Robert Rotenberg - Caso Cerrado

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«Caso cerrado, de Robert Rotenberg, es uno de los mejores libros que he leído en años. Lo devoré en dos sentadas. Rotenberg escribe con aplomo y desenvoltura. Tiene una serie de personajes que bien pueden convertirse en clásicos. Incluso posee sentido del humor. Es una de esas novelas en las que basta con leer el primer capítulo para quedarse enganchado. Si Caso cerrado no gana un premio Edgar, cambio mi estilográfica por una caña de pescar.» – DOUGLAS PRESTON
«Hoy podemos vivir Venecia a través de Donna León, Edimburgo a través de lan Rankin, Los Ángeles a través de Michael Connelly. Toronto, una de las ciudades hasta ahora sin padre literario, lo viviremos a través de Robert Rotenberg.» – Times Literary Supplement
«Caso cerrado de Robert Rotenberg posee todo lo que debe tener una intriga legal, y más: personajes absolutamente atractivos; una trama tensa y creíble; un ritmo casi extenuante y, por encima de todo, una de las mejores prosas que he leído en años. Este libro tiene escrita la palabra “ganador" por todas partes.» – NELSON DEMILLE
«Ágil, completa y llena de un cautivador reparto de personajes. Caso cerrado capta la vibración y el alma de Toronto.» – KATHY REICHS
«Asombrosa… y aún más si se considera que es la primera novela del autor. Una trama como una telaraña firmemente urdida y una rica gama de personajes convierte esta obra en una lectura absorbente. Y de particular interés es el marco; Robert Rotenberg hace por Toronto lo que lan Rankin hace por Edimburgo.» – JEFFREY DEAVER
***
"En la tradición de los abogados defensores convertidos en escritores, como Scott Turow y John Grisham, el letrado Robert Rotenberg debuta en la novela con esta intriga legal, a la que aporta su rico conocimiento forense. Debería haber sido un caso visto y no visto. El principal presentador de radio del Canadá, Kevin Brace, ha confesado que ha dado muerte a su joven esposa. Ha salido a la puerta de su apartamento de lujo con las manos cubiertas de sangre y le ha dicho al repartidor de prensa: «La he matado». El cadáver de su mujer yace en la bañera con una herida mortal de cuchillo justo debajo del esternón. Ahora, sólo debería quedar el procedimiento legal: documentar la escena del crimen, llevar el caso a juicio y se acabó. El problema es que, después de musitar esas palabras incriminadoras, Brace se niega a hablar con nadie, ni siquiera con su propia abogada. Con el descubrimiento de que la víctima era una alcohólica autodestructiva, la aparición de unas extrañas huellas dactilares en la escena del crimen y un revelador interrogatorio judicial, el caso, aparentemente sencillo, empieza a adquirir todas las complejidades de un juicio por asesinato ardorosamente disputado. Firmemente enraizada en Toronto, desde la antigua prisión del Don hasta el depósito de cadáveres o los umbríos corredores de la histórica sala de justicia del Ayuntamiento Viejo, Caso cerrado nos conduce en una visita fascinante a una ciudad tan vital y excitante como el mosaico abigarrado que puebla el relato de Rotenberg. Están Awotwe Amankwah, el único periodista negro que cubre el crimen; el juez Jonathan Summers, un ex capitán de la Marina que dirige su tribunal como si todavía estuviera en el puente de mando; Edna Wingate, una «esposa de guerra» británica de ochenta y tres años fervorosa practicante del yoga con calor, y Daniel Kennicott, ex abogado de un gran bufete que se hizo policía después de que su hermano fuese asesinado y la investigación terminara en un callejón sin salida.

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– Yo cubriré el vestíbulo -dijo ella mientras entraban a la carrera en Market Place Tower-. Tú ve arriba.

Un recepcionista de uniforme levantó la vista del periódico mientras los agentes pasaban a toda prisa ante el mostrador. Las paredes de mármol estaban cubiertas de esculturas de textura granulada, se veían ramos de flores frescas por todas partes y sonaba música clásica.

