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Charlaine Harris: El Día del Juicio Mortal

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Charlaine Harris El Día del Juicio Mortal

El Día del Juicio Mortal: краткое содержание, описание и аннотация

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El juicio final está en camino, y Sookie Stackhouse tiene una habilidad especial para situarse en medio de los problemas; en particular cuando es testigo del ataque con bombas incendiarias al Merlotte’s, el bar donde trabaja. Dado que Sam Merlotte es conocido por su doble naturaleza. Las sospechas inmediatamente recaen sobre los cambiantes de la zona. Sookie tiene otra opinión, pero antes de que pueda investigar surge algo aún más peligroso. El amante de Sookie, Eric Northman, y su “niña” Pamela están tramando algo en secreto. Sea lo que sea, parecen decididos a mantener a Sookie al margen. Pero Sookie está igual de decidida a descubrir que está ocurriendo. No puede permanecer de brazos cruzados cuando tanto su trabajo como su vida amorosa están amenazados. Sin embargo, cuanto más progresa en sus investigaciones, más consciente es de que la situación es más mortal de lo que nunca hubiera podido imaginar.

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– ¡Adelante!

Pam y su acompañante salieron del vehículo. Iba con un joven que quizá tuviera los veintiuno, delgado hasta el borde de la demacración. Su pelo estaba teñido de azul y lucía un corte extremadamente geométrico, como si se hubiese puesto una caja en la cabeza, la hubiese ladeado y hubiese cortado el pelo que sobresalía. Todo lo que no entraba en el límite había quedado rapado.

Digamos que era llamativo.

Pam sonrió ante mi expresión, que rápidamente intenté convertir en acogedora. Pam era vampira desde que la reina Victoria ocupaba el trono de Inglaterra y era la mano derecha de Eric desde que la reclamara para sí en sus correrías en Estados Unidos. El era su creador.

– Hola -saludé al joven que entraba por mi puerta. Estaba muy nervioso. Me miró fugazmente, apartó la mirada, se centró en Eric y luego barrió la estancia como si intentase impregnarse de ella. Un fugaz destello de desprecio surcó su rostro lampiño tras repasar el desorden del salón, que nunca era gran cosa, ni siquiera cuando estaba ordenado.

Pam le dio una colleja.

– ¡Responde cuando te hablan, Immanuel! -restalló. Estaba un poco detrás de él, así que no hubo manera de que la viese cuando me guiñó un ojo.

– Hola, señorita -me saludó, dando un paso al frente. Arrugó la nariz.

– Apestas, Sookie -me dijo Pam.

– Es por el incendio -expliqué.

– Podrás contármelo luego -respondió, arqueando sus pálidas cejas-. Sookie, te presento a Immanuel Earnest -continuó-. Es peluquero en el Estilo de Muerte, de Shreveport. Es el hermano de mi amante, Miriam. – Aquello era mucha información en un par de frases. Me esforcé por asimilarla.

Eric contemplaba el peinado de Immanuel con fascinado desprecio.

– ¿Esto es lo que me traes para arreglarle el pelo a Sookie? -dijo a Pam. Tenía los labios apretados en una finísima línea. Sentía su escepticismo palpitar por el vínculo que nos unía.

– Miriam dice que es el mejor -señaló Pam, encogiéndose de hombros -. Hace ciento cincuenta años que no me corto el pelo. ¿Cómo voy a saberlo?

– ¡Míralo!

Empezaba a preocuparme. Incluso en aquellas circunstancias, el mal humor de Eric era excesivo.

– A mí me gustan sus tatuajes -dije-. Los colores son muy bonitos.

Aparte de su corte de pelo extremo, Immanuel estaba cubierto por unos tatuajes muy sofisticados. Nada de «AMOR DE MADRE» o «BETTY SUE», ni mujeres desnudas, sino unos diseños muy elaborados y coloridos que se extendían desde las muñecas hasta los hombros. Parecería que iba vestido aunque estuviese desnudo. El peluquero llevaba un estuche plano de cuero que se sacó de debajo del escuálido brazo.

– ¿Así que me vas a cortar las puntas chamuscadas? -pregunté, alegre.

– De tu pelo -indicó cuidadosamente. No estaba segura de necesitar esa puntualización. Me atravesó con la mirada y luego la bajó a sus pies-. ¿Tienes una banqueta alta?

– Sí, en la cocina -contesté. Cuando reconstruí mi cocina incendiada, por costumbre había comprado una banqueta alta, como la que mi abuela había usado para sentarse mientras hablaba por teléfono. El nuevo teléfono era inalámbrico, y no necesitaba quedarme en la cocina cuando lo usaba, pero la encimera no parecía completa sin una banqueta al lado.

