Craig Russell - Muerte en Hamburgo

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Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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– ¿Qué pasa, guapa? ¿Te han dejado plantada?

Anna no respondió ni miró en su dirección. El cabeza rapada de cuello corto lanzó una mirada lasciva a sus colegas y se rio.

– Yo sí que te la plantaría bien, nena…

– ¿Ah, sí? ¿Los diez centímetros enteros? -dijo Anna con un suspiro y aún sin mirar en dirección al cabeza rapada. Los dos compañeros de Cuello Corto soltaron una carcajada, señalándolo con sorna. Su semblante se nubló, se acercó más a Anna, metió una mano por debajo de su chaqueta de piel y le cogió un pecho.

– Quizá veamos hasta dónde te cabe…

Todo pasó tan deprisa que Cuello Corto ni se enteró. Anna se giró para zafarse del cabeza rapada y luego volvió a encararle mientras le apartaba la mano como si ejerciera una fuerza centrífuga. Al darse la vuelta para ponerse frente a él, sus manos realizaron dos movimientos veloces. La mano izquierda agarró la entrepierna del skin mientras el codo derecho le propinaba un golpe en la mejilla, y luego, con un movimiento perfecto, Anna metió la mano derecha debajo de la chaqueta, sacó la SIG-Sauer automática y la apretó con fuerza contra la cara del tipo. Le dio un empujón, por lo que fue tambaleándose sin poder agarrarse a nada hasta que dio con el mostrador del quiosco. Anna ladeó la cabeza y giró la boca del arma mientras hablaba.

– ¿Quieres jugar con Anna? -dijo con voz coqueta, ladeando la cabeza a un lado y a otro y haciendo un mohín. Cuello Corto la miró con terror en los ojos, examinando su rostro como para evaluar hasta dónde llegaba su locura y, por consiguiente, hasta qué punto corría él peligro. Anna apuntó con el arma a los dos otros cabezas rapadas, extendiendo el brazo, muy tieso.

– ¿Y vosotros, chicos? ¿Queréis jugar con Anna?

Los compañeros de Cuello Corto levantaron las manos y retrocedieron unos pasos antes de echar a correr. Anna se volvió de nuevo hacia Cuello Corto y le puso otra vez la boca de la pistola en la nariz, girándola y haciéndola rotar como si jugara con ella. Al skin, la sangre que empezaba a gotearle de la nariz le manchó la cara. Anna puso cara de niña decepcionada.

– No quieren jugar con Anna… -Dejó de poner voz afectada-. ¿Y tú, pichacorta? ¿Seguro que no quieres jugar?

El cabeza rapada negó con la cabeza enérgicamente. Anna entrecerró los ojos; su mirada se oscureció.

– Si me entero algún día de que vuelves a tocar a una mujer de esta forma, iré a por ti personalmente. ¿Dónde tienes el carné de identidad?

El cabeza rapada buscó en los bolsillos de la chaqueta y sacó el carné de identidad. Anna le soltó los testículos apretujados y examinó el carné.

– Muy bien, Markus, ahora ya sé dónde vives. Quizá vaya a visitarte y podamos jugar un poco más. -Se inclinó sobre su cara y le dijo entre dientes-. ¡Lárgate!

Lanzó el carné al suelo, por lo que el skin tuvo que agacharse para recogerlo, agarrándose la entrepierna, antes de salir corriendo en dirección contraria a la que habían tomado sus colegas. Anna enfundó el arma y se volvió hacia el quiosquero.

– ¿Algún problema, gordinflón? -dijo esbozando su sonrisa de colegiala más dulce.

El quiosquero negó con la cabeza y levantó las manos.

– Ninguno en absoluto, Fräulein.

– Pues ponme otro café, gordito. -Anna se volvió para mirar al edificio. Las luces de MacSwain estaban apagadas. Examinó las salidas y la calle. Nada. Sacó la radio del bolsillo de la chaqueta.

– Paul… Creo que MacSwain se mueve… ¿Lo has visto salir?

– No. ¿Y tú?

– No. He estado liada. -Soltó el botón de la radio y volvió a pulsarlo de inmediato cuando vio que un Porsche plateado asomaba el morro y salía del Tiefgarage-. Nos movemos. Pasa a recogerme, Paul, ¡deprisa!

