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Karen Rose: Muere para mí

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Karen Rose Muere para mí

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La enterraron con las manos unidas como si rezara… Es enero, el suelo está helado y solo una casualidad ha permitido que el cuerpo haya sido descubierto. La policía de Filadelfia recurre entonces a Sophie Johannsen, una joven arqueóloga especialista en excavaciones medievales. Gracias a ella localizan el segundo cadáver: un joven con las manos a la altura del pecho, como si sostuviera una espada. Ya tienen una dama y un caballero, dos asesinatos que imitan ritos funerarios medievales, y algo más cruel todavía: a su alrededor aguardan otras sepulturas, algunas ocupadas, otras vacías, esperando a las próximas víctimas… lo que el detective Vito Ciccotelli debe impedir a toda costa con la ayuda de Sophie. Mientras, una empresa de videojuegos se prepara para el lanzamiento de su nuevo producto estrella: El inquisidor, un juego que lleva el horror y la oscuridad de la Edad Media hasta sus últimas consecuencias.

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Nick suspiró.

– Tendremos que registrar todo el terreno.

– Para eso necesitaremos mucho personal -refunfuñó Vito-. ¿Dispone la científica de medios suficientes?

– No, tendré que pedir ayuda. Pero no quiero hablar con mis superiores hasta estar segura de que debajo de esos banderines no hay enterradas flechas o latas de Coca-Cola.

– Podríamos empezar a cavar solo en uno de los lugares -propuso Nick-. A ver qué encontramos.

– Claro que podríamos. -Jen frunció el entrecejo-. Pero antes quiero saber qué terreno pisamos. No quiero perder pruebas por ir demasiado deprisa o por cometer errores.

– ¿Quieres utilizar sabuesos? -propuso Vito.

– Tal vez, pero lo que de verdad me gustaría hacer sería sondear el terreno. Lo vi en un documental; los arqueólogos utilizaban radares de penetración terrestre para localizar las ruinas de una antigua muralla. Es una técnica muy moderna. -Jen suspiró-. Pero nunca conseguiré dinero suficiente para contratar a una empresa. Traigamos a los perros y acabemos con esto.

Nick agitó un dedo en el aire.

– No tan deprisa. En el documental salían arqueólogos, ¿verdad? Bueno, si contáramos con la ayuda de un arqueólogo, él podría utilizar un radar de esos.

Jen aguzó la mirada.

– ¿Conoces a un arqueólogo?

– No -respondió Nick-, pero la ciudad está llena de universidades. Alguien tiene que conocer a alguno.

– Tiene que ser alguien que cobre poco -observó Vito-. Y alguien en quien podamos confiar. -Vito pensó en el cadáver y en la forma en que le habían atado las manos-. Si la noticia se filtra, para la prensa será un verdadero festín.

– Y a nosotros se nos comerán crudos -masculló Nick.

– ¿En quién tenéis que confiar?

Vito se volvió y vio a la forense de pie tras él.

– Hola, Katherine. ¿Has terminado?

Katherine Bauer asintió con desaliento mientras se despojaba de los guantes.

– El cadáver está en la furgoneta.

– ¿Sabes qué causó la muerte? -preguntó Nick.

– Todavía no. Pero creo que al menos lleva muerta dos o tres semanas. No podré ofreceros más información hasta que analice algunas muestras de tejido con el microscopio. Pero, volviendo a lo de antes -prosiguió ladeando la cabeza-, ¿en quién tenéis que confiar?

– Me gustaría sondear la propiedad -explicó Jen-. Pensaba preguntar si alguien conoce a un profesor de arqueología de alguna universidad.

– Yo -respondió Katherine, y los tres se quedaron mirándola. Jen abrió los ojos como platos.

– ¿Tú? ¿Conoces a un arqueólogo de verdad?

– Si fuera de mentira no nos serviría de mucho -espetó Nick, y Jen se sonrojó.

Katherine se rió entre dientes.

– Sí, conozco a un arqueólogo de verdad. En realidad es una arqueóloga. Ha vuelto a casa para… tomarse una especie de año sabático. Se la considera toda una experta en su campo. Estoy segura de que se prestará a ayudarnos.

– ¿Y es discreta? -insistió Nick, y Katherine le propinó una maternal palmadita en el brazo.

– Muy discreta. Hace más de veinticinco años que la conozco. Puedo llamarla ahora mismo si queréis.

Aguardó, con las grises cejas arqueadas.

– Por lo menos sabremos a qué atenernos -dijo Nick-. Yo voto que sí.

Vito asintió.

– Llamémosla.

