Karin Slaughter - El número de la traición

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En la sala de urgencias del hospital más ajetreado de Atlanta, la doctora Sara Linton se ocupa de los pobres, de los heridos y de los desafortunados. De esta manera se refugia de la tragedia que hizo tambalear su vida hace unos años. Es entonces cuando una mujer muy malherida entra en el hospital y Sara se ve trasladada de nuevo a un mundo de horror y violencia. La mujer, desnuda y con evidentes signos de haber sido torturada, ha sido atropellada, pero está claro que antes había sido la presa de una mente retorcida.
En las afueras de Atlanta, donde encuentran a la paciente de Sara, la policía local ha empezado sus pesquisas, pero el detective Will Trent, de la Oficina estatal de Investigación de Georgia, no espera a que su jefa le dé la autorización necesaria para inmiscuirse en el caso: se lanza a través del cordón policial y directo al frondoso bosque y consigue encontrar una casa de los horrores escondida bajo tierra y un nuevo cadáver… la terrible realidad es que la paciente de Sara tan solo es una de las múltiples víctimas de un asesino cruel y sádico.
Will y su compañera Faith Mitchell, otra detective quien a su vez tiene sus propios secretos, consiguen hacerse con el caso, aunque para ello hayan de pelearse con el jefe local de policía y justo entonces otra mujer -inteligente, atractiva, bien situada y madre de un niño pequeño- es secuestrada. Will y Faith se encuentran en el ojo de un huracán para dar caza y captura a un asesino. Y, de hecho, ellos son lo único que hay entre un loco y su próxima víctima.

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Amanda guardó silencio unos instantes, probablemente esperando a que dejara de salirle humo por las orejas. Un segundo relámpago azotó el cielo, y el trueno que vino a continuación impidió a Will oír lo que le decían al otro lado de la línea.

– ¿Cómo? -preguntó.

– ¿En qué estado está la víctima? -repitió en tono cortante.

Will no pensó en Anna, sino en la mirada que había visto en los ojos de Sara Linton cuando subieron a la víctima al quirófano.

– La cosa pinta muy mal.

Amanda dejó escapar un hondo suspiro.

– Hazme un resumen.

Will le explicó el caso en líneas generales; el aspecto que tenía la mujer, los signos de tortura.

– Seguramente venía del bosque. Tiene que haber una casa en alguna parte, una cabaña o algo. No parecía que hubiera estado a la intemperie. Alguien la tuvo secuestrada durante un tiempo, la mató de hambre, la violó, la torturó.

– ¿Crees que algún paleto se la llevó?

– Creo que fue secuestrada -replicó Will-. Lleva un buen corte de pelo y tiene los dientes blanqueados. No hay marcas de pinchazos, ni cicatrices. Tenía dos pequeñas cicatrices en la espalda, probablemente de una liposucción.

– Así que no es una vagabunda ni una prostituta.

– Había sangre en las muñecas y en los tobillos, como si hubiera estado maniatada. Algunas heridas habían empezado a cicatrizar, otras eran recientes. Estaba flaca, mucho. Debía de llevar bastantes días secuestrada; una semana, quizá, a lo sumo dos.

Amanda maldijo entre dientes. El papeleo empezaba a ser excesivo. El DIG era a nivel estatal lo que el FBI al nacional: se coordinaba con los cuerpos de policía locales cuando los delitos traspasaban los límites de un condado, y su cometido era centrarse en la investigación más allá de las disputas territoriales. El estado disponía de ocho laboratorios forenses, de cientos de agentes especiales y de la policía científica, todos ellos dispuestos a colaborar con cualquier otro cuerpo de policía que lo solicitase. El problema era que la petición debía presentarse por escrito. Había formas de asegurarse de que la cumplimentaran, pero para eso había que pedir favores, y por razones que no sería de buena educación discutir en público, Amanda había perdido toda su influencia en Rockdale unos meses atrás por un caso relacionado con un padre mentalmente desequilibrado que había secuestrado y asesinado a sus propios hijos.

Will volvió a intentarlo:

– Amanda…

– Deja que haga algunas llamadas.

– Antes de nada, ¿podrías llamar a Barry Fielding? -preguntó, refiriéndose al responsable de la brigada canina del DIG-. No estoy muy seguro de que la policía local sepa exactamente a qué se enfrenta. No han visto a la víctima, ni han hablado con los testigos. Su detective ni siquiera había llegado al hospital cuando me fui. -Amanda no respondió, así que Will continuó-: Barry vive en el condado de Rockdale.

Al otro lado de la línea se oyó un tercer suspiro aún más profundo, y tras una pausa Amanda respondió.

