Donald Westlake - Un Diamante Al Rojo Vivo

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John Dortmunder y su banda son contratados por un embajador africano para robar un famoso diamante, conocido como Balabomo, que cobija celosamente otro país africano. Dortmunder es extremadamente hábil y minucioso, pero lamentablemente desafortunado. Siempre fracasa. Con la suerte de espaldas, se ve condenado a planificar el golpe una y otra vez con una inercia y tenacidad casi religiosas. «La vida es un equívoco constante» parece decir el escurridizo diamante a la banda de Dortmunder. Ellos, impasibles, le intentarán dar caza por tierra, mar y aire. Un diamante al rojo vivo es una de las obras maestras del extraordinario Donald Westlake. Sin lugar a dudas, su novela más hilarante e ingeniosa. Una brillante comedia repleta de equívocos y llena de personajes inolvidables, con la que John Dortmunder, ladrón y gafe profesional, se presenta en sociedad. Todo un mito de la novela negra.

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Lo sabían mejor que los mismos ferrocarriles, evidentemente, puesto que el tren que Dortmunder esperaba venía ya con cinco minutos de retraso. Pero al fin lo oyeron pitar en la distancia, acercarse lentamente y pasar junto a ellos. Era el mismo tren de viajeros que había transportado a Dortmunder y a los demás dos semanas atrás.

– Ésa es tu ventana -dijo Murch, señalando la ventana agujereada que pasaba lentamente.

– Ya me imaginaba que no la arreglarían.

Un tren tarda un rato en pasar por completo por un punto dado, sobre todo si avanza a unos treinta kilómetros por hora; pero el último vagón pasó por fin y la vía quedó libre de nuevo. Murch miró a Dortmunder y preguntó:

– ¿Cuánto tiempo más?

– Dejémosle un par de minutos.

Sabían que, según el horario, el siguiente ocupante de la vía pasaría a las nueve y media de la noche y sería un tren de mercancías en dirección al sur. Durante la semana pasaban muchos trenes que iban de aquí para allá, de pasajeros y de mercancías, pero los domingos la mayoría de los trenes se quedan en casa.

Después de un minuto o dos de silencio, Dortmunder tiró la colilla del Camel al suelo del camión y la aplastó.

– Ya podemos ir -dijo.

– Bien. -Murch quitó el freno de mano y a marcha moderada se acercó hasta las vías. Maniobró hacia atrás y hacia adelante hasta que se puso de través, bloqueándolas, y entonces Dortmunder salió, rodeó el camión y abrió las puertas traseras. Enseguida Dortmunder y Kelp empezaron a empujar hacia adelante un objeto largo y complicado, parecido a un tablero. Era una ancha rampa de metal con un juego de raíles. El extremo final cayó resonando sobre las vías. Greenwood se bajó para ayudar a Dortmunder, y a fuerza de empujones la llevaron hasta la rampa de las vías paralelas a la línea del ferrocarril. Después Greenwood le hizo señas a Kelp, que estaba en la puerta trasera y se giró para hacer señas al interior. A los pocos segundos salió una locomotora.

¡Y qué locomotora! Era la Pulgarcito, la famosa locomotora, o, por lo menos, una réplica de la famosa Pulgarcito, cuyo original, construido para la Baltimore & Ohio, allá por 1830, fue la primera locomotora de vapor fabricada en Estados Unidos que se utilizó en una línea regular. Se parecía, claro está, a la viejísima locomotora de las películas de Walt Disney; y ésta era su réplica, una copia exacta de la original. Bueno, tal vez no tan exacta, dado que había una o dos pequeñas diferencias: por ejemplo, la Pulgarcito original funcionaba por el vapor generado por una caldera de carbón, mientras que su réplica funcionaba con gasolina, con un motor Ford de 1962. Pero se parecía a la auténtica, y eso era lo más importante. ¿Y quién osaría criticar las etéreas nubecillas de humo que emanaban discretamente por el escape, en vez del denso eructo de humo que, era de suponer, saldría por la antigua chimenea?

Aparentemente, esta réplica no pasaba todo el tiempo en el parque de atracciones, sino que viajaba de vez en cuando para exhibirse en ferias e inauguraciones de supermercados y otros eventos festivos. El camión especialmente equipado para transportarla era una clara prueba de ello, así como el hecho de que sus ruedas se acomodaran al ancho de las vías actuales.

La locomotora se completaba con su propio ténder, una especie de caja de madera parecida a una mesa de té con ruedas. En la original, el ténder solía estar lleno de carbón, pero en la copia estaba vacío, con la excepción de una escoba de mango verde apoyada en un rincón.