Domingo, 14 de enero, 12:30 horas

– Santo Dios, es increíble. -Spandan sostuvo la espada bastarda entre sus manos enguantadas, con todo el cuidado y el respeto que merecía un tesoro de quinientos años de antigüedad-. Seguro que te entraron ganas de matar al niño que trató de arrancarla de la pared.

Sophie bajó la mirada al montante que había extraído de la vitrina. Los alumnos estaban tomándose un «descanso creativo», para pensar en la tarea que debían realizar. Sophie sabía que en el fondo solo querían tocar las espadas, pero no podía culparlos por ello. Suponía una gran experiencia sostener en las manos un arma tan antigua como aquella. Y tan mortífera.

– Me enfadé más con la madre, que estaba enfrascada hablando por el móvil y no vigilaba a su hijo. -Rió entre dientes-. Por suerte, aún no estaba mentalmente preparada para volver a hablar en inglés y los insultos me salieron en francés. Aunque hay cosas que se entienden en cualquier idioma.

– ¿Qué hizo ella? -preguntó Marta.

– Le fue con el cuento a Ted. Él le devolvió el dinero de las entradas y luego me echó la bronca. «No puedes andar asustando a los visitantes, Sophie» -imitó-. Aún recuerdo la cara de espanto de la mujer cuando le planté delante al mocoso de su hijo. Yo medía mucho más que él, por lo que casi se rompió el cuello para mirarme a los ojos. Ha sido una de las pocas veces en las que me he alegrado de ser tan alta.

– Necesita más medidas de seguridad -opinó John sin apartar los ojos de la espada vikinga que sostenía en las manos-. Me sorprende que nadie se haya llevado todavía alguna pieza.

Sophie frunció el entrecejo.

– Hay una alarma conectada, pero tienes razón. Antes, casi nadie sabía lo que había aquí, pero ahora, con tantas visitas, es necesario un guardia de seguridad. -Sophie había incluido el sueldo del guardia en el presupuesto del año siguiente, pero ni hablar… Ted se había empeñado en comprar los paneles. Aquello la sacaba de quicio-. Como mínimo hay dos relicarios italianos que han desaparecido. Sigo comprobando si salen anunciados en eBay.

– Le entran a uno ganas de que se haga justicia al estilo de la Edad Media -gruñó Spandan.

– ¿Cuál era el castigo por robar? -preguntó John, mirando a Sophie de reojo.

Ella devolvió con cuidado el montante a la vitrina.

– Depende de si nos referimos a la Alta o a la Baja Edad Media, del objeto robado, de si se había actuado con violencia o se trataba de un simple hurto y de quiénes eran la víctima y el ladrón. Si el delito era grave, se colgaba al ladrón, pero la mayoría de los robos sin importancia se castigaban con una indemnización.

– Yo creía que al ladrón le cortaban la mano o le arrancaban un ojo -dijo Bruce.

– Normalmente no -explicó Sophie, y sus labios se curvaron ante la evidente desilusión del joven-. No tenía mucho sentido que un señor feudal mutilara a la gente que trabajaba en sus tierras. Si les faltaba una mano o un pie no le proporcionaban tanto dinero.

– ¿No se hacían excepciones? -preguntó Bruce, y Sophie lo miró con expresión divertida.

– Veo que estamos sanguinarios hoy, ¿eh? Hum, excepciones… -Lo pensó un momento-. Fuera de Europa sí había culturas que todavía practicaban el «ojo por ojo». A los ladrones se les cortaba una mano y el pie contrario. En las culturas europeas, si nos remontamos al siglo x, encontramos en las leyes anglosajonas un castigo que consistía en cortar la mano con la que se había realizado el delito. Pero para ello el culpable debía ser sorprendido robando en una iglesia.

– En aquella época los relicarios habrían estado en una iglesia -observó Spandan.

Sophie no tuvo más remedio que echarse a reír.

– Sí, habrían estado en una iglesia; por suerte los han robado ahora en vez de entonces. El «descanso creativo» ha terminado. Dejad las espadas y volved al trabajo.

Los chicos exhalaron hondos suspiros pero obedecieron. Primero Spandan, luego Bruce y Marta. Solo quedaba John. Como si se tratara de un ofertorio, el chico alzó la espada con ambas manos y Sophie la recogió del mismo modo. Luego estudió la estilizada empuñadura con cariño.

– Una vez, en una excavación de Dinamarca, encontré una espada como esta. Aunque no era tan bonita ni estaba tan entera. La hoja se había corroído por completo justo en el centro. Pero la sensación de desenterrarla por primera vez fue maravillosa. Daba la impresión de que llevara todos esos años durmiendo y se hubiese despertado expresamente para mí. -Miró al chico, con expresión avergonzada-. Parece que esté loca, lo sé.

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