–Un día vas a tener un disgusto –apuntó el guardia civil.
Eran las primeras palabras que pronunciaba, y se las dijo directamente a Santiago. Lo miraba con deliberada fijeza, como si se estuviera grabando sus rasgos en la memoria. Una mirada que prometía otras conversaciones en privado, en la intimidad de un calabozo, donde a nadie le sorprendiera escuchar unos cuantos gritos.
–Pues procura no ser tú quien me lo dé.
Aún se estudiaron un poco más, sin palabras; y ahora era la expresión de Santiago la que indicaba cosas. Por ejemplo, que existían calabozos donde apalear a un hombre hasta matarlo, pero también callejones oscuros y aparcamientos donde un guardia civil corrupto podía verse con un palmo de navaja en la ingle, ris, ras, justo donde late la femoral. Y que por ahí cinco litros de sangre se vaciaban en un jesús. Y que a quien empujas cuando subes por una escalera, puedes tropezártelo cuando bajas. Y más si es gallego, y por más que te fijes nunca sabes si sube o baja.
–Vale, de acuerdo –Cañabota golpeaba suave las palmas de las manos, conciliador–. Son tus putas normas, como dices. Vamos a no mosquearnos... Todos estamos en esto, ¿no es verdad?
–Todos –ayudó Eddie Álvarez, que se limpiaba las gafas con un kleenex.
Cañabota se inclinó un poco hacia Santiago. Llevara notarios o no, el negocio era el negocio. El bisnes. –Cuatrocientos kilos de aceite en veinte niños de a veinte –puntualizó, trazando cifras y dibujos imaginarios con un dedo sobre la mesa–. Para alijar el martes por la noche, con el oscuro... El sitio lo conoces: Punta Castor, en la playita que está cerca de la rotonda, justo donde acaba la circunvalación de Estepona y empieza la carretera de Málaga. Te esperan a la una en punto. Santiago lo pensó un momento. Miraba la mesa como si de veras Cañabota hubiese dibujado la ruta allí. –Algo lejos lo veo, si tengo que bajar por carga a Al Marsa o a Punta Cires y luego alijar tan temprano... Del moro a Estepona hay cuarenta millas en línea recta. Tendré que cargar todavía con luz, y el camino de vuelta es largo.
–No hay problema –Cañabota miraba a los otros animándolos a confirmar sus palabras–. Pondremos un mono encima del Peñón, con unos prismáticos y un boquitoqui para controlar a las Hachejotas y al pájaro. Hay un teniente inglés allí arriba que nos come en la mano, y además se folla a una torda nuestra en un puticlub de La Línea... En cuanto a los niños, no hay pegas. Esta vez te los pasarán de un pesquero, cinco millas a levante del faro de Ceuta justo cuando dejas de ver la luz. Se llama el julio Verdú y es de Barbate. Canal 44 de banda marina: dices Mario dos veces, y ya te irán guiando. A las. once te abarloas al pesquero y cargas, luego pones rumbo norte arrimándote a la costa sin prisas, y alijas a la una. A las dos, los niños acostados y tú en casita.
Así de fácil –dijo Eddie Álvarez.
–Sí –Cañabota miraba a Santiago, y el sudor volvía a correrle junto a la nariz–. Así de fácil.
Despertó antes del alba, y Santiago no estaba. Esperó un rato entre las sábanas arrugadas. Agonizaba septiembre, pero la temperatura seguía siendo la misma que en las noches del verano que dejaban atrás. Un calor húmedo como el de Culiacán, diluido al amanecer en la brisa suave que entraba por las ventanas abiertas: el terral que venía por el curso del río; deslizándose en dirección al mar durante las últimas horas de la noche. Se levantó, desnuda –siempre dormía desnuda con Santiago, como lo había hecho con el Güero Dávila–, y al ponerse ante la ventana sintió el alivio de la brisa. La bahía era un semicírculo negro punteado por luces: los barcos que fondeaban frente a Gibraltar, Algeciras a un lado y el Peñón al otro, y más cerca, al extremo de la playa donde se encontraba la casita, el espigón y las torres de la refinería reflejados en el agua inmóvil de la orilla. Todo era hermoso y tranquilo, y el alba todavía estaba lejos; así que buscó el paquete de Bisonte en la mesilla de noche y encendió uno apoyada en el alféizar de la ventana. Estuvo así un rato sin hacer nada, sólo fumando y mirando la bahía mientras la brisa de tierra le refrescaba la piel y los recuerdos. El tiempo transcurrido desde Melilla. Las fiestas de Dris Larbi. La sonrisa del coronel Abdelkader Chaib cuando ella le exponía las cosas. Un amigo quisiera hacer tratos, etcétera. Ya sabe. Y usted va incluida en el trato, había preguntado –o afirmado– el marroquí la primera vez, amable. Yo hago mis propios tratos, respondió ella, y la sonrisa del otro se intensificó. Un tipo inteligente, el coronel.
