Fue hasta la popa y comprobó que la última goma, una Valiant de diez metros de eslora con dos potentes cabezones, seguía allí, remolcada por un grueso cabo, aún con treinta fardos a bordo y su piloto, otro marroquí, bajo unas mantas. Después fumó apoyada en la regala húmeda, mirando el rastro fosforescente de la espuma que levantaba la proa del pesquero. No necesitaba estar allí, y lo sabía. El malestar de su estómago se agudizó como un reproche. Pero no era ésa la cuestión. Había querido ir, supervisarlo todo en persona, por motivos complejos que tenían mucho que ver con las ideas que la rondaban en los últimos días. Con el curso inevitable de cosas que ya no tenían vuelta atrás. Y sintió miedo –el familiar e incómodo antiguo miedo físico, arraigado en su memoria y en los músculos de su cuerpo– cuando horas antes se acercaba en el Tarfaya a la costa marroquí para supervisar la operación de carga desde las gomas, sombras planas y bajas, figuras oscuras, voces apagadas sin una luz, sin un ruido innecesario, sin otro contacto por radio que anónimos chasquidos de los boquitoquis en sucesivas frecuencias preestablecidas, una sola llamada de teléfono móvil por cada embarcación para comprobar que todo iba bien en tierra, mientras el patrón Cherki vigilaba con ansiedad el radar al acecho de un eco, de la mora, de un imprevisto, del helicóptero, del foco que los iluminase y desatara el desastre o el infierno. En algún lugar de la noche, mar adentro, a bordo del Fairline Squadron, luchando contra el mareo a base de comprimidos y resignación, Alberto Rizocarpaso estaba sentado ante la pantalla de un PC portátil conectado a Internet, con sus aparatos de radio y sus teléfonos y sus cables y sus baterías alrededor, supervisando todo aquello como un controlador de tráfico aéreo sigue el movimiento de los aviones que le son confiados. Más al norte, en Sotogrande, el doctor Ramos estaría fumando una pipa tras otra, atento a la radio y a los teléfonos móviles por los que nunca había hablado nadie antes, y que sólo iban a usarse una vez esa noche. Y en un hotel de Tenerife, muchos cientos de millas hacia el Atlántico, Farid Lataquia jugaba las últimas cartas del arriesgado farol que iba a permitir, con suerte, rematar Tierna infancia según los planes previstos.
Es cierto, pensó Teresa. Tenía razón el doctor. No necesito estar aquí, y sin embargo aquí me veo, apoyada en la borda de este pesquero maloliente, arriesgando la libertad y la vida, jugando el extraño juego al que no puedo sustraerme esta vez. Despidiéndome de tantas y tantas cosas que mañana, cuando salga el sol que ahora anda reluciendo por el cielo de Sinaloa, habrán quedado atrás para siempre. Con una Beretta bien engrasada y con el cargador repleto de parque parabellum que me pesa en el bolsillo. Una escuadra que no cargo encima desde hace doce años, y que tiene más que ver conmigo, si algo ocurre, que con los otros. Mi garantía de que si algo sale mal no iré a una pinche cárcel marroquí, ni tampoco a una española. La certeza de que en cualquier momento puedo ir a donde yo quiera ir.
Arrojó la colilla al mar. Es como pasar el último trámite, reflexionaba. La última prueba antes de descansar. O la penúltima.
–El teléfono, señora.
Tomó el celular que le alargaba el patrón Cherki, entró en la timonera y cerró la puerta. Era un SAZ88 especial, codificado para uso de la policía y los servicios secretos, del que Farid Lataquia había conseguido seis unidades pagando una fortuna en el mercado clandestino. Mientras se lo llevaba a la oreja miró el eco que el patrón señalaba en la pantalla de radar. A una milla, la mancha oscura del Xoloitzcuintle se concretaba con cada barrido de la antena. Había una luz en el horizonte, entrevista en la marejada. –¿Es el faro de Alborán? –preguntó Teresa.
–No. Alborán está a veinticinco millas y el faro se ve sólo desde diez. Esa luz es el barco.
Escuchó a través del teléfono. Una voz masculina dijo «verde y rojo a mis ciento noventa». Teresa se volvió a comprobar el GPS, miró de nuevo la pantalla de radar, y lo repitió en voz alta mientras el patrón movía el círculo de alcance del radar para calcular la distancia. «Todo okey por mi verde», dijo entonces la voz del teléfono; y antes de que Teresa repitiese esas palabras se cortó la comunicación.
–Nos están viendo –dijo Teresa–. Vamos a abarloarnos por su estribor.