Chefwick estaba a los mandos cuando Pulgarcito bajó lentamente la rampa y efectuó el cambio de un juego de vías a otro; parecía estar en el séptimo cielo y sonreía de oreja a oreja, radiante de pura felicidad. En su imaginación no le habían proporcionado una locomotora de tamaño natural: su propio cuerpo se había reducido, y estaba conduciendo, él en persona, un tren de juguete. Sonriendo, miró hacia afuera, a Dortmunder, y dijo:

– Tuuu-tuuu.

– Ya -contestó Dortmunder-. Adelanta un poco más.

Chefwick movió la Pulgarcito unos cuantos centímetros más.

– Así está bien -indicó Dortmunder, y fue a ayudar a Greenwood y a Kelp para deslizar la rampa dentro del camión. Cerraron las puertas y le gritaron algo a Murch, que les devolvió el grito y maniobró el camión haciendo un giro muy pronunciado para estacionarlo de nuevo en la carretera. Hasta el momento no había nada de tráfico.

Chefwick, Greenwood y Kelp se habían enfundado ya sendos trajes isotérmicos, cuya goma negra relucía bajo el sol. Todavía no se habían puesto los guantes, ni las máscaras ni el casco, pero por lo demás estaban completamente embutidos en goma. Todo eso era para la valla electrificada.

Dortmunder, Greenwood y Kelp subieron de un salto a bordo del ténder, y Dortmunder gritó a Chefwick:

– ¡Adelante!

– Bien -dijo Chefwick-. ¡Tuuu-tuuu! -gritó, y Pulgarcito empezó a deslizarse por la vía.

El otro traje isotérmico esperaba a Dortmunder en el ténder, en el cajón de las armas. Se lo puso y dijo:

– Acordaos bien. Cuando crucemos, mantened las manos sobre la cara.

– Bien -respondió Kelp.

Pulgarcito viajaba a más de veinticinco kilómetros por hora. Llegaron al Sanatorio Claro de Luna enseguida. Chefwick detuvo la locomotora justo antes del desvío, donde las antiguas vías se dirigían hacia los terrenos del sanatorio. Greenwood bajó de un salto, examinó el cambiavías y lo hizo girar hasta la posición del ramal. Luego, de un salto, subió de nuevo a bordo. (Les había llevado dos noches lubricar y tensar el viejo cambiavías para ponerlo otra vez en uso. Es demasiado caro para las compañías de ferrocarril retirar los viejos equipos en desuso y no molestan a nadie si los abandonan por ahí. Ésa es la razón de que haya tantos tramos de vía en desuso en Estados Unidos. Pero la mayoría de ellos no están inservibles, sólo herrumbrosos; ése fue el único problema. Ahora el cambiavías giraba de maravilla.)

Se pusieron los cascos, guantes y máscaras, y Chefwick aceleró sobre las traqueteadas vías de color naranja, camino de las vallas del sanatorio. Pulgarcito, con su ténder y todo, se mostraba ahora más ágil que el Ford cuyo motor empleaba, y aceleró como si fuera un vehículo ligero. Alcanzó los setenta por hora antes de embestir la valla.

¡Zas! Centellas, chisporroteos, humo. Los cables eléctricos dieron bandazos de aquí para allá. Las ruedas de Pulgarcito chillaron y chirriaron sobre las viejas vías, y chirriaron aún más fuerte cuando Chefwick pisó los frenos. Habían abierto un boquete en la valla como un corredor que corta con el pecho la cinta de llegada, y luego, entre voces y chirridos, se detuvieron, rodeados de crisantemos y gardenias.

En su despacho del lado opuesto del edificio, el administrador jefe, doctor Panchard L. Whiskum, sentado en su despacho, releía el artículo que acababa de escribir para la Revista Norteamericana de Pan-sicoterapia Aplicada, titulado «Casos de alucinación inducida entre los miembros del personal de hospitales mentales», cuando un enfermero con bata blanca entró gritando:

– ¡Doctor! ¡Hay una locomotora en el jardín!

El doctor Whiskum miró al enfermero. Miró su manuscrito. Miró al enfermero y dijo:

– Siéntese, Foster. Hablemos de esto.

En el jardín, Dortmunder, Greenwood y Kelp emergieron del ténder con sus trajes de goma y sus variadas máscaras, empuñando sus metralletas. Por el césped, pacientes vestidos de blanco, guardias vestidos de azul y ayudantes vestidos de blanco corrían de un lado a otro, de arriba abajo, gritándose entre sí, agarrándose entre sí y chocando entre sí. Ahora, el manicomio parecía un manicomio.

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