Tenía muchas preguntas, pero todas mezcladas en una sola:
– ¿Entonces, Nina…?
– Me parece que no hablaba de Nina, porque dijo algo de una, usted perdone, una sudaca que usted quería mucho…
Se alejó asustado antes de que pudiera preguntar más. La conversación telefónica de El Muerto era tensa. No me llegaba la letra, pero la música era clara: alguien lo apremiaba y sus respuestas, a pesar de una impostura de dureza, eran justificaciones urgentes, peticiones de más tiempo y paciencia.
Yo empezaba a ver claro: El Muerto había intentado engañarme con un supuesto secuestro de Lidia, que no podría responder a mis llamadas telefónicas. Él no sabía que yo tenía llaves de su casa. Cuando entendió que Nina no estaba conmigo, siguió la farsa aun sabiendo que podía venirse abajo en cualquier momento. Debía estar desesperado para apostar por un truco tan burdo.
Apareció sin ruido y me miró con odio.
– ¿Dónde vive la puta morena?
– No está ahí -dije para que los golpes que vendrían tuvieran al menos la excusa de una resistencia. Vinieron y le di la dirección de Nina. Mandó a Serrano a revisar el piso y se quedó parado en medio de la habitación semivacía. Creo que pasó horas así, mirándome.
Pensé que al menos podrían haberme dejado sobre el camastro que había en la otra pared y pese a lo incómodo de mi postura, me dormí.
Soñé con un perro negro enorme y flaco, puro dientes, que saltaba interminablemente sobre mí, para morderme la entrepierna. Y yo no podía mover más que la cabeza mientras el perro flotaba y caía sobre mí y no aparecía ninguna vieja salvadora. Soñé otras cosas febriles y cuando desperté sudoroso, era noche cerrada y no se veía nada en la habitación oscura.
Después de un rato, distinguí la sombra horizontal del camastro y sobre él lo que me pareció una silueta dormida. Una silueta delgada y temible, de las que duermen con la gruesa gabardina puesta y la navaja abierta y preparada.
Otra sombra, pequeña y ágil, se acercó a mis pies.
– Feo asunto, Nicolás, feo asunto -dijo Silvestre.
– ¿Me lo vas a contar a mí? -murmuré.
– ¿Sabes lo que te digo? Que en el fondo todo esto te gusta, eres un pelín masoca, tú. ¡Mira que venir a entregarte solito, mientras ella igual ya se está tirando a otro incauto!
– ¿Y para eso viniste, gato de mierda? Mucho cuento de libertad y mucho romanticismo barato de callejón, pero al final sos igual que tu primo el del ministro. Pero él por lo menos se consiguió alguien que lo cuide, Silvestre. Y vos no conseguiste nada, de puro cagón.
– ¡No te permito! -dijo el gato con el lomo erizado-. Yo vivo mi vida y si traté de ayudarte fue porque me diste pena. Pero tú, venga meter la pata, venga meter la pata. ¿Me hiciste caso en el Rastro? No. Y en Tánger, ya fue el colmo: te aviso que te están buscando y en lugar de actuar con sigilo, te vas a llamar la atención de los matones. Decididamente, como dices tú: eres un boludo alegre, Nicolás.
Cerré los ojos para borrar su silueta que susurraba verdades, pero cuando volví a abrirlos seguía ahí.
– Gracias por tus atenciones, gato. Pero las cosas están así y ya no puedo hacer mucho. Vos lo ves fácil porque como tenés siete vidas…
– Ya te dije que no me lo creo y por si acaso, me cuido. Y siempre se puede hacer algo. Nicolás. Siempre se puede.
Se acurrucó a mi lado, hecho un ovillo.
– ¿Sabes cuál es la diferencia entre mi primo y yo? -preguntó-. Que yo puedo quedarme contigo esta noche, aunque sea para que no te mueras solo. Nadie me espera y duermo donde me toca. Él tiene que cumplir los horarios y los rituales, y además fingir que le gustan.
El discurso me pareció una estupidez, pero no quise herirlo. Un amigo es un amigo, aunque ande a cuatro patas.
– Que se joda tu primo -dije.