Estaban fuera de las aguas marroquíes, pero eso no eliminaba el peligro. Miró a través de los cristales hacia el cielo, temiendo ver aparecer la sombra de mal agües helicóptero de Aduanas. Quizá sea el mismo piloto, pensó, quien vuele esta noche. Cuánto tiempo entre una y otra. Entre esos dos instantes de mi vida.
Marcó el número memorizado de Rizocarl Cuéntame de arriba, dijo al oír el lacónico «Cero Cero» del gibraltareño. «En el nido y sin novedad», fue la respuesta, Rizocarpaso estaba en contacto telefónico con dos hombres, situado uno en la cima del Peñón con unos potentes binoculares nocturnos, y otro en la carretera que pasaba cerca de la base del helicóptero en Algeciras. Cada uno con su celular. Centinelas discretos.
–El pájaro sigue en tierra –le comentó a Cherki, cortando la comunicación.
–Gracias a Dios.
Había tenido que contenerse para no pregunta Rizocarpaso por el resto de la operación. La fase paralela. A esa hora ya debían tenerse noticias, y la ausencia de novedad empezaba a inquietarla. O visto de otro modo, se dijo con una mueca amarga, a tranquilizarla. Miró el reloj de latón atornillado en un mamparo de la timonera. En cualquier caso, de nada servía atormentarse más. El gibraltareño comunicaría la noticia cuando la supiera.
Ahora se apreciaban nítidas las luces del barco. El Tarfaya iba a apagar las suyas cuando estuviese cerca, para camuflarse con su eco de radar. Miró la pantalla. Media milla.
–Puede preparar a su gente, patrón.
Cherki abandonó la timonera, y Teresa lo oyó dar órdenes. Cuando ella se asomó a la puerta, las sombras ya no estaban acurrucadas junto a la regala: se movían por cubierta disponiendo cabos y defensas, y apilando fardos en la amura de babor. Se había cobrado el cabo de remolque, y el motor de la Valiant resonaba mientras su piloto se disponía a efectuar sus propias evoluciones. Los harkeños del doctor Ramos continuaban inmóviles, sus Ingram y sus granadas bajo la ropa, como si nada fuera con ellos. El Xoloitzcuintle se distinguía muy bien ahora, con los contenedores apilados en cubierta y sus luces de navegación, blanca de alcance y verde de estribor, reflejándose en las crestas de la marejada. Teresa lo veía por primera vez, y aprobó la elección de Farid Lataquia. Una obra muerta poco elevada, que la carga acercaba al nivel del mar. Eso iba a facilitar la maniobra.
Cherki regresó a la timonera, desconectó el piloto automático y empezó a gobernar a mano, aproximando con cuidado el pesquero al portacontenedores, paralelo a la banda de estribor y por su aleta. Teresa encaró los prismáticos para estudiar el barco: disminuía la marcha, sin llegar a detenerse. Vio hombres moviéndose entre los contenedores. Arriba, en el alerón de estribor del puente, otros dos observaban el Tarfaya: sin duda el capitán y un oficial. –Puede apagar, patrón.
Estaban lo bastante cerca para que los respectivos ecos de radar se fundieran en uno. El pesquero quedó a oscuras, iluminado sólo por las luces del otro barco, que había alterado ligeramente el rumbo para protegerlos en su banda de sotamar. Ya no se veía la luz de alcance, y la verde relucía en el alerón del puente como una esmeralda cegadora. Estaban casi abarloados, y tanto en la banda del pesquero como en la del portacontenedores los marinen nos disponían gruesas defensas. El Tarfaya ajustó su velocidad, avante despacio, a la del Xoloitzcuintle. Unos tres nudos, calculó Teresa. Un momento después oyó un disparo apagado: el chasquido del lanzacabos. Los hombres: del pesquero recogieron el cabo que iba al extremo de la guía y lo afirmaron en las bitas de cubierta, sin tensar demasiado. El lanzacabos disparó otra vez. Un largo a proa, otro a popa. Manejando cuidadosamente el timón, el patrón Cherki se abarloó al portacontenedores, borda con borda, y dejó la máquina en marcha pero sin engranar. Los dos barcos navegaban ahora a la misma velocidad, el grande gobernando al chico. La Valiant, hábilmente maniobrada por su piloto, ya estaba también amadrinada al Xoloitzcuintle, a proa del pesquero, y Teresa vio cómo los tripulantes del barco empezaban a izar fardos. Con suerte, pensó vigilando el radar mientras tocaba la madera del timón, todo habrá terminado en una hora.
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