Como agente más veterana, le correspondía a Bering asignar las tareas en situaciones urgentes. Mientras corrían, había llamado al operador de comisaría empleando su teléfono móvil para evitar los escáneres que intervenían las llamadas de la policía. Los hechos clave eran que a las 5.31, hacía doce minutos, Kevin Brace, el famoso presentador de radio, había salido al encuentro de su repartidor de periódicos, un tal señor Singh, a la puerta de su ático, la suite 12A. Brace le había dicho que había matado a su esposa y Singh había encontrado el cuerpo de una mujer adulta, aparentemente muerta, en la bañera. Según el repartidor, el cuerpo estaba frío al tacto y Brace estaba desarmado y tranquilo.

Que el sospechoso se mostrara tranquilo, casi plácido, era corriente en los homicidios domésticos, reflexionó Kennicott. La pasión del momento se había disipado y empezaba a sobrevenir la conmoción.

Bering señaló la puerta de la escalera, junto al ascensor.

– Dos alternativas: escalera o ascensor -dijo.

Kennicott asintió, jadeante.

– Si tomas el ascensor, el protocolo es bajarse dos pisos antes -continuó Bering.

Kennicott asintió otra vez. Había aprendido el procedimiento en el curso de formación que había hecho al entrar en el cuerpo. Unos años antes de su ingreso, dos agentes habían respondido a lo que parecía una llamada rutinaria por un asunto de violencia doméstica en la planta veinticuatro de un edificio de apartamentos. Al abrirse la puerta del ascensor, los dos habían sido abatidos a tiros por el padre, que ya había matado a su mujer y a su único hijo.

– Subiré por la escalera -respondió.

– Recuerda que cualquier palabra que pronuncie el sospechoso es vital -apuntó Bering mientras Kennicott seguía respirando aceleradamente-. Sé preciso al cien por cien en las anotaciones.

– De acuerdo.

– Entra con el arma desenfundada, pero ten cuidado con ella.

– Está bien -asintió Kennicott.

– Comunícate por radio cuando estés a punto de llegar al piso.

– Entendido -dijo el agente mientras empezaba a subir escalones.

El trabajo del agente al mando en el escenario de un homicidio era precintar el perímetro. Era como intentar proteger un castillo de arena en pleno vendaval, pues cada segundo volaban fragmentos de indicios. Kennicott estuvo tentado de subir los peldaños de tres en tres, pero entre el chaleco antibalas, el arma y el transmisor de radio, llevaba casi cinco kilos de equipo. Sube a un ritmo constante, se recomendó a sí mismo.

Cuando llegó a la tercera planta, ascendiendo los escalones de dos en dos, ya había cogido un ritmo uniforme. Kennicott y Bering llevaban cuatro noches de servicio y estaban a una hora de terminar el turno y marcharse a casa a disfrutar de cuatro días de descanso cuando habían recibido el aviso urgente. Se hallaban a la vuelta de la esquina, patrullando por el recinto cubierto de St. Lawrence Market, el gran emporio de alimentación, que empezaba la jornada a aquellas horas.

Cuando alcanzó el sexto piso, un pequeño reguero de sudor le empezaba a correr por la espalda desde la nuca. Hasta aquella llamada, la noche había transcurrido bastante tranquila. En la zona de Regent Park, un chico tamil le había arrancado un pedazo de oreja a su esposa de un mordisco; cuando llegaron, la mujer declaró que se había cortado con un pedazo de cristal. En Cabbagetown, alguien había entrado por la fuerza en la casa de una pareja gay y había dejado una cagada en su alfombra persa. En Jarvis Street, una prostituta menor de edad se les acercó a denunciar que el viejo carcamal que le ofrecía alojamiento a cambio de una felación diaria le había pegado en la cara… y luego se había insinuado a Kennicott. Todo muy trillado.

