Fiona Grace - La muerte y un perro

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La muerte y un perro: краткое содержание, описание и аннотация

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LA MUERTE Y UN PERRO (UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE – LIBRO 2) es el segundo libro de una encantadora nueva serie de misterio cozy escrita por Fiona Grace.
Lacey Doyle, de 39 años y recién divorciada, ha llevado a cabo un cambio drástico: ha dejado atrás su vida acelerada en Nueva York y se ha asentado en el pintoresco pueblo costero inglés de Wilfordshire.
La primera está en el aire. Con el misterioso asesinato del mes pasado por fin dejado atrás, un nuevo mejor amigo bajo la forma de su pastor inglés y una creciente relación con el chef del otro lado de la calle, parece que todo empieza a encajar por fin. Lacey está tan entusiasmada con su primera gran subasta, especialmente cuando un valioso artefacto de lo más misterioso se añade a su catálogo.
Todo parece marchar sin problemas hasta que dos misteriosos postores llegan al pueblo… y uno de ellos acaba aparece muerto.
Con el pequeño pueblo sumido en el caos y la reputación de su negocio en juego, ¿podrá Lacey y su fiel compañero perruno resolver este crimen y salvar su buen nombre?
¡El tercer libro de la serie, CRIMEN EN LA CAFETERÍA, también está disponible para reserva!

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–Salud.

–Con una sonrisa, Lacey chocó la suya con la de él.

–Salud.

Mientras sorbían al unísono, Lacey tuvo un flash repentino de déjà vu . No uno de verdad, como cuando estás seguro de haber vivido ya este momento exacto, sino el déjà vu que se produce por la repetición, por la rutina, por hacer lo mismo día sí y día también. Tenía la sensación de que ya habían hecho esto porque lo habían hecho; ayer y anteayer y el día antes. Como propietarios de una tienda, Lacey y Tom a menudo invertían horas extras y trabajaban semanas de siete días. La rutina y el ritmo habían llegado de una manera muy natural. Pero era más que eso. Tom le había dado de manera automática su cruasán favorito, el de almendra tostado, con mermelada de albaricoque. Ni siquiera hizo falta que le preguntara lo que quería.

Esto tendría que haber complacido a Lacey pero, en su lugar, la inquietaba. Pues así habían sido las cosas con David al principio. Aprendiendo lo que pedía cada uno de ellos. Haciéndose pequeños favores el uno al otro. Pequeños momentos de rutina y ritmo que la hacían sentir como si ellos fueran unas piezas de un puzzle que encajaban a la perfección. Era joven y tonta y había cometido el error de pensar que siempre sería así. Pero solo mientras estuvieron en modo luna de miel. Más adelante desapareció, en un año o dos, y para entonces ya estaba atrapada en el matrimonio.

¿Eso era lo único que era su relación con Tom? ¿Un tiempo en modo luna de miel que acabaría por desaparecer?

–¿En qué piensas? —preguntó Tom, y la voz de él se metió en su ansiosa reflexión.

Lacey por poco escupe el té.

–En nada.

Tom levantó una ceja.

–¿En nada? ¿Tan grande ha sido el impacto de la achicoria en tu mente que la ha vaciado de todos tus pensamientos?

–¡Ah, te refieres a la achicoria! —exclamó, sonrojándose.

Tom parecía aún más divertido.

–Sí. ¿Sobre qué otra cosa te iba a preguntar?

Lacey dejó la taza de Diana en el platillo con torpeza, haciendo un fuerte traqueteo.

–Está bien. Sabe un poco a regaliz. Un ocho de diez.

Tom silbó.

–Guau. Qué piropo. Pero no basta para destronar al Assam.

Su pánico momentáneo de que Tom tuviera habilidades para leer la mente se apagaron y Lacey dirigió su atención al desayuno, degustando los sabores de la mermelada de albaricoque casera combinada con almendras tostadas y la deliciosa masa mantecosa. Pero ni la sabrosa comida podía evitar que su mente se desviara a la conversación con David. Era la primera vez que oía su voz desde que salió de su antiguo apartamento en Upper East Side hecho una furia con la declaración de despedida «¡Tendrás noticias de mi abogado!» y, al escuchar su voz de nuevo, algo le recordó que hacía menos de un mes era una mujer casada relativamente feliz, con un trabajo estable y unos ingresos y una familia cerca en la ciudad en la que había vivido toda su vida. Sin ni siquiera saber que lo estaba haciendo, había bloqueado su vida pasada en Nueva York con un sólido muro en su mente. Era una estrategia de afrontamiento que había desarrollado de niña para superar la repentina desaparición de su padre. Evidentemente, oír la voz de David había hecho temblar los cimientos de ese muro.

