Karin Slaughter - Temor Frío

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En los terrenos pertenecientes a una pequeña universidad del sur de Estados Unidos ha sido hallado el cuerpo de un estudiante que aparentemente se ha suicidado. Acompañada de su hermana embarazada, la forense Sara Linton acude al lugar para examinar el cadáver del joven, pero hay algunos detalles que no parecen cuadrar con la hipótesis del suicidio. Mientras Sara trabaja, su hermana Tessa, que se ha separado del grupo, es atacada brutalmente por un desconocido. A partir de ahí, la investigación que dirige Jeffrey Tolliver, ex marido de Sara y jefe de policía, deja de ser rutinaria y toma un rumbo inesperado. No tardan en aparecer los cadáveres de otros dos estudiantes universitarios. Los primeros indicios señalan que también se han suicidado, pero la lógica invita a pensar que hay algo más oscuro y terrible detrás de este cadena de muertes. Con un ritmo vertiginoso, Temor frío avanza sin dar concesiones al lector, desarrollando una historia que engancha desde la primera hasta la última página.

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– Sí. Yo también estaba presente, ¿te acuerdas?

– ¿Por qué no podemos seguir tal como estamos ahora?

– Quiero algo más que eso -dijo Jeffrey-. Quiero tener un día realmente asqueroso de trabajo y volver a casa y que me preguntes qué hay para cenar. Quiero volcar el cuenco de agua de Bubba en mitad de la noche. Quiero despertarme por la mañana con el sonido de tus palabrotas porque me dejé el suspensorio colgado de la puerta.

Sara sonrió en contra de su voluntad.

– Haces que todo suene tan romántico.

– Te quiero.

– Ya lo sé -dijo Sara y, aunque ella también le amaba, era incapaz de expresarlo-. ¿Cuándo puedes venir?

– Eso es lo que quería oír.

– Quiero que se lo cuentes tú -dijo Sara. Como él no respondiera, añadió-: Van a hacerme preguntas que yo no puedo contestar.

– Ya sabes todo lo que yo sé.

– No creo que sea capaz de contárselo. Creo que en estos momentos no me veo con fuerzas.

Jeffrey esperó un instante antes de decir:

– Me pasaré a eso de las cuatro y media.

– Muy bien. -Sara le dio el número de habitación de Tessa. Estaba a punto de colgar cuando dijo-: ¿Jeff?

– ¿Sí?

Ahora que no le había dejado colgar, Sara no sabía qué decirle.

– Nada -dijo-. Te veré cuando llegues.

Jeffrey le concedió unos segundos para añadir algo más, pero al final se despidió.

– Muy bien. Hasta entonces.

Sara se despidió con la sensación de que acababa de caminar sobre una cuerda floja encima de un lago infestado de caimanes. Le habían sucedido tantas cosas esa semana que ni siquiera podía asimilar lo que le había dicho Jeffrey. Quería coger el teléfono y decirle que lo sentía, que le quería, pero también quería llamarle y decirle que se quedara en casa.

Al otro lado de la puerta oía cómo por megafonía llamaban a los médicos y repetían los códigos de urgencia. Unas figuras borrosas pasaron junto al cristal, y sus imágenes centellearon como luces estroboscópicas mientras corrían para ayudar a los pacientes. Era como si hubieran transcurrido cien años desde que ella era una interna. Ahora todo parecía más complicado y, aunque estaba segura de que la vida era tan agobiante como cuando era joven, siempre pensaba en esos días con nostalgia. Aprender a ser cirujano, tratar casos críticos que exigían el empleo de toda su disciplina, había sido algo tan adictivo como la heroína. Todavía le daba un subidón cuando se acordaba de lo que era trabajar en el Grady. En cierto momento de su vida, el hospital había sido más importante que el aire. Hasta su familia parecía poca cosa en comparación.

Tomar la decisión de volver a Grant le había parecido fácil en aquel momento. Quería -necesitaba- estar con su familia, regresar a sus raíces y sentirse segura, volver a ser una hija y una hermana. Había sido muy cómodo asumir el papel de pediatra de una pequeña población, y sabía que le había proporcionado cierta paz poder devolver a esa población todo lo que le había dado de niña y adolescente. Sin embargo, desde que se fuera de Atlanta, no pasaba una semana sin que se preguntara qué habría sido de su vida de haberse quedado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

Sara recorrió el despacho de Mason con la mirada, preguntándose cómo sería volver a trabajar con él. Cuando era interno, Mason era muy meticuloso, lo que le convirtió en un cirujano muy bueno. Contrariamente a Sara, dejaba que ese rasgo se traspasara a su vida personal. Era de esos hombres que no podían dejar un plato sucio en el fregadero ni un montón de ropa arrugada en la secadora. La primera vez que Mason visitó su apartamento, casi le da una apoplejía al ver el cesto de ropa sin doblar que llevaba dos semanas en la mesa de la cocina. Cuando Sara se despertó a la mañana siguiente, Mason había doblado la ropa antes de iniciar su turno de las cinco de la mañana.

