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Eric Ambler: Una Cierta Angustia

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Eric Ambler Una Cierta Angustia

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Un coronel iraquí que viven el terror de su vida, una belleza en bikini bajo chantaje y un periodista neurótico y suicida de pronto se ven sumergidos en el oscuro mundo de Eric Ambler, en un laberinto de conspiración e intriga, reuniones clandestinas, identidades dobles y muertes súbitas.

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Desde allí pude ver a Farisi. Ya le habían despachado las píldoras y las estaba pagando con la ayuda del mayor Dawali.

Las luces de la tienda eran brillantes. Todo parecía brillante y blanco allí, incluso el suelo. El sudor me corría por la cara. Estaba seguro de que, en cualquier momento, alguien iba a mirarme a la cara, apartar la vista, luego mirar de nuevo y me señalaría con el dedo llamando la atención de otra persona. Mientras Farisi no se fuera, no tenía modo de escapar, a no ser volviendo a la clínica, cuya puerta de entrada estaba seguro que había sido cerrada con llave otra vez.

Ahora, Farisi había terminado ya en el mostrador y se dirigía a la puerta acompañado de Dawali. De todos modos, no corría. Se esforzaba en hacer una buena comedia para complacer a sus seguidores. Se detuvo un momento ante un escaparate de pastillas de vitaminas e hizo alguna broma sobre ellas a Dawali. Luego, echó un vistazo al mostrador de los jabones. Finalmente, se fue, mostrando ostensiblemente la bolsita de papel en la que llevaba las pastillas para dormir.

Pero yo aún no me podía ir; tenía que esperar a que se hubieran alejado un buen trecho. Apartándome un poquito hacia el lado de la vitrina donde estaban los gorros de ducha, podía ver la calle a través del hueco de la puerta. Farisi y Dawali estaban de pie en la acera, y el último hacía señas con la mano furiosamente, buscando un taxi, supuse yo. Mi corazón dio un brinco. No es fácil encontrar un taxi a aquella hora de la noche en Niza. Sin embargo, increíblemente, lo encontraron. Cuando el taxi se alejó, yo empecé a caminar lentamente hacia la puerta contando por lo bajo mientras lo hacía; había decidido darles un minuto para desaparecer.

Luego atravesé la puerta y salí a la calle. Con la cabeza inclinada, giré hacia la derecha alejándome de la calle lateral por la que se iba al patio. Al principio caminé lentamente, luego fui aumentando el ritmo gradualmente. En la calle había mucha gente; hubiera sido difícil comprobar si alguien me seguía o no. Y peligroso, además; todas las calles de aquella zona estaban muy bien iluminadas. Diez minutos más tarde llegaba al coche.

Me hubiera gustado quedarme allí sentado un momento para recobrarme. Pero no me atreví. Por el contrario, me limpié el sudor de mis temblorosas manos con el pañuelo y regresé a Mougins inmediatamente.

En La Sourisette había luces encendidas y, al meter el coche en el garaje, comprendí por qué. En el espacio del segundo coche había un Lancia Gran Turismo.

Phillip Sanger estaba allí, en compañía de Lucía, para dar la bienvenida al héroe que regresaba de la guerra al hogar.

4

Lucía salió corriendo a mi encuentro. Sanger la siguió a un paso más tranquilo.

– ¿Todo ha ido bien? -me preguntó ella sin aliento.

– Sí. Todo bien. No exactamente de acuerdo con lo planeado, pero ha ido bien. ¿Qué hace aquí ése?

Sanger estaba bastante cerca y escuchó la pregunta. Se sonrió con una mueca.

– Bien -dijo en tono desenvuelto-, puesto que yo también tengo una pequeña participación en esa empresa conjunta que se traen ustedes entre manos, he pensado que no estaría mal venir a ver si hacía falta que les ayudara.

– Ha venido -dijo Lucía- para asegurarse de que no se le escapase el dinero.

Sanger ensayó una risita burlona.

– Bueno, bueno, niños. Un poco de respeto para mis canas, ¿eh? -fijó sus ojos en mí-. Supongo que aceptará una copa.

– Con muchísimo gusto.

– Vayamos adentro, pues.

Sanger iba delante. Lucía me clavó una mirada de advertencia que yo no necesitaba.

Sanger me observó mientras me quitaba el impermeable.

– Vaya, vaya -dijo cuando vio el revólver.