–Deberíamos irnos de vacaciones —dijo Tom de repente.

Una vez más, Lacey casi escupió su comida, pero Tom no se hubiese dado cuenta, pues continuaba hablando.

–Cuando vuelva de mi curso de focaccia , deberíamos hacer vacaciones en casa. Los dos hemos estado trabajando mucho, nos lo merecemos. Podemos ir a mi ciudad natal en Devon y te enseñaré todos los lugares que me encantaban de niño.

Si Tom le hubiera sugerido esto justo antes de la llamada con David, seguramente Lacey hubiera aceptado la oferta sin dudarlo. Pero, de repente, la idea de hacer planes a largo plazo con su nuevo novio —aunque solo fuera para dentro de una semana— parecía precipitada. Evidentemente, Tom no tenía ninguna razón para no estar seguro con su vida. Pero Lacey se había divorciado no hacía mucho. Ella había entrado en un mundo, el de él, de relativa estabilidad en un momento en el que literalmente todos y cada uno de los trocitos del de ella se habían desmoronado –desde su trabajo, a su hogar, su país ¡e incluso su estatus en cuanto a relación! Había pasado de hacer de canguro de su sobrino, Frankie, mientras su hermana, Naomi, se metía en otra cita desastrosa, a espantar ovejas de su césped delantero; de que Saskia, su jefa en una compañía de diseño de interiores de Nueva York le ladrara a hacer excursiones en busca de antigüedades en el Mayfair de Londres con su peculiar vecina ataviada con su chaqueta de punto y acompañadas por dos perros pastores. Eran muchos cambios de golpe, y ella no estaba del todo segura de dónde tenía la cabeza.

–Tendré que comprobar lo ocupada que estoy con la tienda —respondió evasiva—. La subasta lleva más trabajo del que esperaba.

–Claro —dijo Tom, que no parecía para nada haber leído entre líneas. Pillar las sutilezas y el subtexto no era uno de los puntos fuertes de Tom, y esa era otra de las cosas que le gustaban de él. Se tomaba todo lo que ella decía al pie de la letra. A diferencia de su madre y su hermana, que la observaban con lupa y analizaban cada palabra que decía, con Tom no había comentarios ni críticas. Era lo que aparentaba.

Justo entonces, repicó la campanita que había encima de la puerta de la pastelería, y Tom echó un vistazo por encima del hombro de Lacey. Ella observó cómo la expresión de él se convertía en una mueca antes de volverla a mirar a los ojos.

–Fantástico —murmuró entre dientes—. Ya pensaba en cuándo me tocaría que vinieran a visitarme Tararí y Tarará. Me tendrás que disculpar.

Se levantó y rodeó el mostrador para salir de detrás de él.

Curiosa por ver quién podía provocar una reacción tan visceral en Tom —un hombre que era notoriamente fácil de tratar y agradable—, Lacey giró en su taburete.

Los clientes que habían entrado en la pastelería eran un hombre y una mujer, y parecía que habían salido del plató de Dallas . El hombre llevaba un traje de color azul cielo con un sombrero de vaquero. La mujer —mucho más joven, observó Lacey irónicamente, pues esta parecía ser la preferencia de la mayoría de hombres de mediana edad— llevaba un dos piezas de color rosa fucsia, tan chillón que bastaba para provocarle dolor de cabeza a Lacey, y que no combinaba en absoluto con su pelo amarillo a lo Dolly Parton.

–Nos gustaría probar algunas muestras —ladró el hombre. Era americano y su brusquedad parecía muy fuera de lugar en la pequeña y pintoresca pastelería de Tom.

«Por Dios, espero no sonarle así a Tom», pensó Lacey un poco tímida.

–Por supuesto —respondió Tom educadamente, su acento británico parecía haberse identificado en respuesta—. ¿Qué les gustaría probar? Tenemos pastas y…

–Puaj, Buck, no —le dijo la mujer a su marido, tirándole del brazo del que lo tenía agarrado—. Ya sabes que me hincho con el trigo. Pídele otra cosa diferente.

Lacey no pudo evitar levantar una ceja ante aquella extraña pareja. ¿La mujer era incapaz de hacer sus propias preguntas?

–¿Tienes chocolate? —el hombre, al que ella se había referido como Buck, preguntó. o, más bien exigió, puesto que su tono era muy grosero.

–Así es —dijo Tom, manteniendo la calma como podía ante Bocachancla y la lapa de su mujer.

Les mostró su vitrina de bombones e hizo un gesto con la mano. Buck cogió uno con su puño seboso y se lo metió directo en la boca.

Casi de inmediato, lo escupió. El montoncito pegajoso y medio masticado salpicó en el suelo.

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