Donald Westlake - Un Diamante Al Rojo Vivo

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John Dortmunder y su banda son contratados por un embajador africano para robar un famoso diamante, conocido como Balabomo, que cobija celosamente otro país africano. Dortmunder es extremadamente hábil y minucioso, pero lamentablemente desafortunado. Siempre fracasa. Con la suerte de espaldas, se ve condenado a planificar el golpe una y otra vez con una inercia y tenacidad casi religiosas. «La vida es un equívoco constante» parece decir el escurridizo diamante a la banda de Dortmunder. Ellos, impasibles, le intentarán dar caza por tierra, mar y aire. Un diamante al rojo vivo es una de las obras maestras del extraordinario Donald Westlake. Sin lugar a dudas, su novela más hilarante e ingeniosa. Una brillante comedia repleta de equívocos y llena de personajes inolvidables, con la que John Dortmunder, ladrón y gafe profesional, se presenta en sociedad. Todo un mito de la novela negra.

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¿Qué le revelaba ahora el propio hombre? Sentado bajo la luz directa del día que entraba a raudales por las ventanas que daban al parque, a lo que más se parecía era a un convaleciente. Un poco gris, un poco cansado, la cara un poco arrugada, con su delgado cuerpo que le daba un aspecto frágil. El traje era, evidentemente, nuevo, y era obvio que de la peor calidad. Los zapatos eran visiblemente viejos, pero estaba claro que habrían costado lo suyo cuando fueron nuevos. La ropa indicaba un hombre acostumbrado a vivir bien, pero que en los últimos tiempos había tenido una mala racha. Los ojos de Dortmunder, cuando se encontraban con los del mayor, eran mates, vigilantes y, a la vez, inexpresivos. Un hombre que sabía mantener la boca cerrada, pensó el mayor, y un hombre que tomaría sus decisiones sin apresurarse y luego las mantendría.

Pero ¿mantendría su palabra? El mayor pensó que valía la pena correr el riesgo y dijo:

– Bienvenido otra vez al mundo, señor Dortmunder. Me imagino que la libertad le resulta agradable de nuevo.

Dortmunder y Kelp se miraron.

El mayor sonrió y añadió:

– El señor Kelp no me lo contó.

– Ya sé -dijo Dortmunder-. Usted estuvo investigando sobre mí.

– Por supuesto -confirmó el mayor-. ¿No lo hubiera hecho usted en mi lugar?

– Quizá también yo debería hacer investigaciones sobre usted -contestó Dortmunder.

– Tal vez sí -dijo el mayor-. En la ONU se alegrarán mucho de hablarle de mí. O si no, llame a su propio Departamento de Estado; estoy seguro de que tendrán una ficha mía por ahí.

Dortmunder se encogió de hombros.

– No importa. ¿Qué averiguó sobre mí?

– Que probablemente pueda confiar en usted. El señor Kelp me dijo que sabe hacer buenos planes.

– Lo intento.

– ¿Qué pasó la última vez?

– Algo anduvo mal -respondió Dortmunder.

Kelp, acudiendo en defensa de su amigo, dijo:

– Mayor, no fue culpa suya, fue sólo la mala suerte. Él no podía suponer que…

– He leído el informe -le contestó el mayor-. Gracias…

Y le dijo a Dortmunder:

– Era un buen plan y tuvo mala suerte, pero me alegra comprobar que no pierde usted el tiempo justificándose.

– No quiero volver sobre eso -dijo Dortmunder-. Mejor hablemos de su diamante.

– Mejor. ¿Puede conseguirlo?

– No lo sé. ¿Qué ayuda puede darnos?

El mayor arrugó el entrecejo.

– ¿Ayuda? ¿Qué clase de ayuda?

– Quizá necesitemos armas. Tal vez uno o dos coches, tal vez un camión, depende de cómo planeemos el trabajo. Podemos necesitar alguna otra cosa.

– Sí, sí -afirmó el mayor-. Puedo suministrarles cualquier material que necesiten, claro.

– Bien. -Dortmunder asintió con la cabeza y sacó un arrugado paquete de Camel de su bolsillo. Encendió un cigarrillo y se inclinó hacia adelante para dejar la cerilla en el cenicero del escritorio del mayor-. Respecto al dinero -dijo-, Kelp me comentó que son treinta de los grandes por cabeza.

– Treinta mil dólares, sí.

– ¿No importa cuántos hombres sean?

– Bueno, tiene que haber un límite. No quiero que aliste un ejército.

– ¿Cuál es su límite?

– El señor Kelp habló de cinco hombres.

– Muy bien. Eso significa ciento cincuenta de los grandes. ¿Y qué pasa si lo hacemos con menos hombres?

– Seguirían siendo treinta mil dólares por cabeza.