– Vale. Pero intenta no tocarle los huevos a nadie más de lo estrictamente necesario. Llámame cuando descubras algo más. -Colgó.

Will cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta; en ese preciso instante, un relámpago iluminó el cielo y un trueno retumbó en sus oídos. Will aminoró la velocidad; tenía las rodillas pegadas al plástico del salpicadero. El plan era llegar hasta la autopista 316, al lugar en que se había producido el accidente y, una vez allí, pedir muy educadamente que le dejaran entrar en la escena. Lo que no había previsto era el control de tráfico. Había dos patrulleros de la policía de Rockdale atravesados en mitad de la carretera, cortando ambos sentidos, y dos recios agentes plantados justo delante. Unos quince metros más allá, unas gigantescas lámparas de xenón iluminaban un Buick con el morro aplastado. Los agentes de la policía científica estaban por todas partes, enfrascados en la pesada tarea de recoger cada mota de polvo, piedra y cristal para llevarlo todo a analizar al laboratorio.

Uno de los agentes se acercó al Mini. Will buscó el interruptor para bajar el cristal de la ventanilla, olvidando por un momento que estaba en el salpicadero. Para cuando logró bajar el cristal, el otro agente había venido a reunirse con su compañero y ambos le sonreían. Will cayó entonces en que debía de resultar bastante cómico verle metido en ese coche tan pequeño, pero eso ya no tenía solución. Cuando Faith se desmayó en el aparcamiento, lo único que pensó fue que el coche de ella estaba más cerca que el suyo y que tardaría menos en llegar al hospital si lo cogía.

– El circo está por ahí-le dijo el segundo agente, señalando hacia Atlanta con el dedo.

Will sabía que no debía intentar sacar la cartera mientras estuviera dentro del coche, de modo que abrió la puerta y salió del vehículo lo más dignamente que pudo. Un trueno retumbó por todo el cielo y los tres miraron hacia arriba.

– Agente especial Will Trent -les dijo, al tiempo que les mostraba su identificación.

Ambos adoptaron una actitud cautelosa. Uno de ellos se alejó, hablando por la radio que llevaba en el hombro, seguramente para consultar a su jefe (a veces la policía local se alegraba de poder contar con el DIG; otras preferían pegarles un tiro). El otro agente le preguntó:

– ¿Adónde vas tan elegante, si puede saberse? ¿O es que vienes de un funeral?

Will se limitó a ignorar la pulla.

– Estaba en el hospital cuando ingresaron a la víctima.

– Tenemos varias víctimas -respondió el agente, claramente dispuesto a ponerle las cosas difíciles.

– La mujer -especificó Will-. La que se cruzó en la carretera y fue atropellada por un Buick conducido por un matrimonio mayor. Creemos que se llama Anna.

El segundo agente ya estaba de vuelta.

– Voy a tener que pedirle que vuelva a su coche, caballero. Según mi superior, esto está fuera de su jurisdicción.

– ¿Puedo hablar con su superior?

– Ya imaginaba que diría eso -replicó el agente, con una aviesa sonrisa-. Me dijo que podía llamarle por la mañana, alrededor de las diez o diez y media.

Will miró hacia la escena del crimen.

– ¿Puede decirme su nombre?

El policía se tomó su tiempo y, con mucha parsimonia, sacó su libreta, después el bolígrafo y, por fin, anotó el nombre. Arrancó la hoja con sumo cuidado y se la dio a Will, que miró fijamente los garabatos que había encima del número.

– ¿Está en inglés?

– ¿Es usted idiota? Fierro. Es italiano. -El hombre miró el papel y añadió-. Está bien clarito.

Will dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco.

– Gracias.

No era tan tonto como para creer que los dos agentes regresarían tranquilamente a sus puestos mientras él volvía a entrar en el Mini. Pero ahora ya no tenía ninguna prisa. Se agachó, vio la palanca que servía para ajustar el asiento del conductor y la empujó hacia atrás todo lo que pudo. Se metió en el coche y se despidió de los agentes con la mano mientras daba media vuelta y se alejaba.

La 316 no había sido siempre una carretera secundaria. Antes de que se construyera la I-20, era la autopista que conectaba Rockdale con Atlanta. Actualmente, la mayoría de los conductores preferían la interestatal, pero todavía quedaba gente que la utilizaba como atajo. A finales de los años noventa, Will había participado en una operación encubierta para erradicar la prostitución de la zona y sabía que incluso entonces no era una carretera con mucho tráfico. Que aquellos dos coches hubieran pasado por allí al mismo tiempo que la mujer era casi milagroso. Y que esta hubiera logrado cruzarse en el camino de uno de ellos era todavía más sorprendente.

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