En cuestión de segundos, Paul apareció con el viejo y abollado Mercedes que utilizaban para la vigilancia. Abollado por fuera, pero trucado debajo del capó para maximizar su rendimiento.

Los músculos de la cara normalmente inexpresiva de Paul se esforzaban por contener una sonrisa irónica mientras Anna subía al coche. Con el pelo de punta, el maquillaje meticuloso y la chaqueta de piel dos tallas grande, parecía una colegiala no habituada aún a las sutilezas de la cosmética que iba por primera vez a una discoteca.

– ¿Qué te hace tanta gracia, Schlaks? -le pregunto utilizando una palabra del dialecto del norte de Alemania que significaba «larguirucho».

– Has estado jugando de nuevo, ¿verdad?

– No sé a qué te refieres -dijo Anna, con la vista clavada en el Porsche plateado, dos coches por delante.

– Mientras estaba aparcado en la calle, dos cabezas rapadas pasaron corriendo como si hubieran visto al diablo. No sería por tu culpa, ¿verdad?

– No tengo ni idea de a qué te refieres. -Se detuvieron detrás de la cola en un semáforo. Paul estiró el largo cuello para comprobar si el Porsche había cruzado. Seguía allí. Se volvió para mirar a Anna, pero vio, por la ventanilla del copiloto, a un skin fornido, encorvado, con las manos en las rodillas, que intentaba recobrar el aliento. Tenía sangre en la cara. Iba mirando calle abajo como para asegurarse de que no lo seguía nadie. Volvió la mirada y se cruzó con la de Paul. Luego vio a Anna. Ella le lanzó un beso largo y sensual con los labios carnosos, color rojo intenso. El cabeza rapada se quedó paralizado por el terror y miró a su alrededor buscando una ruta de escape. El semáforo cambió a verde, y el Mercedes comenzó a moverse. Anna arrugó la nariz en dirección al skin y movió los dedos graciosamente para decirle adiós.

– No tengo ni idea -dijo Anna, adoptando una expresión de inocencia exagerada. Paul miró por el retrovisor. El cabeza rapada mostró su alivio dejando caer los hombros mientras miraba perplejo cómo el coche se alejaba.

– Anna, ten cuidado, ¿vale? Un día de éstos se te irá la mano.

– Sé lo que hago.

– Un día de éstos vas a acabar con una querella por acoso o abuso de poder.

Anna soltó una carcajada. Con la mano, le indicó a Paul que en el próximo cruce girara a la izquierda: el intermitente del Porsche parpadeaba.

– Ningún listillo neonazi con amor propio va a reconocer que una J ü din de metro cincuenta y ocho le ha dado una patada en el culo. Y si lo hiciera, se reirían de él.

Paul meneó la cabeza con desaprobación. Sabía que Anna procedía de una familia de supervivientes, de judíos de Hamburgo a quienes una familia compasiva había escondido hasta que los británicos y los canadienses tomaron Hamburgo. Había crecido construyéndose defensas; defensas que había afilado con artes marciales y tres años de servicio en el ejército israelí.

El cielo se había vuelto color azul terciopelo. Paul se centró en el Porsche plateado; MacSwain los llevó a la Hallerstrasse. Los altos pisos subvencionados de las Grindelhochháuser sobresalían en la oscuridad. Podrían estar en una zona de viviendas de protección oficial de Londres, Birmingham o Glasgow. De hecho, los pisos habían sido construidos después de la guerra para alojar a las familias de los soldados de las fuerzas de ocupación británicas. Cuando los británicos se marcharon, entregaron los pisos a las autoridades de Hamburgo. Ahora, las Grindelhochháuser, rechazadas por la población de Hamburgo, estaban ocupadas por familias de inmigrantes. Se rumoreaba que en esta jungla importada de hormigón reinaban las bandas ucranianas.

MacSwain tomó Beim Schlump y pasó por delante del Sternschanzen-Park. Siguió por Schanzenstrasse.

– Va hacia Sankt Pauli -dijo Anna.

– Donde hallamos a la segunda víctima. -Paul lanzó una mirada rápida a Anna-. Pero seguramente sólo ha salido de fiesta…

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