Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Nuestros hijos estarán más seguros si quitan de en medio a esos traficantes. Me da igual lo que haga la policía para librarse de ellos, siempre y cuando desaparezcan.

– Fíjate en esa gente -dijo Tim-. No tienen ni idea de lo que está en juego. -La amargura de su voz lo sorprendió.

Dray volvió la mirada hacia él.

– Al menos cuentas con algún que otro aliado.

– Con aliados así, no hace falta tener enemigos.

– Es posible que no sea gente muy educada, pero, por lo visto, saben lo que es la justicia.

– Sin embargo, no tienen ni idea de lo que es la ley.

Ella cambió de postura en el sofá y cruzó los brazos a la altura del pecho.

– Estás convencido de que la ley equivale a la justicia, pero no es así. Hay grietas y fisuras, vacíos y tergiversaciones. Están las relaciones públicas, las apariencias, los favores personales y las cagadas que salpican a quien menos lo merece. Fíjate en lo que te ha ocurrido a ti. ¿Eso es justicia? Pues claro que no, joder. Se trata de una enorme maquinaria de limpieza que avanza pese a quien pese y te aplasta a su paso. Mira lo que ocurrió con la investigación de la muerte de Ginny. Nunca llegaremos a saber lo que ocurrió en realidad, quién estuvo involucrado.

– Así que estás cabreada conmigo porque…

– Porque mi hija fue asesinada…

– Nuestra hija -matizó Tim.

– Y tú estuviste en posición… tuviste una oportunidad única… de hacer justicia. En vez de eso, te ceñiste a la ley.

– Se hará justicia. Mañana.

– ¿Y si no lo ejecutan? -aventuró Dray.

– Entonces pasará el resto de su vida en la cárcel.

Dray tenía la cara enrojecida y una expresión tan intensa que daba miedo. Se dio un puñetazo en la palma de la mano.

– Quiero verlo muerto.

– Y yo quiero que cante, que diga lo que ocurrió en realidad cuando testifique. Así sabremos si queda alguien suelto, algún otro responsable de la muerte de nuestra hija.

– Si te hubieras limitado a pegarle un tiro en vez de preguntarle, ahora no tendríamos que soportar la carga de ese misterio, de esa duda, lis horrible. Es horrible no saberlo con seguridad y sospechar que hay algún otro, alguien a quien quizá conozcamos, o a quien podríamos ver en la calle sin llegar a suponer…

A Dray se le arrugó la cara y Tim se adelantó para abrazarla; sin embargo, ella lo apartó. Se puso en pie para dirigirse al dormitorio, pero se detuvo en el umbral. La voz le salió ronca y cascada, cuando habló:

– Lamento lo de tu trabajo.

Tim asintió.

– Y ya sé que era algo más que un trabajo.

La lluvia de primera hora de la mañana había amainado dejando a su paso un calor húmedo y sofocante que impregnaba el Palacio de Justicia. A Tim le palpitaban las sienes de agotamiento y estrés. Había pasado la noche agitado en el sofá en una suerte de duermevela, reconcomido por la frustración que le había provocado el interrogatorio sobre el tiroteo y obsesionado con la vista que estaba a punto de celebrarse. Recordó a la niña del Camry con sus brazos pálidos y delicados; el rostro de Ginny en el depósito de cadáveres en el momento de retirar la sábana. El mechón de pelo atrapado en la comisura de la boca. La uña que habían encontrado en el escenario del crimen, rota en el acto desesperado de arañar o arrastrarse.

Su mente se había tornado un terreno hostil, traicionero. Cada vez le quedaba menos espacio en el que habitar a sus anchas.

Dray estaba sentada a su lado, inclinada hacia delante en una postura rígida, con los brazos cruzados en el respaldo del banco delante de sí. Llegaron temprano y se sentaron en la última fila, colmados de un temor que no habían llegado a expresar. Cuando Kindell entró, conducido por un joven agente judicial y el desgarbado defensor de oficio, a Tim le pareció que no tenía un aspecto tan amenazador ni repugnante como recordaba, algo que lo decepcionó. Como la mayoría de los estadounidenses, prefería ver una encarnación inequívoca del mal.

