Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– Siéntese, teniente -lo invitó Brunetti, y puso las manos sobre su escritorio, en un gesto de cortés expectación.

El teniente hizo lo que se le pedía.

– He venido a pedirle consejo, commissario -dijo, suavizando las consonantes a su manera siciliana.

– ¿Sí? -preguntó Brunetti en un tono rigurosamente neutro.

– Es acerca de dos de los hombres de mi brigada.

– ¿Sí?

– Alvise y Riverre -dijo Scarpa, y la sensación de peligro de Brunetti no hubiera podido ser más acusada si el hombre hubiera emitido un silbido.

Brunetti compuso una expresión de tibio interés, preguntándose qué habrían hecho ahora aquellos dos payasos, y repitió:

– ¿Sí?

– Son imposibles, commissario. En Riverre se puede confiar para contestar al teléfono, pero Alvise no es capaz ni de eso.

Scarpa se adelantó y apoyó la palma de la mano en la mesa de Brunetti, un gesto que sin duda había aprendido a hacer cuando quería dar a entender sinceridad y preocupación.

Brunetti no podía dejar de estar muy de acuerdo con aquella afirmación relativa a los dos hombres. Riverre, sin embargo, tenía cierto gancho para hacer hablar a los adolescentes, sin duda por un sentimiento de compañerismo. Pero Alvise era, para decirlo en pocas palabras, un caso perdido. O concretamente en tres: estúpido sin remedio. Recordó que Alvise había pasado meses trabajando en un proyecto especial con Scarpa unos años antes: ¿el pobre bobo tropezó con algo que pudiera comprometer al teniente? En tal caso, habría sido demasiado estúpido para darse cuenta, o de lo contrario toda la questura se hubiera enterado el mismo día.

– No estoy seguro de coincidir con usted, teniente -mintió Brunetti-. Como tampoco sé por qué ha decidido venir a contarme eso.

Si el teniente quería algo, Brunetti se oponía. Era tan sencillo como eso.

– Yo esperaba que su preocupación por la seguridad ciudadana y por la reputación de nuestras fuerzas lo animarían a tratar de hacer algo con ellos. Por eso he venido a pedirle consejo -dijo, y luego el eco llegó con su usual y exasperante retraso-…, señor.

– No dude que aprecio su inquietud, teniente -replicó Brunetti con su voz más anodina. Luego, poniéndose en pie, añadió, tratando de parecer contrariado-. Pero desafortunadamente me estoy retrasando para una cita y debo marcharme. Sin embargo, tenga la seguridad de que consideraré sus comentarios y… -empezó a decir, y para demostrar que era igualmente capaz de recurrir al eco, hizo una pausa antes de agregar-: y el espíritu que los anima.

Brunetti rodeó su escritorio y se detuvo junto al teniente, que no tuvo otra alternativa que ponerse en pie. Brunetti guió a Scarpa fuera de su despacho, volvió para cerrar la puerta, algo que hacía raras veces, y lo precedió escaleras abajo. Brunetti saludó con un movimiento de cabeza al teniente y cruzó el vestíbulo, sin molestarse en detenerse y hablar con el guardia. Una vez fuera, decidió ir a Bragora y tratar de hablar con alguno de los ancianos con los que la signora Altavilla había trabado amistad, convencido de que escucharlos hablar de su pasado, por más exagerados que fuesen sus recuerdos, sería preferible, con mucho, a prestar oídos a la verdad -especialmente por boca de personas como el teniente Scarpa- acerca de Alvise y Riverre.

Pensó seguir el itinerario más largo hasta Bragora y cruzó el puente hacia el Campo San Lorenzo. Al acercarse, Brunetti vio el letrero, descolorido por el sol, que daba cuenta de la fecha en que comenzó la restauración de la iglesia. Ya no podía recordar cuándo se suponía que empezaron, pero seguro que hacía décadas. La gente de la questura decía que las obras habían comenzado realmente, pero eso era antes de los tiempos de Brunetti, y por eso él sólo podía creer en el rumor. Durante los años que él estuvo junto a su ventana y estudió el campo, vio empezar, continuar e incluso acabar la restauración de la casa di cura. Quizá esa restauración era de mayor importancia que la de una iglesia.