Entregué a Lucía las páginas de muestra.

– ¿El tesoro? -preguntó Sanger.

– Sólo la puerta de la entrada.

Pasamos a la sala de estar.

– Veamos -dijo Sanger-; para usted whisky con soda, ¿no es eso?

– Estupendo. Gracias.

Sanger se acercó al mueble bar.

– Lucía me ha estado contando lo que se traen entre manos -dijo.

– No todo -dijo ella con intención, y me volvió a mirar.

Quería decir que no le había dicho lo de Skurleti, ni cuánto iba a pagar Farisi.

– No todo, naturalmente. Al fin y al cabo, yo sólo soy un socio reciente. Pero lo que me ha dicho es muy interesante.

Al cabo de unos segundos, regresó junto a nosotros y me dio un vaso.

– Creo que ha corrido usted algunas aventuras.

– Ha estado magnífico -dijo Lucía en tono de desafío como si él hubiera intentado criticarme.

– No me cabe duda -dijo Sanger sentándose-. ¿Qué ha ocurrido esta noche?

Me bebí la mitad del vaso de un trago y luego miré a Lucía.

Esta se encogió de hombros y dijo:

– No importa que lo sepa ahora.

A Sanger no parecía afectarle la actitud hostil de ella; sus modales eran los de un hombre tolerante por naturaleza.

Les conté lo que me había ocurrido en la clínica.

Cuando hube terminado, Lucía daba la impresión de estar aterrada.

– Es demasiado peligroso -dijo simplemente.

– Bueno, esto fue demasiado peligroso, quizá -el whisky empezaba a surtir sus efectos-. Ahora tendremos que pensar en algo mejor para mañana por la noche. Prometí comunicárselo esta noche. Por lo menos, hay una cosa por la que no tenemos que preocuparnos.

– ¿Qué cosa?

– El brigadier -dijo yo-. Es un cliente muy frío. No perderá la cabeza ni hará ninguna tontería. Y obedece las órdenes al pie de la letra. Lo único que tenemos que decidir ahora es qué órdenes le vamos a dar. Estuve pensando en ello cuando venía de camino. ¿Se puede alquilar una avioneta en el aeropuerto de Niza?

– Supongo que sí. ¿Por qué?

Me puse de pie para explicarme mejor.

– He aquí lo que estuve pensando. Mañana por la mañana, Farisi se va a una agencia de viajes y reserva billetes para un avión que salga hacia París al anochecer. Sus vigilantes conocerán la existencia de esta reserva inmediatamente. Luego, regresa al hotel, llama al aeropuerto por una línea exterior y alquila una avioneta para que le lleve a Cannes aproximadamente a la misma hora. Sus vigilantes no sabrán nada de esto hasta que sea demasiado tarde. Le seguirán hasta el aeropuerto, naturalmente, pero cuando comprendan lo que ha pasado, Farisi ya estará en el aire. En Cannes coge un taxi y se reúne en algún sitio de por aquí, ¿qué les parece?

Lucía se quedó pensando un momento y luego su cara se iluminó.

– Es perfecto.

– Bueno, yo no diría tanto. Primero tendríamos que saber si es posible alquilar la avioneta. Y además, tendremos que preparar la entrevista cuidadosamente. No queremos que el conductor del taxi sienta curiosidad o empiece a sospechar.

Sanger había guardado silencio hasta entonces, observándonos; pero ahora, súbitamente, se puso a reír.

Lucía le miró ceñudamente.

Sanger continuó riendo hasta hacerse pesado.

– Si nos cuenta el chiste, a lo mejor también nosotros nos reímos -dije yo.

– Es usted -dijo.

Se rió entre dientes mientras se llevaba el vaso a los labios; luego lo dejó y se limpió la cara con el pañuelo.

– Lo siento, pero es realmente muy curioso.

– ¿El plan?

– No, no. El plan es muy ingenioso. Me reía de usted.

Y empezó de nuevo.

– ¿Oh?

Empecé a sentirme molesto.

– Le ruego que me perdone -el paroxismo de la risa parecía empezar a ceder-. Fue al oírle hablar. Primero, el asunto de la clínica esta noche y luego el plan -meneó la cabeza con ademán de asombro y se sonrió hacia mí-. ¿Tiene usted idea, la menor idea, amigo mío, de lo que ha cambiado durante los tres o cuatro últimos días?

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