Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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La joven recorrió una calle tras otra y una manzana tras otra consciente de que, al igual que ocurría los fines de semana, los que de lunes a viernes iban a Manhattan a trabajar habían huido a las colinas, dejando que los lugareños hicieran lo que podían. En ese momento otro grupo desconocido recorría la ciudad como si estuviera atontado. Durante el último siglo Nueva York había absorbido ciudadanos de todas las naciones de la tierra y ahora incorporaban otra raza a sus filas. Daba la impresión de que el grupo de inmigrantes más recientes acababa de salir de las entrañas de la tierra y, como cualquier raza nueva, se distinguía por su color: gris ceniza. Deambulaban por Manhattan como corredores de maratón que regresan a casa cojeantes horas después de que los competidores más serios hayan abandonado la escena. Había otro recordatorio, más visual si cabe, para todo el que aquella tarde otoñal mirase hacia arriba: el perfil de Nueva York ya no se caracterizaba por los rascacielos altivos y relucientes, que quedaron eclipsados por la densa bruma gris que pendió de la ciudad como un visitante inoportuno. En algunos puntos la nube impía presentaba grietas, gracias a las cuales Tina reparó en las astillas de metal irregular que sobresalían del suelo: era todo lo que quedaba de uno de los edificios más altos del mundo. La cita con el dentista le había salvado la vida.

Tina pasó frente a tiendas y restaurantes vacíos de una ciudad que se jactaba de no cerrar nunca. Aunque se recuperaría, Nueva York nunca volvería a ser la misma. Los terroristas eran seres que vivían en tierras remotas: Oriente Próximo, Palestina, Israel e incluso España, Alemania e Irlanda del Norte. Volvió a contemplar la nube. Los terroristas se habían instalado en Manhattan y dejado su tarjeta de visita.

Aunque sin expectativas, Tina volvió a hacer señas ante algo tan raro como un taxi que pasaba por allí. El vehículo se detuvo haciendo chirriar los frenos.

15

Anna se metió en la cocina y se puso a lavar los platos. Se mantuvo ocupada con la esperanza de que su mente no regresase constantemente a los rostros de los que subían la escalera, ya que temía que esas caras quedaran grabadas en su memoria durante el resto de su vida. Acababa de descubrir el aspecto negativo de su don extraordinario.

Intentó pensar en Victoria Wentworth y en cómo podía impedir que Fenston le arruinase la vida. ¿La creería Victoria cuando dijese que no sabía que Fenston siempre había tenido la intención de robarle el Van Gogh y esquilmarla? ¿Por qué iba a creerle? Al fin y al cabo, la propia Anna era miembro de la junta y también la habían engañado.

Salió de la cocina y buscó un mapa. Encontró un par en una estantería colocada en la sala, por encima del escritorio de Tina: un ejemplar de Streetwise Manhattan y The Columbia Gazetteer of North America, apoyados en el último éxito de ventas sobre John Adams, segundo presidente de Estados Unidos. Se detuvo a admirar la reproducción de Rothko colgada en la pared de enfrente de la estantería; aunque no era su estilo, sin duda se trataba de uno de los pintores preferidos de Tina, ya que también tenía otra reproducción en el despacho. Anna pensó que Tina ya no tenía despacho y volvió a concentrarse en el presente. Regresó a la cocina y desplegó sobre la mesa el mapa de Nueva York.

En cuanto decidió por dónde saldría de Manhattan, Anna dobló el mapa y se concentró en el volumen de mayores dimensiones. Pensó que la ayudaría a decidir qué frontera atravesaba.

Buscó México y Canadá en el índice y tomó muchas notas, como si preparase un documento para la junta; en general planteaba dos opciones, pero siempre concluía los informes con una recomendación clara. Cuando por fin cerró la tapa del grueso libro azul, Anna ya no tenía dudas acerca de la dirección que debía tomar si quería llegar a tiempo a Inglaterra.

