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Kay Hooper: Enfriar El Miedo

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Kay Hooper Enfriar El Miedo

Enfriar El Miedo: краткое содержание, описание и аннотация

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas. Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá. Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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– Lo sé -respondió Bishop.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era horrendo que una niña hubiera desaparecido en medio de una luminosa rosaleda, una soleada tarde de verano; pero lo que era aún más espeluznante era que el perro de búsqueda y rescate, tras olfatear el pequeño jersey rosa de Belinda, se limitara a sentarse y a proferir un aullido lastimero.

– ¿Había hecho eso alguna vez? -preguntó Bishop al entrenador, que negó con la cabeza tajantemente.

– Nunca. Cosmo conoce su trabajo y es el mejor rastreador que he tenido. No lo entiendo. -Se inclinó hacia su perro y comenzó a susurrarle palabras tranquilizadoras al tembloroso animal.

McDaniel también sacudió la cabeza, perplejo, y ordenó a sus hombres, que andaban por allí, que siguieran buscando sin ayuda del perro. A Bishop le dijo:

– Si tiene usted algún talento especial que ofrecernos, éste sería el momento.

– Sí -agregó Quentin, mirando a Bishop con aire desafiante-. Este sería el momento.

– No conozco el terreno tan bien como vosotros -dijo Bishop-, pero haré lo que pueda. Quentin, tal vez puedas enseñarme el plano de los jardines.

– Yo voy a hablar con el padre otra vez -dijo McDaniel con un suspiro.

Quentin vio al policía regresar hacia el edificio principal y luego dijo en voz baja, dirigiéndose a Bishop:

– Está bien, así que no vas a montar ningún numerito de feria para esta gente. Lo entiendo. Pero las habilidades que yo pueda tener no me están sirviendo de gran cosa, y confío en que las tuyas sean de más ayuda para encontrar a esa niña.

– La telepatía no servirá de nada -dijo Bishop en voz baja-. Pero tengo otro pequeño don que tal vez sirva.

– ¿Cuál?

Sin contestar concretamente, Bishop repuso:

– Necesito un lugar elevado, algún sitio desde donde pueda ver los alrededores hasta donde sea posible.

– En el edificio principal hay una torre con mirador. ¿Te servirá?

– Enséñame el camino.

La «torre» era poco más que una cúpula que sobresalía del tejado a un lado del edificio Victoriano y que albergaba una habitación circular, de unos ocho metros, cuyos postigos se dejaban abiertos de par en par durante el verano. Dado que El Refugio estaba situado en un extenso valle, desde aquel punto privilegiado alcanzaba a verse el paisaje de kilómetros a la redonda.

Bishop guardó silencio hasta que llegaron a lo alto de las escaleras y a la torre; entonces dijo:

– Siempre he creído que los animales son sensibles a cosas que la mayoría de la gente no percibe, cosas que sobrepasan sus sentidos, por muy finos que sean.

– Por desgracia, no pueden decirnos qué les inquieta. ¿O es que tus habilidades telepáticas sirven lo mismo para animales que para personas?

– Sólo para personas, me temo. Y únicamente para la mitad de la gente, no mucho más. Tú sabes que esos sentidos especiales son tan limitados como los cinco sentidos corrientes.

– No sé mucho sobre el tema, si quieres que te diga la verdad -respondió Quentin mientras se dirigía al flanco de la torre que daba al jardín-. No hay mucha literatura científica al respecto, al menos que yo sepa, y no me interesan las teorías descabelladas que se enmascaran como científicas.

– Entra en la Unidad de Crímenes Especiales y te garantizo que aprenderás todo lo que la ciencia y la experiencia pueden enseñarnos acerca de las facultades parapsicologías. Las tuyas y las de los demás.

– Yo no soy lo que se dice un jugador de equipo.

– Eso puedo aceptarlo -dijo Bishop, que se reunió con él y miró hacia los jardines-. Necesito un vidente, Quentin, y los videntes escasean.