– ¿Por qué? -preguntó Dortmunder.

– No quisiera animarle a intentar el robo con pocos hombres. Así es que son treinta mil por cabeza, sin que importe cuántos estén implicados.

– Hasta cinco.

– Si me dice que seis son absolutamente necesarios, pagaré por seis.

Dortmunder asintió y dijo:

– Más los gastos.

– ¿Cómo, por favor?

– Éste va a ser un trabajo de dedicación exclusiva durante casi un mes, tal vez seis semanas -expuso Dortmunder-. Necesitamos pasta para vivir.

– Quiere decir que necesita un adelanto sobre los treinta mil.

– No, quiero decir que necesito dinero para los gastos, además de los treinta mil.

El mayor negó con la cabeza.

– No, no -aseveró-. Lo siento, ése no era el trato. Treinta mil dólares por cabeza y nada más.

Dortmunder se puso de pie y aplastó el cigarrillo en el cenicero del mayor. Siguió encendido. Dortmunder dijo:

– Hasta la vista. Vamos, Kelp. -Y se dirigió hacia la puerta.

El mayor no podía creerlo. Los llamó.

– ¿Se van?

Dortmunder se volvió desde la puerta y lo miró.

– Sí.

– Pero ¿por qué?

– Usted es demasiado mezquino. Me pondría nervioso trabajar para usted. Si le pidiera un arma, no me daría más que una bala.

Dortmunder agarró el pomo de la puerta.

El mayor dijo:

– Esperen.

Dortmunder esperó, con la mano en el pomo.

El mayor lo pensó rápidamente, calculando el presupuesto.

– Le doy cien dólares por semana y hombre, para los gastos -ofreció.

– Doscientos -dijo Dortmunder-. Nadie puede vivir en Nueva York con cien dólares por semana.

– Ciento cincuenta -replicó el mayor.

Dortmunder vaciló, y el mayor podía ver que estaba tratando de decidir si, de todas maneras, se mantenía en los doscientos.

Kelp, que se mantuvo sentado todo ese tiempo, comentó:

– Es un precio justo, Dortmunder. ¡Qué cuernos!, es sólo por unas semanas.

Dortmunder se encogió de hombros y retiró la mano del pomo.

– Muy bien -dijo, y volvió a sentarse-. ¿Qué puede decirme acerca de cómo está protegido ese diamante y dónde lo guardan?

Una fluctuante y delgada cinta de humo se desprendió del Camel que seguía ardiendo, como si un diminuto cheroqui estuviera alimentando una hoguera en el cenicero. La columna de humo se alzaba entre el mayor y Dortmunder, haciendo que aquél bizqueara cuando trataba de enfocar la cara de Dortmunder. Pero era demasiado orgulloso para aplastar el cigarrillo o mover la cabeza, así que bizqueaba con el ojo medio cerrado, mientras contestaba a las preguntas de Dortmunder.

– Todo lo que sé es que los akinzi lo tienen muy bien custodiado. He intentado saber detalles, cuántos guardias, por ejemplo, pero han mantenido el secreto.

– Pero ahora está en el Coliseo.

– Sí, forma parte de la exposición de Akinzi.

– Muy bien. Vamos a echarle un vistazo. ¿Cuándo recibiremos nuestro dinero?

El mayor miró sin comprender:

– ¿Su dinero?

– Los ciento cincuenta semanales.

– Ah. -Todo estaba sucediendo demasiado rápido-. Voy a llamar a nuestra oficina de finanzas, abajo. Pueden pasar por allí cuando salgan.

– Bien. -Dortmunder se puso en pie y un segundo después lo hizo Kelp. Dortmunder dijo-: Me pondré en contacto con usted, si necesito algo.

Al mayor no le cabía ninguna duda de ello.

5

– Para mí, eso no vale medio millón de dólares -dijo Dortmunder.

– Son exactamente treinta mil -aseguró Kelp-. Para cada uno.

El diamante, polifacético, intensamente brillante y apenas más pequeño que una pelota de golf, descansaba en un pequeño trípode blanco forrado de satén rojo sobre una mesa cubierta de cristal por los cuatro lados y el techo. El cubo de cristal era de aproximadamente un metro setenta de lado por dos de alto, y a una distancia de un metro cuarenta, más o menos, estaba rodeado por una cinta de terciopelo rojo anudada a unos puntales, formando un amplio cuadrado, para mantener a una distancia prudencial a los curiosos. En cada esquina del cuadrado más grande, justo dentro de la cinta, estaba apostado un guarda negro de uniforme azul oscuro y con su arma en la cadera. En uno de los pedestales del templete (similar a un templete de música) un pequeño letrero indicaba en letras mayúsculas: DIAMANTE BALABOMO, y reseñaba la historia de la piedra con fechas, nombres y lugares.

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