La fiscal del distrito, una mujer avispada y bien parecida de poco más de treinta años, se había sentado con Tim y Dray unos momentos antes de que comenzase la vista preliminar para darles el pésame una vez más y tranquilizarlos en la medida de lo posible. No, no iba a abordar la posibilidad de que hubiera un cómplice, porque de ese modo Kindell podría ver reducida su sentencia. Sí, iba a arreglárselas para enchironar a Kindell.

A pesar de tener un nombre más bien mojigato -Constance Delaney- era una fiscal feroz con un historial intachable. Comenzó con fuerza y se opuso a la petición de que se redujera la cuantiosa fianza establecida en la vista incoatoria. Examinó detenidamente al agente Fowler con el fin de establecer causas probables para que el caso llegara a juicio, aunque tuvo buen cuidado en todo momento de no delatar su estrategia. Fowler habló con toda claridad y sin que diera la impresión de que lo hubieran preparado previamente. Omitió hacer referencia alguna a la presencia de Tim y Oso en casa de Kindell sin que llegara a constar en acta nada susceptible de ser contradicho con posterioridad. No salió a colación la demora del equipo forense al acudir al escenario del crimen.

Kindell permaneció erguido y siguió con atención el acto procesal columpiando la mirada entre Delaney y Fowler.

Los acontecimientos no se precipitaron hasta el contrainterrogatorio.

– Y, naturalmente, tenían una orden para registrar la propiedad del señor Kindell, ¿no es así? -El defensor de oficio se acercó arrastrando los pies hasta el banquillo del testigo con un haz de páginas de cuaderno amarillas en la mano. Delaney garabateó unas notas con la barbilla apoyada en el puño.

– No. Llamamos a la puerta y nos presentamos. Le preguntamos si podíamos echar un vistazo. Nos autorizó de palabra a que registráramos la zona.

– Ya veo. Y fue entonces cuando descubrieron… -El letrado rebuscó un dato en las hojas de papel; finalmente, prosiguió-: Descubrieron la sierra, los trapos manchados con lo que más tarde se identificó como sangre de la víctima y las llantas con un relieve que coincidía con el hallado en el escenario del crimen, ¿no? -Sí.

– ¿Descubrieron todo eso después de que les autorizara a registrar su propiedad? -Sí.

– ¿Sin orden de registro?

– Tal como he dicho…

– Diga sólo sí o no, agente Fowler, por favor. -Sí.

– ¿Y luego procedieron a la detención? -Sí.

– ¿No le cabe la menor duda de que leyeron sus derechos al señor Kindell?

– Estoy completamente seguro.

– ¿Y eso fue antes o después de que esposaran al señor Kindell?

– Supongo que durante.

– ¿Supone? -El abogado defensor dejó caer unas hojas y se agachó para recogerlas. Tim empezaba a sospechar que su numerito del letrado patoso no era más que eso.

– Le leí sus derechos mientras lo esposaba -dijo Fowler.

– ¿De modo que no estaban cara a cara?

– Todo el rato no. Lo tenía de espaldas. Por lo general, esposamos a los sospechosos por detrás.

– Ajá. -El abogado tamborileó con el lápiz sobre su labio superior-. ¿Está usted al tanto, agente Fowler, de que mi cliente es legalmente sordo?

A Delaney se le resbaló la mano de la cara y el manotazo que propinó en la mesa quebró el absoluto silencio del tribunal superior. La juez Everston, una mujercilla de casi setenta años con la cara arrugada, se erizó bajo su negra toga igual que si acabara de recibir una descarga eléctrica. Dray se tapó la boca con tanta fuerza que sus uñas le dejaron marcas rojas en la mejilla.

Fowler se puso rígido.

– No. No lo es. Entendió todo lo que le dijimos.

Tim, con el estómago revuelto, recordó la voz insegura de Kindell, su cadencia desequilibrada. Sólo respondía cuando le hablaban directamente y cuando veía los labios de quien preguntaba. Tim notó una opresión dolorosa en el pecho, como si estuviera apresado en un torno.

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