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Jeffrey Archer: En pocas palabras

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Jeffrey Archer En pocas palabras

En pocas palabras: краткое содержание, описание и аннотация

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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– Sí -contestó su hermana, tirante, mientras él le abría la puerta.

Cornelius creyó detectar un leve rubor en sus mejillas. Rió para sí mientras el coche se alejaba. Estaba aprendiendo más acerca de su familia a cada minuto que pasaba.

Cornelius entró en casa y volvió a su estudio. Cerró la puerta, descolgó el teléfono del escritorio y marcó el número del despacho de Frank.

– Vintcent, Ellwood y Halfon -dijo una voz formal.

– Quisiera hablar con el señor Vintcent.

– ¿De parte de quién?

– Cornelius Barrington.

– Voy a ver si está ocupado, señor Barrington.

Muy bien, pensó Cornelius. Frank debía haber convencido incluso a su recepcionista de que los rumores eran fidedignos, porque antes su respuesta siempre era: «Le paso ahora mismo, señor».

– Buenos días, Cornelius -dijo Frank-. Acabo de hablar con tu hermano Hugh. Es la segunda vez que llama esta mañana.

– ¿Qué quería? -preguntó Cornelius.

– Que le explicara todas las implicaciones, y también sus obligaciones inmediatas.

– Bien -dijo Cornelius-. Por lo tanto, ¿puedo abrigar la esperanza de recibir un cheque por cien mil libras dentro de poco?

– Lo dudo -dijo Frank-. A juzgar por el tono de su voz, no creo que sea eso lo que tenga en mente, pero te informaré en cuanto vuelva a llamarme.

– Ardo en deseos, Frank.

– Creo que te lo estás pasando en grande, Cornelius.

– No lo dudes -contestó el anciano-. Ojalá Millie estuviera aquí para disfrutar de la diversión conmigo.

– Sabes lo que habría dicho, ¿verdad?

– No, pero presiento que me lo vas a decir de todas maneras.

– Eres un viejo perverso.

– Y, como siempre, habría acertado -confesó Cornelius con una carcajada-. Adiós, Frank.

Justo cuando colgaba, alguien llamó a la puerta.

– Adelante -dijo Cornelius, desconcertado.

La puerta se abrió y entró su ama de llaves, provista de una bandeja con una taza de té y un plato de galletas. Como siempre, iba impecable, sin un cabello fuera de sitio, sin mostrar señales de turbación. «No habrá recibido todavía la carta de Frank», fue el primer pensamiento de Cornelius.

– Pauline -dijo, mientras la mujer dejaba la bandeja sobre el escritorio-, ¿esta mañana has recibido una carta de mi abogado?

– Sí, señor -dijo Pauline-; venderé el coche de inmediato, señor, y le devolveré las quinientas libras. -Hizo una pausa antes de mirarle a la cara-. Me estaba preguntando, señor…

– ¿Sí, Pauline?

– ¿Sería posible devolverle la deuda a cambio de horas de trabajo? Necesito el coche para ir a buscar a mis hijas al colegio.

Por primera vez desde que se había embarcado en la empresa, Cornelius se sintió culpable. Pero sabía que, si accedía a la petición de Pauline, alguien lo averiguaría, y todo el proyecto se vendría abajo.

– Lo siento muchísimo, Pauline, pero no me queda otra alternativa.

– Eso es exactamente lo que explicaba el abogado en la carta -dijo Pauline, mientras manoseaba un pedazo de papel guardado en el bolsillo de su delantal-. ¿Sabe?, nunca he confiado demasiado en los abogados.

Esta afirmación consiguió que Cornelius se sintiera todavía más culpable, porque no conocía a una persona más digna de confianza que Frank Vintcent.

– Será mejor que le deje ahora, señor, pero volveré esta noche para comprobar que no haya demasiado desorden. ¿Sería posible, señor…?

– ¿Posible…? -repitió Cornelius.

– ¿Podría darme una referencia? Quiero decir, no es fácil para alguien de mi edad encontrar un empleo.

