. Ya no están.

– ¿De qué narices estás hablando?

– De las cajas que has tenido en tu estudio durante casi un año. Me dijiste que las desharías, pero no lo has hecho. Así que este señor tan amable las ha cargado en su camión y ahora van camino del vertedero.

Maggie contempló al hombre del mono, que tenía la vista clavada en el suelo, y comprendió qué había pasado. Pero no pudo creerlo. Pasó hecha una furia ante Edward, y abrió de golpe la puerta del estudio y efectivamente, el rincón estaba vacío. La moqueta donde aquellas dos cajas habían descansado se veía aplastada y presentaba un tono diferente. Volvió corriendo a la cocina.

– ¡Cabrón! En esas cajas estaban mis…, mis cartas y fotografías y…, y toda mi puñetera vida, y tú ¿vas y las tiras?

Maggie corrió hasta la puerta, pero el transportista, sin duda oliéndose problemas, se había largado. Maldiciendo en voz alta, llamó el ascensor una y otra vez.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -masculló apretando las mandíbulas.

Cuando el ascensor llegó, Maggie deseó que bajara más de prisa. Tan pronto como se detuvo en la planta baja y las puertas empezaron a abrirse, se deslizó por la abertura, corrió hasta la entrada del edificio y salió a la calle. Allí miró a derecha e izquierda, luego de nuevo a la izquierda y entonces lo vio: un camión verde que arrancaba. Corrió cuanto pudo para darle alcance y llegó a estar a pocos metros. Agitaba frenéticamente los brazos, como alguien pidiendo socorro tras un accidente de tráfico. Pero era demasiado tarde. El camión aceleró y desapareció. Todo lo que tenía era un número de teléfono incompleto y lo que creyó que era un nombre: National Removals.

Corrió escalera arriba, cogió el teléfono febrilmente, marcó el número de información con dedos temblorosos y preguntó el teléfono de la empresa. Se lo encontraron y le ofrecieron pasarle la comunicación. Tres timbrazos, cuatro, cinco. Un mensaje grabado: «Lo sentimos, pero todas nuestras oficinas están cerradas en domingo. Nuestro horario comercial es de lunes a vienes…». Si esperaba hasta el día siguiente sería demasiado tarde: habrían destruido las cajas y todo lo que contenían.

Volvió a la cocina y se encontró a Edward de pie, en actitud desafiante.

– Las has tirado -empezó a decir en voz baja.

– En efecto, las he tirado. Hacían que esta casa pareciera un jodido antro de estudiantes. Todos esos trastos, toda esa basura sentimental. Tenías que desprenderte de ella, Maggie. Tienes que seguir adelante.

– Pero, pero… -Maggie no lo miraba, tenía los ojos clavados en el suelo mientras se esforzaba por asimilar lo que había ocurrido. No eran solo las cartas de sus padres, las fotografías de Irlanda, sino también las notas que había tomado durante negociaciones cruciales, los apuntes privados sobre los líderes rebeldes y los enviados de la ONU. Aquellas cajas contenían el trabajo de su vida. Y en esos momentos iban camino del vertedero.

– Lo he hecho por ti, Maggie. Ese mundo ya no es tu mundo. Ese mundo ha seguido adelante sin ti. Y tú tienes que hacer lo mismo. Tienes que adaptar tu vida a lo que es. Nuestra vida.

Ahí estaba la razón de que esa mañana Edward se hubiera mostrado tan impaciente por que ella se encerrara en su despacho. ¡Y ella que había creído que solo quería que empezara el día con buen pie…! ¡Si hasta le había dado las gracias! Lo cierto era que Edward había procurado que los del transporte acabaran antes de que ella pudiera detenerlos. Por primera vez, Maggie le sostuvo la mirada. Despacio y en voz baja, como si le costara creer sus propias palabras, dijo:

– Quieres destruir lo que soy.

Él la miró inexpresivamente; luego señaló con la cabeza el otro extremo del apartamento.

– Creo que te están esperando -contestó en un tono frío como el hielo.

Maggie salió casi tambaleándose, incapaz de asimilar lo sucedido. ¿Cómo podía haber hecho algo así sin pedirle permiso, sin consultarle siquiera? ¿Odiaba a la Maggie Costello que conoció tiempo atrás hasta el punto de desear borrar todo rastro suyo y sustituirla por alguien diferente, gris y servil?

Entró en la zona que hacía de sala de espera con la cabeza dándole vueltas. El hombre de la americana azul seguía allí. En esos momentos hojeaba las páginas del Atlantic Monthly.

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