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Eric Ambler: Una Cierta Angustia

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Eric Ambler Una Cierta Angustia

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Un coronel iraquí que viven el terror de su vida, una belleza en bikini bajo chantaje y un periodista neurótico y suicida de pronto se ven sumergidos en el oscuro mundo de Eric Ambler, en un laberinto de conspiración e intriga, reuniones clandestinas, identidades dobles y muertes súbitas.

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– Siempre que pasemos de largo, no se dará cuenta. Además, será una buena idea si le echamos un vistazo.

Lucía me hizo una mueca cómica.

– ¿Quieres ver si todo eso que hicimos fue por nada?

No tenía sentido negarlo.

– Pues sí, eso es.

– Muy bien.

Puse el coche en marcha, di la vuelta y doblé la curva a toda velocidad.

Estábamos a unos cincuenta metros de la pista que baja a la casa y ya se veía el extremo del muro medio derruido que la marcaba cuando las luces largas del otro coche se encendieron.

Por un momento me deslumbraron. Noté que Luda había levantado las manos para taparse la cara. Luego ya habíamos pasado las luces y ya estábamos en la espeluznante curva de la cima. Yo apreté el acelerador a fondo. Cuando pasamos junto al coche, vi a un segundo hombre que estaba sentado a caballo de una motocicleta con un bocadillo en la mano y la boca abierta. Por el retrovisor le vi tirar el bocadillo y accionar con el pie el pedal de encendido.

Con un tremendo patinazo, entramos en el cruce de la Corniche.

– ¡A la izquierda! -gritó Lucía.

Yo giré a la izquierda. Casi inmediatamente, la carretera pareció caer en picado delante de nosotros… estábamos bajando la colina otra vez. Apreté los frenos a fondo y el peso del coche hizo oscilar la suspensión. Había una serie de curvas cerradas, que yo tomé a demasiada velocidad, y luego nos encontramos en las afueras de Villefranche sobre el puerto.

Lucía miraba hacia atrás.

– Yo creo que ha debido seguir a la Corniche -dijo-. No creo que nos viera girar. ¿Nos detenemos para asegurarnos?

Ahora estábamos en la carretera general que pasa junto a la costa hacia Niza.

– Creo que lo mejor sería continuar.

Me hallaba muy enfadado conmigo mismo. Mi deseo de asegurarme había aumentado el peligro para los dos. Habíamos dado pruebas efectivas no sólo de saber que estábamos vigilados, sino además de que tratábamos de eludir dicha vigilancia.

Skurleti y sus aliados temporales del Comité ya no tendrían que esperar a la mañana para conocer nuestra "mala fe y hostilidad". Yo les había ofrecido la prueba por adelantado.

Lucía dijo:

– Bueno, ahora ya lo sabemos.

– Desgraciadamente, ellos también. Debí haber tenido más sentido.

– ¡Oh, Chéri , no te atormentes! No te habían visto regresar a ninguna de las dos casas. Hubieran empezado a buscarnos de todos modos. Lo mismo da.

– No da lo mismo si nos encuentran.

– Procuraremos que no lo hagan.

Antes habíamos decidido entrar en Cagnes por la carretera de Vence y dejar el coche bastante lejos de la Rue Carponière. Lucía me indicó el camino a través de Niza. Las calles estaban prácticamente desiertas y lo hicimos rápido. Sólo antes de llegar a Cagnes disminuí un poco la marcha y empezó a buscar la carretera lateral que lleva al huerto.

La encontramos sin muchas dificultades. Pasaba junto a una pequeña granja y luego por delante de dos o tres casuchas, haciéndose cada vez más abrupta al girar a la izquierda del valle. El huerto era una estrecha franja de tierra llana en forma de rombo, con el bosquecillo de olivos al fondo. Pasamos junto a una zona vallada dentro de la cual había largas hileras de campanas de cristal, luego llegamos junto a unos invernaderos. Detrás había un almacén de dos pisos con construcciones adyacentes.

Me detuve junto al invernadero. Era evidente que la carretera terminaba en la casa. El ruido de un coche hubiera hecho ladrar a los perros. Lucía pensó que ya estábamos demasiado cerca. Yo di marcha atrás haciendo el menor ruido posible y regresé a donde empezaba la valla de propiedad. Luego le di la vuelta al coche y lo aparqué bajo un plátano.