– Yo no veo nada. Simplemente, algunas veces sé cosas -reconoció por fin Quentin-. Casi siempre son tonterías, cosas inservibles. Que el teléfono está a punto de sonar. Que va a llover. Que encontraré en algún sitio insospechado las llaves que perdí.

– Pero a veces -dijo Bishop-, sabes dónde puede encontrarse una prueba importante. O qué preguntas hay que hacer exactamente a ciertos sospechosos. O qué línea de investigación conducirá a un callejón sin salida.

– Has estado leyendo mi historial -dijo Quentin al cabo de un momento.

– Por supuesto. Eres una de las pocas personas con facultades paranormales que he podido encontrar en las fuerzas de seguridad… y la única que he encontrado en el FBI.

Quentin le miró y luego se encogió de hombros.

– Nunca he podido utilizar mi don como herramienta de investigación. Nunca lo he controlado en ningún sentido.

– Nosotros te enseñaremos a dominarlo hasta donde sea posible. Te enseñaremos a focalizar y encauzar tus capacidades. A usarlas para ayudar en una investigación.

– ¿De veras? ¿Podéis hacer eso?

Bishop sonrió levemente ante aquel desafío directo, pero en lugar de responder fijó la mirada en el valle y se concentró por completo en abrir y fortalecer sus cinco sentidos «normales». Fue como si una fotografía borrosa se perfilara de pronto nítidamente, mientras de fondo leves sonidos se destacaban y se hacían más claros, y Bishop pudo oler las rosas de allá abajo.

Después del comentario burlón de Quentin acerca de los cómics, no iba a admitir ante él que lo que estaba haciendo era, según el término acuñado, servirse de su «sentido de arácnido».

– Bishop…

– Espera. -Aguzó aún más sus sentidos y oyó fragmentos de las conversaciones de los policías y los empleados del hotel que buscaban a la niña, palabras y frases desarticuladas y sin importancia. Por debajo del olor de las rosas y otras flores y del aroma de la hierba recién cortada, percibió los sabrosos olores a comida procedentes de la cocina del hotel, el penetrante perfume o la loción de afeitar de alguna persona, y los olores cálidos y polvorientos de los caballos, el heno y el cuero. La nitidez de lo que veía, afilada como una cuchilla, se emborronó como si la lente de un zoom buscara objetos distantes y luchara por enfocarlos.

Bishop se esforzó un poco más y llegó aún más lejos.

Los colores se diluyeron los unos en los otros, los olores se mezclaron desagradablemente en un miasma denso que le revolvió el estómago, y los sonidos y las voces que oyó formaron una cacofonía que retumbaba en el interior de su cabeza…

«…o podríamos mirar junto al arroyo…»

«…claro que no estaba coqueteando con él…»

«…el huésped de la habitación Orquídea necesita…»

«…establos vacíos podría tener…»

«…sólo cuestión de tiempo que tengamos que dragar los riachuelos y el lago…»

«¿Papá? ¿Dónde estás? Tengo miedo…»

«Ya viene.»

– ¡Bishop!

Bishop bajó la mirada hacia la mano de Quentin, que descansaba sobre su brazo, y miró luego su cara; su visión siguió borrosa unos instantes antes de aclararse. Ya sólo oía los sonidos distantes que podían percibirse normalmente desde aquella altura. Olía únicamente los olores lejanos y placenteros de la tarde de verano.

No le hizo falta interrogar a Quentin para saber que, durante un tiempo excesivo, se había quedado muy quieto y silencioso, y tuvo que sacudirse mentalmente el frío que aún sentía. Se preguntaba si había podido sintonizar con el entorno con una intensidad tan fuera de lo corriente porque aquel lugar tenía, como creía Quentin, algo que lo distinguía. El frío que había sentido era al menos un indicio de que Quentin podía tener razón.

Pero había poco tiempo para sopesar esa posibilidad.

– ¿Sabes montar a caballo? -preguntó, sin que le sorprendiera el timbre levemente ronco de su voz.

Quentin arrugó el ceño.

– Sí -dijo-. ¿Qué demonios acabas de hacer?

– He… sintonizado con este sitio. Vámonos.

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