Torció a la derecha y a la izquierda varias veces y se encontró de nuevo pasando ante la iglesia de San Antonin. Luego, se encaminó a la Salizada y salió al campo, donde los árboles aún invitaban a los transeúntes a sentarse un rato a su sombra.

Cruzó el campo y llamó al timbre de la casa di cura. Se anunció y dijo que había ido a hablar con la madre Rosa. Esta vez, una monja diferente, aún mayor que la madre Rosa, lo esperaba en la puerta, en lo alto de la escalera. Brunetti dio su nombre, entró y se volvió a cerrar él mismo la puerta. La monja sonrió para darle las gracias y lo condujo hasta la habitación donde ya había hablado con la superiora.

Aquel día la madre Rosa estaba sentada en uno de los sillones, con un libro abierto en el regazo. Hizo una inclinación de cabeza cuando él entró y cerró el libro.

– ¿Qué puedo hacer hoy por usted, commissario? -preguntó.

No le hizo ninguna indicación de que se sentara, de modo que Brunetti, aunque se aproximó a ella, permaneció de pie.

– Me gustaría hablar con algunas de las personas que mejor conocieron a la signora Altavilla.

– Debe usted comprender que su deseo tiene poco sentido para mí -dijo. Como Brunetti no respondió, añadió-: Como también su curiosidad por ella.

– Para mí sí tiene sentido, madre.

– ¿Por qué?

Le salió antes de pararse a pensarlo:

– Siento curiosidad por la causa de su ataque al corazón. -Antes de que la monja pudiera preguntarle algo Brunetti continuó-: No cabe duda de que falleció de un ataque al corazón, y el doctor afirma que fue muy rápido. -Vio que ella cerraba los ojos y asentía, como si diera las gracias porque se le hubiera concedido algo que deseaba-. Pero me gustaría asegurarme de que el ataque al corazón fue…, que no fue inducido por algo. O sea desagradable.

– Siéntese, commissario -lo invitó. Cuando lo hubo hecho, dijo-: Usted se da cuenta de lo que acaba de decir, claro está.

– Sí.

– Si la causa del ataque al corazón de Costanza, que en paz descanse, fuera, como usted dice -empezó, e hizo una pausa antes de permitirse repetir la palabra- desagradable, habría razón para esto. Y si ha venido aquí en busca de esa razón, es posible que usted crea que la va a encontrar en lo que le dijo alguna de las personas con las que ella trabajaba.

– Es verdad -admitió, impresionado por la agudeza de la monja.

– Y si es verdad, entonces esa persona podría estar igualmente en peligro.

– Ciertamente, también es posible, pero creo que dependería de lo que le dijera, madre -dijo, tras decidir que no tenía otra elección que confiar en ella-. Ignoro lo que sucedió, y reconozco que es una tontería reconocer que todo cuanto tengo es una extraña sensación de que algo no encaja en esa muerte…

Consciente de no haber dicho nada sobre las marcas en el cuerpo, Brunetti se preguntó si sería peor mentir a una monja que a cualquier otra clase de persona, pero decidió que no.

– ¿Significa eso que usted no está aquí…? ¿Cómo lo diría? Que no está aquí oficialmente.

Pareció complacida por haber dado con la palabra.

– No lo estoy -tuvo que admitir-. Tan sólo quiero procurar algo de tranquilidad mental a su hijo -añadió.

Eso era verdad, pero no toda la verdad.

– Comprendo.

Lo sorprendió porque abrió el libro que tenía en el regazo y volvió a fijar la atención en él. Brunetti permaneció sentado en silencio durante un tiempo que se prolongó hasta convertirse en minutos y, luego, en más minutos.

Finalmente acercó el libro a su rostro y pareció leer en voz alta: «Los ojos del Señor están en todas partes, contemplando el mal y el bien.» Bajó el libro y se quedó mirando a Brunetti por encima de las páginas.

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