Todo estaba en el mayor silencio, pero el bosquecillo de los olivos rezumaba una tranquilidad especial. Los árboles eran viejos, y la ligera brisa no movía sus ramas espesas y retorcidas. Sólo se movían las hojas, susurrando suavemente. Mientras avanzábamos, se agitó ante nosotros la forma negra de una cabra y la cadena con la que estaba amarrada resonó en el silencio de la noche. Luego se levantó frente a nosotros la forma de la cisterna y se oyó el murmullo del agua que caía. Segundos más tarde habíamos encontrado el sendero.

Avanzamos por él hasta la cancela del huerto. Ahora ya veíamos la casa. Lucía desatrancó la cancela sigilosamente. Tenía un fuerte muelle; los goznes estaban resecos y chirriaron al entrar nosotros en el huerto.

Dentro, lo único que pude ver fue un sendero de ladrillo con escalones poco profundos para salvar el desnivel, y unos arbustos bastante altos. Al acercarnos a la casa, los arbustos se hacían más espesos y el sendero terminaba en una plataforma pavimentada con una gran mesa rústica de caballete en medio y un cobertizo de listones por encima para proteger del sol. En los rigores del estío, debía ser allí donde comía la gente de la casa.

Subimos tres escalones y el sendero se bifurcó. La puerta del cuarto trasero estaba a la derecha.

Lucía buscó a tientas en el bolso.

– Un momentito -dijo-. Tengo aquí la llave.

– ¿Quieres que te alumbre?

Yo había llevado conmigo la linterna.

– No, ya la tengo.

Tuvimos realmente mucha suerte. Hablábamos en voz baja, naturalmente. Sabíamos, o suponíamos, que había hombres vigilando la casa desde la calle de enfrente, pero la calle se hallaba a bastante distancia.

No encendí la linterna hasta que la puerta estaba abierta, y cuando lo hice dirigí la luz hacia el interior. Entramos.

La mayoría de la estancia estaba ocupada por muebles de jardín y herramientas. En una de las paredes había un amplio estante en el que estaban amontonados los cojines de las sillas del jardín. La maleta no aparecía por ninguna parte.

– Detrás de los cojines -dijo Lucía.

Me cogió la linterna y la enfocó hacia un extremo del estante. Yo empecé a apartar los cojines de allí. Un momento más tarde pude ver la maleta. Era una reliquia de los días anteriores a los viajes aéreos; estaba hecha de metal con líneas de remates a la vista y gruesos recuadros de piel en las esquinas. Estaba pegada a la pared al fondo del estante, bajo las vigas. Me subí a una silla para cogerla.

En aquel momento, el suelo de la terraza que estaba sobre nosotros crujió.

Oí que Lucía contenía el aliento. Apagó la linterna al instante. Ninguno de nosotros se movió. El suelo de la terraza volvió a crujir. Alguien andaba lentamente arriba. Luego, oímos un murmullo de voces… voces de hombre, aunque era imposible distinguir lo que decían.

Lucía encendió la linterna de nuevo y enfocó hacia el estante.

Yo la miré fijamente.

– Rápido -murmuró.

Levanté la maleta del estante y bajé de la silla. Lucía mantuvo la linterna encendida hasta que llegamos a la puerta.

Nos hallábamos de nuevo en el desvío del sendero y Luda se había vuelto para volver a cerrar la puerta, cuando oímos ruido de voces procedentes del lado de la casa.

La cogí por el brazo y la empujé por los escalones abajo hacia la plataforma pavimentada. Luego, un chorro de luz parpadeó en el sendero delante de nosotros y yo empujé a Lucía hacia la sombra de los arbustos.

La luz volvió a parpadear y se hizo más fuerte cuando el hombre que sostenía la linterna llegó al desvío del sendero. El de la linterna dijo algo a su acompañante y empezaron a andar hacia la casa. Cuando la luz descubrió la puerta abierta del cuarto trastero, el hombre dejó escapar una exclamación y echó a correr hacia ella.

Ahora podíamos verlos. El de la linterna llevaba puesto un casco de motociclista. El otro tenía un sombrero como el mío y empuñaba un arma. El del casco se agachó y luego entró, receloso, en el cuarto trastero. No esperé a ver lo que hacía el otro hombre. Apreté el brazo de Lucía y nos trasladamos rápidamente por el sendero abajo buscando un sitio donde los arbustos fueran más espesos para escondernos de nuevo.

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