Tina dedicó el trayecto en taxi hasta Thornton House a evaluar cómo haría para entrar en el apartamento de Anna y salir con el equipaje sin despertar las sospechas del portero. En cuanto el vehículo se detuvo frente al edificio, Tina se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Se percató de que no llevaba chaqueta y se puso como un tomate. Había salido de casa sin dinero. A través de la ventanilla de plástico Tina echó un vistazo al disco identificador del conductor: Abdul Affridi; también vio que del retrovisor colgaban cuentas. El taxista paseó la mirada a su alrededor y no sonrió. Ese día nadie sonreía.

– He salido de casa sin dinero -espetó Tina y se preparó para oír una sarta de tacos.

– No se preocupe -masculló el taxista, se apeó rápidamente y abrió la portezuela.

Por lo visto, todo había cambiado en Nueva York.

Tina le dio las gracias, se acercó nerviosa a la puerta de entrada de Thornton House y repasó la primera frase que diría. Modificó el guión en cuanto vio a Sam sentado detrás de la recepción, sujetándose la cabeza con las manos y sollozando.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Tina-. ¿Conocía a alguien que estaba en el World Trade Center?

Sam levantó la cabeza. Sobre el mostrador de la recepción había una foto de Anna durante su participación en el maratón.

– No ha vuelto a casa -replicó-. Todos los habitantes de esta vivienda que trabajan en el World Trade Center han regresado hace horas.

Tina abrazó al anciano y pensó que era una víctima más. Le habría encantado decirle que Anna estaba sana y salva, pero de momento no podía hacerlo.

Poco después de las ocho Anna se tomó un descanso e hizo zapeo. Todas las cadenas daban la misma noticia. Descubrió que no podía seguir mirando reportajes que constantemente le recordaban su modesto papel de figurante en ese drama en dos actos. Estaba a punto de apagar el televisor cuando anunciaron que el presidente Bush se dirigiría a la nación: «Buenas noches. Hoy nuestros conciudadanos…». Anna prestó atención y asintió cuando el presidente prosiguió: «Las víctimas viajaban en aviones o estaban en sus despachos; eran secretarias, hombres y mujeres de negocios…». La experta en arte volvió a pensar en Rebecca. «Nadie olvidará jamás este día…», concluyó el presidente y Anna estuvo de acuerdo. Apagó el televisor cuando la Torre Sur se desplomó por enésima vez, como si fuera el momento culminante de una película de desastres.

Anna tomó asiento y miró el mapa desplegado sobre la mesa de la cocina. Por segunda o quizá por tercera vez repasó su salida de Nueva York. Tomaba apuntes detallados de todo lo que tenía que hacer antes de marcharse por la mañana cuando la puerta del apartamento se abrió y Tina entró como pudo, con el ordenador portátil colgado de un hombro y la maleta voluminosa a la rastra. Anna corrió por el pasillo para darle la bienvenida y le pareció que su amiga estaba agotada.

– Querida, lamento haber tardado tanto -dijo Tina, se deshizo del equipaje en el recibidor, caminó por el pasillo recién limpiado con el aspirador y entró en la cocina-. No había muchos autobuses que hicieran mi camino, sobre todo porque me dejé el dinero en casa -acotó y se dejó caer en una silla de la cocina-. Quiero que sepas que he tenido que apelar a tus quinientos dólares porque, de lo contrario, no habría vuelto hasta después de medianoche.

Anna rió y declaró:

– Ahora es a mí a quien le toca preparar café.

– Solo me pararon una vez -explicó Tina-. Fue un policía muy amable que registró tu equipaje y aceptó la explicación de que me habían enviado de vuelta del aeropuerto porque no pude coger mi vuelo. Incluso le mostré tu billete.

– ¿Has tenido problemas en el apartamento? -preguntó Anna al tiempo que preparaba la cafetera por tercera vez.

– Tuve que consolar a Sam, que evidentemente te adora. Me pareció que hacía horas que lloraba. Ni siquiera tuve que mencionar a David Sullivan, ya que a Sam solo le interesaba hablar de ti. Cuando subí al ascensor ni siquiera le importó saber adónde me dirigía. -Tina paseó la mirada por la cocina y se dio cuenta de que no la había visto tan limpia desde que se mudó. Miró el mapa desplegado sobre la mesa e inquirió-: ¿Ya has elaborado un plan?

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