– Que se joda -repitió Silvestre bostezando.
Nos dormimos juntos, cada uno soñando con su propio callejón y sus hembras peligrosas.
«La verdad es una mentira abortada.»
NICOLÁS SOTANOVSKY, Horas bajas
«La verdad es un coño.»
GUILLERMINA LARRALDE, Filosofía Práctica
«La verdad, la verdad, ¿la verdad?: No me acuerdo.»
J. SERRANO, Poeta del ring
Técnicamente aún no era de día. Faltaba el requisito formal de un pájaro cantando la mañana o, en su defecto, el desafinado estribillo de algún borracho despidiendo la noche.
Esperé.
Por la calle abajo pasó un borracho destrozando Asturias patria querida .
Ya era de día.
Silvestre no estaba y la primera lengua de luz todavía vacilante me demostró que la silueta sobre el camastro no era nada más que una manta arrugada. Intenté desatarme las manos, pero lo que Serrano llamaba atar «flojo» era un concepto ajustado a su tamaño. De cualquier manera, las ataduras empezaron a ceder, pero todo era muy lento. La mañana me había devuelto las ganas de vivir, de burlar a El Muerto y a la Muerte, para seguir equivocándome por mi cuenta, para elegir no ser un jodido gato de ministro.
El sol subía y subía, como si se hubiera quedado dormido y ahora recuperara el tiempo perdido. Oí la puerta y voces: la de Serrano y la de El Muerto, que estaba vergonzosamente excitado. Su voz se acercó y la de Jamón se alejó. Yo tiré y tiré, retorcí las manos tratando de soltar una, pero lo único que conseguí fue aumentar la separación entre ambas, algo más de movimiento. Y El Muerto estaba junto a la puerta. La abrió, pero en ese momento sonó su teléfono. Empezó a discutir con su interlocutor exigente, pero ahora sonaba más seguro. Me daba la espalda y de cuando en cuando miraba hacia mí. En la otra mano tenía abierta una navaja larga y brillante. Y gastada por el uso.
Con los ojos fijos en su espalda, a menos de cinco metros de distancia, redoblé el esfuerzo por liberar mis manos, a la vez que tiraba desesperado para acercar mi mochila. La conversación no iba a durar mucho más y yo tampoco, a menos que consiguiera soltarme. Pude poner la mochila a mi espalda y abrirla trabajosamente. Con las manos todavía sujetas, logré separarlas unos quince centímetros y rebusqué en la mochila la caja de puros y casi grito cuando El Muerto dijo al teléfono «Vale, le llamo en media hora» y pareció que iba a cortar para empezar a cortarme, pero entonces el otro lo amenazó con algo y él se ofendió por la duda y yo, que por fin toqué la caja de puros y pude soltarme una mano mientras las dos seguían detrás y me hacía el dormido, descubrí que no sabía cuál de las cajas era la de la pistola porque a las dos les había quitado el celofán y El Muerto ya cerraba el teléfono móvil a la vez que yo tiraba mentalmente una moneda al aire, la veía caer en mi mente, rodar entre recuerdos de la infancia, desviarse al topar con un hueso-recuerdo mal enterrado, «Laika, me cago en tu madre» , y perderse de vista entre un amor de adolescencia y el nombre de Ella. Me decidí por una de las cajas, la abrí mientras él giraba y la navaja giraba, metí la mano libre en la caja y comprendí que era la de los puros.
– ¿Usted fuma? -pregunté solícito.
– No fumo -dijo-. Y muy pronto, usted tampoco.
No había advertido que tenía las manos libres detrás de la espalda. Y es que El Muerto estaba eufórico. No hay nada más ridículo que un muerto entusiasmado.
– No finja más, Sotanovsky. Lo sé todo. Y aléjese de esa mochila, que no me fío de Serrano: es un blando y ya que se han hecho tan amigos, pronto irá a hacerle compañía.
Me aparté con las manos atrás, como si siguiera atado. Pero había perdido mi ocasión y la pistola seguía en la otra caja perfumándose de tabaco cubano. No alcancé a reflexionar sobre eso, porque la risa de El Muerto me sorprendió. Era como un graznido.
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