–Díganme una cosa –Yasikov interrumpió de pronto a Pati–. ¿Cómo lo hicieron?... Ir hasta el sitio donde estaba escondido. Traer esto sin llamar la atención. Sí. Han corrido peligro. Creo. Siguen corriéndolo.
–Eso no importa –dijo Pati.
El ganga sonrió. Anímate, decía aquella sonrisa. Cuenta la verdad. No pasa nada. Era la suya una sonrisa de las que hacen confiar, pensaba Teresa mirándolo. O desconfiar de tanto que te confías.
–Claro que importa –opuso Yasikov–. Busqué este producto. Sí. No lo encontré. Cometí un error. Con Jimmy. No sabía que usted sabía... Las cosas serían diferentes, ¿verdad? Cómo pasa el tiempo. Espero que esté repuesta. Del incidente.
–Estoy repuestísima, gracias.
Algo debo agradecerle. Sí. Mis abogados dijeron que en las investigaciones no mencionó mi nombre. No.
Pati torció la boca, sarcástica. En el escote de su vestido se apreciaba la cicatriz de salida sobre la piel bronceada. Munición blindada, había dicho. Por eso sigo viva.
Yo estaba en el hospital –dijo–. Con agujeros. –Quiero decir luego –la mirada del ruso era casi inocente–. Interrogatorios y juicio. Eso.
–Ya ve que tenía mis motivos. Yasikov reflexionó sobre tales motivos.
–Sí. Comprendo –concluyó–. Pero me ahorró molestias con su silencio. La policía creyó que sabía poco. Yo creí que no sabía nada. Ha sido paciente. Sí. Casi cuatro años... Tuvo que ser una motivación, ¿verdad? Dentro. Pati tomó otro cigarrillo, que el ruso, aunque tenía el Dupont de un palmo de largo sobre la mesa, no hizo ademán de encenderle pese a que ella tardó en encontrar su propio mechero en el bolso. Y deja de temblar, pensó Teresa mirando sus manos. Reprime el temblor de los dedos antes de que este cabrón se dé cuenta, y la pose de morras duras empiece a cuartearse, y se vaya todo a la chingada.
–Las bolsas siguen escondidas donde estaban. Sólo trajimos una.
La discusión en la cueva, recordó Teresa. Las dos allí dentro, contando paquetes a la luz de las linternas, entre eufóricas y asustadas. Una de momento, mientras pensamos, y el resto como está, había insistido Teresa. Cargar todo ahora es suicidarnos; de modo que no seas pendeja y no me hagas serlo a mí. Ya sé que te madrearon a tiros y todo el bolero; pero yo no vine a tu tierra por turismo, pinche güera. No me hagas contarte completa la historia que nunca te conté del todo. Una historia que no se parece un carajo a la tuya, que hasta los plomazos debieron dártelos con perfume de Carolina Herrera. Así que no mames. En esta clase de transas, cuando una tiene prisa lo rápido es caminar despacio.
–¿Se les ha ocurrido que puedo hacerlas seguir?...
¿Si.
Pati apoyaba la mano del cigarrillo en el regazo. –Claro que se nos ha ocurrido –aspiró una bocanada de humo y volvió la mano a donde estaba–. Pero no puede. No hasta ese lugar.
–Vaya. Misteriosa. Son señoras misteriosas.