Bien chilo y correcto. No había ocurrido nada, o casi nada, en relación con los márgenes y límites personales establecidos por Teresa. Pero eso no tenía nada que ver. Santiago no le había pedido que fuera, y tampoco le prohibió ir. Era, como todos, previsible en sus intenciones, en sus torpezas, en sus sueños. También iba a llevarla a Galicia, decía. Cuando todo acabara, irían juntos a O Grove. No hace tanto frío como crees, y la gente es callada. Como tú. Como yo. Habrá una casa desde la que se vea el mar, y un tejado donde suene la lluvia y silbe el viento, y una goleta amarrada en la orilla, ya lo verás. Con tu nombre en el espejo de popa. Y nuestros hijos jugarán con planeadoras de juguete guiadas por radiocontrol entre las bateas de mejillones.
Cuando acabó el cigarrillo, Santiago no había vuelto. No estaba en el baño, así que Teresa recogió las sábanas –le había venido la pinche reglamentaria durante la noche–, se puso una camiseta y cruzó el saloncito a oscuras, en dirección a la puerta corrediza que daba a la playa. Vio luz allí, y se detuvo a mirar desde dentro de la casa. Híjole. Santiago estaba sentado bajo el porche, con un short, el torso desnudo, trabajando en una de sus maquetas de barcos. El flexo que tenía sobre la mesa iluminaba las manos hábiles que lijaban y ajustaban las piezas de madera antes de pegarlas. Construía un velero antiguo que a Teresa le parecía precioso, con el casco formado por listones de distinto color que el barniz ennoblecía, todos muy bien curvados –los mojaba para luego darles forma con un soldador– y con sus clavos de latón, la cubierta como las de verdad y la rueda del timón que había construido en miniatura, palito a palito, y que ahora quedaba muy bien cerca de la popa, junto a un pequeño tambucho con su puerta y todo. Cada vez que Santiago veía la foto o el dibujo de un barco antiguo en una revista, lo recortaba con cuidado y lo guardaba en una carpeta gruesa que tenía, de donde sacaba las ideas para hacer sus modelos cuidando hasta los menores detalles. Desde el saloncito, sin hacer notar su presencia, ella siguió mirándolo un rato, el perfil iluminado a medias que se inclinaba sobré las piezas, la forma en que las levantaba para estudiarlas de cerca, en busca de imperfecciones, antes de encolarlas minuciosamente y ponerlas en su lugar. Todo bien padre. Parecía imposible que aquellas manos que Teresa conocía tanto, duras, ásperas, con uñas que siempre estaban manchadas de grasa, poseyeran esa admirable habilidad. Trabajar con las manos, le había oído decir una vez, hace mejor al hombre. Te devuelve cosas que has perdido o que estás a punto de perder. Santiago no era muy hablador ni de muchas frases, y su cultura era apenas más amplia que la de ella. Pero tenía sentido común; y como estaba callado casi siempre, miraba y aprendía y disponía de tiempo para darle vueltas a ciertas ideas en la cabeza.
Sintió una profunda ternura observándolo desde la oscuridad. Parecía al mismo tiempo un niño ocupado con un juguete que absorbe su atención, y un hombre adulto y fiel a cierta misteriosa clase de ensueños. Algo había en aquellas maquetas de madera que Teresa no llegaba a comprender del todo, pero que intuía cercano a lo profundo, a las claves ocultas de los silencios y la forma de vida del hombre del que era compañera. A veces veía a Santiago quedarse inmóvil, sin abrir la boca, mirando uno de esos modelos en los que invertía semanas y hasta meses de trabajo, y que estaban por todas partes –ocho en la casa, y el que ahora construía, nueve–, en el saloncito, en el pasillo, en el dormitorio. Estudiándolos de una manera extraña. Daba la impresión de que trabajar tanto tiempo en ellos equivaliese a haber navegado a bordo en tiempos y mares imaginarios, y ahora encontrara en sus pequeños cascos pintados y barnizados, bajo sus velas y jarcias, ecos de temporales, abordajes, islas desiertas, largas travesías que había hecho con la mente a medida que aquellos barquitos iban tomando forma. Todos los seres humanos soñaban, concluyó Teresa. Pero no del mismo modo. Unos salían a rifársela en el mar en una Phantom o al cielo en una Cessna. Otros construían maquetas como consuelo. Otros se limitaban a soñar. Y algunos construían maquetas, se la rifaban y soñaban. Todo a la vez.
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