– Te daré una referencia que te conseguiría un empleo en el palacio de Buckingham -dijo Cornelius. Se sentó de inmediato a la mesa y escribió una fervorosa homilía sobre los servicios que Pauline Croft le había prestado durante más de dos décadas. La leyó de cabo a rabo, y después se la tendió-. Gracias, Pauline -dijo-, por todo lo que hiciste en el pasado por Daniel, Millie y, sobre todo, por mí.

– Ha sido un placer, señor -contestó Pauline.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Cornelius no pudo por menos que preguntarse si, a veces, el agua era más espesa que la sangre.

Se sentó a su escritorio y empezó a escribir algunas notas para recordar lo que había sucedido aquella mañana. Cuando hubo terminado, fue a la cocina para prepararse algo de comer y descubrió que una ensalada le estaba esperando.

Después de comer, Cornelius subió a un autobús para ir a la ciudad: una nueva experiencia. Le costó cierto tiempo localizar una parada, y luego descubrió que el conductor no tenía cambio de veinte libras. Después de bajar en el centro de la ciudad, su primera visita fue al agente de bienes raíces, que no pareció muy sorprendido de verle. Cornelius se quedó complacido al comprobar la rapidez con que se habían esparcido los rumores sobre su ruina económica.

– Enviaré a alguien a The Willows por la mañana, señor Barrington -dijo el joven, mientras se levantaba de detrás de su escritorio-, para que tome medidas y haga algunas fotos. ¿Me da su permiso para colocar un letrero en el jardín?

– Se lo ruego -dijo Cornelius sin vacilar, y estuvo a punto de añadir: «Cuanto más grande mejor».

Después de salir de la agencia, Cornelius caminó unos metros calle abajo y entró en la empresa de mudanzas local. Preguntó a otro joven si podía concertar una cita para que se llevaran todo el contenido de la casa.

– ¿Adónde, señor?

– A Bott's Storeroom, en High Street -le informó Cornelius.

– No habrá ningún problema, señor -dijo el joven empleado, al tiempo que cogía una libreta del escritorio. En cuanto Cornelius hubo rellenado el formulario por triplicado, el empleado dijo-: Firme aquí, señor -y señaló el pie del formulario. Después, algo nervioso, añadió-: Necesitaremos un depósito de cien libras.

– Por supuesto -dijo Cornelius, y sacó su talonario.

– Temo que ha de ser en metálico, señor -dijo el joven en tono confidencial.

Cornelius sonrió. Hacía más de treinta años que nadie le rechazaba un talón.

– Volveré mañana -dijo.

Camino de la parada del autobús, Cornelius echó un vistazo por el escaparate de la ferretería de su hermano, y observó que el personal no parecía muy ocupado. Cuando volvió a The Willows, fue a su estudio y tomó más notas sobre lo ocurrido por la tarde.

Mientras subía la escalera para ir a la cama, reflexionó que debía ser la primera tarde en años que nadie le llamaba para preguntar cómo estaba. Aquella noche durmió como un tronco.

Cuando Cornelius bajó a la mañana siguiente, recogió el correo abandonado sobre la esterilla y fue a la cocina. Mientras tomaba su cuenco de cereales, echó un vistazo a las cartas. En una ocasión, le habían dicho que, si era de conocimiento público una inminente bancarrota, un chorro de sobres marrón inundaría el buzón, pues tenderos y pequeños hombres de negocios intentaban adelantarse antes de que alguien fuera declarado acreedor preferente.

No había sobres marrones en el correo aquella mañana, porque Cornelius se había asegurado de abonar todas las facturas antes de adentrarse en aquel camino tan particular.

Aparte de circulares y correo comercial, solo había un sobre blanco con matasellos de Londres. Era una carta escrita a mano de su sobrino Timothy, expresando su pesar por los problemas de su tío, y añadía que, si bien ya no iba mucho por Chudley, haría lo imposible por desplazarse hasta Shropshire el fin de semana para verle.

Aunque el mensaje era breve, Cornelius observó en silencio que Timothy era el primer miembro de la familia que demostraba pesar por sus apuros.

Cuando oyó el timbre de la puerta, dejó la carta sobre la mesa de la cocina y salió al vestíbulo. Abrió la puerta y vio a Elizabeth, la mujer de su hermano. Tenía el rostro blanco, arrugado y desencajado, y Cornelius dudó de que hubiera dormido bien por la noche.

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