Al llegar al décimo piso, estaba sin aliento. Hacía tres años y medio que había ingresado en la policía, renunciando a una prometedora carrera como joven abogado de uno de los principales bufetes de la ciudad. ¿El motivo? Que su hermano mayor, Michael, había muerto asesinado doce meses antes. Al ver que la investigación del caso parecía no llevar a ninguna parte, había decidido cambiar la abogacía por la placa.

Mientras cubría los últimos tramos de escalera subiendo los peldaños de tres en tres, el agente pensó que esto era lo que buscaba, exactamente: la oportunidad de trabajar en un caso de homicidio. Conectó el transmisor.

– Aquí Kennicott -dijo a Bering-. Me acerco al piso once, cambio.

– Bien. Están en camino el forense, la brigada de Homicidios y un montón de coches patrulla. He inhabilitado los ascensores y no ha bajado nadie por la escalera. Cambio. Desconecta la radio. Así podrás hacer una entrada discreta.

– Bien. Corto y fuera.

Kennicott cruzó el umbral de la puerta de la planta doce y se detuvo. Ante él se abría un largo corredor que doblaba al fondo, probablemente hacia el ascensor y la otra mitad de la planta. Unos apliques blancos proyectaban una luz difusa sobre las paredes, de un amarillo apagado. En aquella parte de la planta sólo había un apartamento.

Kennicott avanzó con cautela hacia el 12A. La puerta estaba entreabierta. Tomó aire y empujó la hoja hasta abrirla por completo, al tiempo que desenfundaba el arma. Avanzó un paso y se encontró en un pasillo largo y ancho con el suelo de madera noble bañado de luz. Reinaba el silencio y se le hizo raro irrumpir en aquella suite tranquila y lujosa con el arma en la mano, como un chiquillo que jugara a policías y ladrones en las habitaciones de su casa.

– ¡Policía de Toronto! -anunció en voz alta.

Le respondió una voz masculina con acento indostánico:

– En este momento estamos sentados en la cocina situada al fondo del apartamento. La señora fallecida está en el baño de la entrada.

El agente miró detrás de la puerta de entrada y avanzó despacio por el pasillo. Las pisadas de sus botas resonaron en el suelo de madera. A medio pasillo, a su derecha, había una puerta entornada. El interior estaba iluminado y distinguió unas baldosas blancas. Como no llevaba guantes, abrió la puerta empujándola con el codo.

Era un cuarto de baño pequeño y la puerta se abría hasta la pared. Avanzó dos pasos y estuvo dentro. Una mujer de cabello largo yacía en la bañera con los ojos muy abiertos. Su rostro desangrado estaba casi tan blanco como los azulejos. No se advertía el menor movimiento.

Salió del baño. El sudor le pegaba la ropa al cuerpo.

– Nos encontrará aquí -habló de nuevo el hombre de acento indostánico.

Con cuidado de no tocar nada, Kennicott dio unos pasos más por el pasillo y llegó a una gran cocina. A su derecha, sentado en una silla de hierro forjado con aire calmado y con una taza de té en la mano, se hallaba Kevin Brace, el famoso presentador de radio. Llevaba unas zapatillas raídas e iba envuelto en un albornoz deshilachado que se ajustaba firmemente al cuello. La barba descuidada y sus características gafas grandes de montura metálica, pasadas de moda, lo hacían reconocible al instante. Brace ni siquiera levantó la vista.

Enfrente de él, al otro lado de la mesa, un anciano de piel oscura con traje y corbata se inclinaba para llenarle la taza. Entre los dos hombres, una desmañada lámpara Tiffany pendía del techo sobre la mesa, como el gran bocadillo de un cómic a la espera de que se escribiera en su interior el diálogo de la viñeta. La luz de la lámpara bañaba una fuente en la que quedaban unos pocos gajos de naranja. Kennicott observó el color encarnado de la fruta. Naranjas sanguinas, se dijo.

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