Mis tres invitados me siguieron y yo arrastré la banqueta hasta el centro de la estancia. Apenas quedó espacio para todos cuando Eric y Pam se sentaron al otro extremo de la mesa. Eric atravesaba a Immanuel con mirada ominosa, mientras que Pam simplemente aguardaba para entretenerse con nuestra agitación emocional.

Me subí a la banqueta y me obligué a sentarme con la espalda recta. Las piernas me escocían, los ojos me lloraban y la garganta me dolía. Pero me obligué a sonreír a mi peluquero. Immanuel estaba muy nervioso. No es lo más aconsejable en alguien que va a manejar unas tijeras afiladas cerca de tu cara.

Me quitó la goma que me sujetaba la coleta. Se produjo un profundo silencio mientras evaluaba los daños. No emitía pensamientos positivos. Mi vanidad se adueñó de mis palabras.

– ¿Tan mal está? -pregunté, intentando que la voz no me temblara. Ahora que me sentía a salvo en casa, mi cuerpo empezaba a reaccionar.

– Voy a tener que quitarte por lo menos tres dedos -dijo en voz baja, como si me estuviese contando que un familiar estuviera gravemente enfermo.

Para mi vergüenza, reaccioné como si estuviera viendo las noticias. Sentía las lágrimas agolpándose en mis ojos y los labios me temblaban. «¡Es ridículo!», pensé. Mis ojos se deslizaron a la izquierda, cuando Immanuel puso su estuche de cuero sobre la mesa de la cocina. Abrió la cremallera y sacó un cepillo. Había varias tijeras dispuestas en bucles espirales y una plancha eléctrica con el cable pulcramente enrollado. Cuidado completo del pelo a domicilio.

Pam escribía un mensaje en el móvil a una increíble velocidad. Sonreía, como si el mensaje fuese condenadamente divertido. Eric me miraba fijamente. Su mente destilaba muchos pensamientos oscuros. No podía leerlos, pero sabía que estaba profundamente descontento.

Dejé escapar un suspiro y miré al frente. Amaba a Eric, pero en ese momento sólo deseaba que se llevase sus preocupaciones a otra parte. Sentí el contacto de Immanuel en mi pelo cuando empezó a cepillármelo. La sensación era muy extraña cuando llegaba a las puntas. Un leve tirón y un llamativo sonido me indicaron que parte del pelo quemado se había desprendido.

– No tiene arreglo -murmuró Immanuel-. Voy a cortarlo. Luego te lo lavarás y volveré a cortar.

– Tienes que buscarte otro trabajo -dijo Eric abruptamente, y el cepillo de Immanuel se detuvo en seco hasta que se dio cuenta de que Eric me hablaba a mí.

Quería enfadarme con mi novio. Quería darle una bofetada en su preciosa y testaruda cara.

– Ya hablaremos luego -dije, sin mirarlo.

– ¿Qué será lo siguiente? ¡Eres demasiado vulnerable!

– Hablaremos luego.

Por el rabillo del ojo vi a Pam apartando la cabeza para que Eric no viese su sonrisa traviesa.

– ¿No deberías taparla con algo? -gruñó Eric a Immanuel-. ¿No deberías taparle la ropa?

– Eric -intervine-, dado que apesto a humo y a extintor, no creo que sea demasiado importante proteger mi ropa del pelo quemado.

Eric no bufó, pero estuvo cerca. No obstante, pareció darse cuenta de mi doloroso estado emocional y se contuvo.

El alivio fue tremendo.

Immanuel, cuyas manos eran sorprendentemente estables para alguien metido en una diminuta cocina con dos vampiros (uno de ellos extremadamente susceptible) y una camarera chamuscada, me cepilló hasta dejar el pelo lo más suave posible. Luego cogió las tijeras. Notaba que el peluquero se concentraba absolutamente en su tarea. Descubrí que Immanuel era un portento de la concentración, ya que su mente era una ventana abierta para mí.

No llevó mucho tiempo. Los mechones quemados cayeron al suelo como copos de nieve.

– Necesito que te duches y vuelvas con el pelo limpio y mojado -dijo Immanuel-. Después, te lo igualaré un poco. ¿Dónde tienes la escoba y el recogedor?

Le indiqué dónde estaban antes de ir a mi cuarto de baño, atravesando el dormitorio. Me pregunté si Eric me acompañaría, ya que sabía, por anteriores experiencias, que le gustaba mi ducha. Tal como me sentía, estaría mucho mejor si se quedaba en la cocina.

Me quité la ropa apestosa y abrí el grifo para que fluyera el agua más caliente que mi cuerpo pudiera soportar. Fue un alivio entrar en la ducha y notar que la humedad y el calor cubrían todo mi cuerpo. Cuando el agua llegó a mis piernas, me escoció mucho. Por un instante no supe ver el lado positivo de nada. Sólo recordé el miedo que había pasado. Pero, una vez lidiado con ello, algo afloró en mi mente.

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