–Nos daríamos cuenta y desapareceríamos en busca de otro comprador. Quinientos kilos son muchos. Yasikov no dijo nada a eso, aunque su silencio indicaba que, en efecto, quinientos kilos eran demasiados en todos los aspectos. Seguía mirando a Pati, y de vez en cuando echaba un vistazo breve en dirección a Teresa, que estaba sentada en la otra butaca, sin hablar, sin fumar, sin moverse: oía y miraba, conteniendo la respiración agitada, las manos sobre las perneras de los tejanos para enjugar el sudor. Polo azul clarito de manga corta, zapatillas deportivas por si había que pelarse entre las patas de alguien, sólo el semanario de plata mejicana en la muñeca derecha. Mucho contraste con la ropa elegante y los tacones de Patí. Estaban allí porque Teresa impuso esa solución. Al principio su compañera se mostraba partidaria de vender la droga en pequeñas cantidades; pero pudo convencerla de que tarde o temprano los propietarios atarían cabos. Mejor que vayamos derecho, aconsejó. Una transa segura aunque perdamos algo. De acuerdo, había dicho Pati. Pero hablo yo, porque sé de qué va ese puto bolchevique. Y allí estaban, mientras Teresa se convencía más y más de que cometían un error. Calaba a esa clase de hombres desde niña. Podían cambiar el idioma, el aspecto físico y las costumbres, pero el fondo siempre era el mismo. Aquello no iba a ninguna parte, o mas bien a una sola. A fin de cuentas –eso lo comprendía demasiado tarde–, Pati era sólo una tipa consentida, la novia de un canalla fresita que no anduvo en aquella chamba por necesidad, sino por pendejo. Uno que se hizo dar lo suyo, como tantos. En cuanto a Pati, toda su vida había estado moviéndose en una realidad aparente que nada tenía que ver con lo real; y aquel tiempo en la cárcel acabó por cegarla más. En ese despacho no era la Teniente O'Farrell ni era nadie: los ojos azules ribeteados de amarillo que las observaban sí eran el poder. Y Pati se estaba equivocando todavía más después de que se columpiaran gacho yendo allí. Era un error plantearlo de aquella manera. Refrescar la memoria de Oleg Yasikov, después de tanto tiempo.
–Ése es justo el problema –decía Pati–. Que quinientos kilos son demasiados. Por eso hemos venido a verlo a usted primero.
–¿De quién fue la idea? –Yasikov no parecía halagado–. A mí la primera opción. Sí.
Pati miró a Teresa.
–De ella. Le da más vueltas a todo –apuntó una sonrisa nerviosa entre dos nuevas chupadas al cigarrillo–... Es mejor que yo calculando riesgos y probabilidades.
Teresa sentía los ojos del ruso estudiarla con mucho detenimiento. Se está preguntando qué nos une, decidió. La cárcel, la amistad, el negocio. Si me van los hombres o si ella me come algo.
–Todavía no sé qué hace –dijo Yasikov, preguntándole a Pati sin apartar los ojos de Teresa–. En esto. Su amiga.
–Es mi socia.
Ah. Es bueno tener socios –Yasikov prestaba de nuevo atención a Pati–. También sería bueno conversar. Sí. Riesgos y probabilidades. Ustedes podrían no tener tiempo de desaparecer en busca de otro comprador –hizo la pausa oportuna– ...Tiempo de desaparecer voluntariamente. Creo.
Teresa observó que las manos de Pati volvían a temblar. Y ojalá pudiera, pensó, levantarme en este momento y decir quihubo, don Oleg, ahí nos vemos. Nos pasó el tercer straik. Quédese la carga y olvide esta chingadera.
–Quizá deberíamos...– empezó a decir.
Yasikov la observó, casi sorprendido. Pero Pati ya estaba insistiéndole al ganga: usted no ganaría nada. Eso decía. Nada, sólo la vida de dos mujeres. Perdería mucho a cambio. Y lo cierto era, decidió Teresa, que, aparte el temblor de las manos que se transmitía a las espirales de humo del cigarrillo, la Teniente lo estaba encarando con mucho cuajo. Pese a todo, al error de estar allí y lo demás, Pati no se rajaba fácilmente. Pero las dos andaban muertas. Casi estuvo a punto de decirlo en voz alta. Estamos muertas, Teniente. Apaga y vámonos.
–La vida tarda en perderse –filosofó el ruso; aunque, al seguir hablando, Teresa comprendió que no filosofaba en absoluto–. Creo que en el proceso intermedio se terminan contando cosas... No me gusta pagar dos veces. No. Puedo gratis. Sí. Recuperarlo.
Miraba el paquete de cocaína que tenía sobre la mesa, entre las manazas inmóviles. Pati aplastó, torpe, el cigarrillo en el cenicero que estaba a un palmo de esas manos. Hasta ahí llegaste, pensó Teresa desolada, pudiendo oler su pánico. Hasta el pinche cenicero. Entonces, sin pensarlo, escuchó otra vez su propia voz:
–Puede que lo recuperase gratis –dijo–. Pero nunca se sabe. Es un riesgo, y una molestia... Usted se privaría de un beneficio seguro.
Los ojos ribeteados de amarillo se clavaron en ella con interés.
–¿Su nombre? –Teresa Mendoza. –¿Colombiana? –De México.
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