Un golpe en la puerta sacó a Sara de su ensueño.

– Pase -dijo poniéndose en pie.

Mason James abrió la puerta. Llevaba una caja de pizza en una mano y dos latas de Coca-Cola en la otra.

– Pensé que tendrías hambre.

– Siempre -dijo ella, cogiendo los refrescos.

Mason puso varias servilletas de papel sobre la mesita, sosteniendo en lo alto la pizza mientras decía:

– Les he llevado una a tus padres.

– Has sido muy amable -dijo Sara, dejando las latas sobre la mesa para ayudarle con las servilletas.

Mason le dio la caja de pizza para que pudiera poner las servilletas bajo las latas.

– Cuando ibas a la facultad te encantaba esta pizzería.

– Shroomies -leyó en lo alto de la caja-. ¿De verdad?

– Siempre ibas a comer allí. -Se frotó las manos-. Voilá.

Sara bajó la vista. Mason había alineado las servilletas formando un cuadrado perfecto. Sara le entregó la caja.

– Dejaré que la pongas tú para que quede perfecta.

Mason se rió.

– Hay cosas que nunca cambian.

– No -asintió Sara.

– Tu hermana tiene buen aspecto -dijo Mason, colocando la caja de modo que coincidiera con los ángulos de la mesa-. Camina mucho mejor que ayer.

Sara se sentó en el sofá.

– Creo que mi madre le ha estado insistiendo en que debe caminar.

– Sé lo insistente que puede ser Cathy. -Abrió una servilleta y se la colocó sobre el regazo-. ¿Te llegaron las flores?

– Sí -dijo Sara-. Gracias. Son preciosas.

Mason abrió las latas.

– Sólo quería que supieras que pensaba en ti.

Sara jugó con la servilleta, sin saber qué decir.

– Sara -dijo Mason, apoyando la mano en el respaldo del sofá, detrás de Sara-. Nunca he dejado de amarte.

Sara se sonrojó, un tanto incómoda, pero, antes de que ella pudiera reaccionar, Mason se inclinó hacia ella y la besó. Ante su propia sorpresa, Sara devolvió el beso. Antes de saber lo que estaba ocurriendo, Mason se acercó un poco más, la empujó suavemente sobre el sofá hasta quedar encima de ella. Sus manos se adentraron bajo la blusa de Sara mientras apretaba su cuerpo contra el de ella. Ella le rodeó con los brazos, pero en lugar de la despreocupada euforia que sentía en tales momentos, sólo pensaba en que la persona a la que estaba abrazando no era Jeffrey.

– Espera -dijo Sara, deteniendo la mano de Mason, ya en el botón de sus pantalones.

Mason se incorporó con tanta precipitación que se dio con el cogote contra la pared que había detrás del sofá.

– Lo siento.

– No -dijo ella, abrochándose la blusa, y sintiéndose como una adolescente a la que han pillado en la fila de los mancos-. Soy yo la que lo siente.

– No te disculpes -dijo Mason, colocando el tobillo sobre la rodilla.

– No, yo…

Mason sacudió el pie.

– No debería haberlo hecho.

– No pasa nada -dijo Sara-. Yo tampoco me he resistido.

– Y que lo digas -dijo Mason, soltando un resoplido-. ¡Dios!, cuánto te deseo.

Sara tragó saliva, con la sensación de que tenía demasiada dentro de la boca.

Mason se volvió hacia ella.

– Eres maravillosa, Sara. Me parece que tal vez lo has olvidado.

– Mason.

– Eres extraordinaria.

Sara se sonrojó, y él extendió un brazo y le puso el pelo detrás de la oreja.

– Mason -repitió ella, cogiéndole una mano.

Mason se inclinó para volver a besarla, pero ella le apartó la cara.

Él se echó para atrás con tanta brusquedad como la primera vez.

– Lo siento. Es sólo que…

– No tienes que darme explicaciones.

– Sí, Mason. Quiero que sepas que…

– No, de verdad.

– Deja de decirme que no -le ordenó Sara, y a continuación comenzó a hablar muy deprisa-. Sólo he estado con Jeffrey. Desde que me fui de Atlanta, quiero decir. -Se apartó de él, temiendo que si se quedaba muy cerca volviera a besarla. O peor aún, que ella aceptara el beso-. Desde entonces él ha sido el único.

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