Fiona Grace - La muerte y un perro

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LA MUERTE Y UN PERRO (UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE – LIBRO 2) es el segundo libro de una encantadora nueva serie de misterio cozy escrita por Fiona Grace.
Lacey Doyle, de 39 años y recién divorciada, ha llevado a cabo un cambio drástico: ha dejado atrás su vida acelerada en Nueva York y se ha asentado en el pintoresco pueblo costero inglés de Wilfordshire.
La primera está en el aire. Con el misterioso asesinato del mes pasado por fin dejado atrás, un nuevo mejor amigo bajo la forma de su pastor inglés y una creciente relación con el chef del otro lado de la calle, parece que todo empieza a encajar por fin. Lacey está tan entusiasmada con su primera gran subasta, especialmente cuando un valioso artefacto de lo más misterioso se añade a su catálogo.
Todo parece marchar sin problemas hasta que dos misteriosos postores llegan al pueblo… y uno de ellos acaba aparece muerto.
Con el pequeño pueblo sumido en el caos y la reputación de su negocio en juego, ¿podrá Lacey y su fiel compañero perruno resolver este crimen y salvar su buen nombre?
¡El tercer libro de la serie, CRIMEN EN LA CAFETERÍA, también está disponible para reserva!

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CAPÍTULO CUATRO

Tras su encuentro con Buck y Daisy, Lacey estaba más que preparada para cerrar por hoy e irse para casa. Esa noche Tom iba a venir a cocinar para ella, y ella se moría de ganas de acurrucarse en el sofá con una copa de vino y una película. Pero todavía se tenía que cuadrar la caja y ordenar algunas cosas, barrer los suelos y limpiar la cafetera… Lacey no se quejaba. Le encantaba su tienda y todo lo que conllevaba ser la propietaria.

Cuando por fin terminó, se dirigió a la salida, seguida de Chester y se dio cuenta de que las manillas del reloj de hierro forjado habían llegado a las 7 de la tarde y fuera estaba oscuro. A pesar de que la primavera había traído los días más largos, Lacey aún no había disfrutado de ninguno. Pero notaba el cambio en el ambiente; la ciudad parecía más animada, muchas de las cafeterías y de los pubs abrían hasta más tarde, y la gente se sentaba en las mesas de fuera a tomar café y cerveza. Esto daba al lugar un rollo festivo.

Lacey cerró con llave su tienda. Desde el robo se había vuelto extracuidadosa, pero aunque eso no hubiera sucedido nunca, ella hubiera actuado así, pues ahora su tienda parecía su hijo. Era algo que necesitaba que lo criaran, protegieran y cuidaran. En un espacio tan corto de tiempo, se había enamorado completamente de aquel sitio.

–¿Quién podía saber que podías enamorarte de una tienda? —reflexionó en voz alta con un profundo suspiro de satisfacción por cómo había acabado su vida.

Desde su lado, Chester protestó.

Lacey le dio palmaditas en la cabeza.

–Sí, también estoy enamorada de ti, ¡no te preocupes!

Al hablar de amor, recordó los planes que tenía aquella noche con Tom y echó un vistazo a su pastelería.

Para su sorpresa, vio que tosas las luces estaban encendidas. Tom tenía que abrir su tienda a la inhumana hora de las cinco de la mañana para asegurarse de que todo estaba preparado para la gente que venía a desayunar a las siete, lo que significaba que normalmente cerraba a las cinco en punto de la tarde. Pero eran las siete de la tarde y era evidente que él aún estaba dentro. La pizarra con los sándwiches todavía estaba en la calle. El cartel de la puerta todavía estaba girado por el lado de «Abierto».

–Venga, Chester —le dijo Lacey a su compañero peludo—. Vamos a ver qué pasa.

Cruzaron la calle juntos y entraron a la pastelería.

Inmediatamente, Lacey oyó un escándalo proveniente de la cocina. Parecían los habituales ruidos de ollas y sartenes repiqueteando, pero a la velocidad de la luz.

–¿Tom? —gritó ella, un poco nerviosa.

–¡Ey! —se oyó su voz incorpórea desde la cocina trasera. Usaba su tono alegre normal.

Ahora que Lacey sabía que no estaba en medio de un asalto de un ladrón de macarrones dulces, se relajó. Se subió a su taburete habitual y el escándalo continuó.

–¿Va todo bien por allá atrás? —preguntó.

–¡Perfecto! —gritó Tom en respuesta.

Un instante después, apareció por fin en la arcada de la pequeña cocina. Tenía puesto el delantal y este —igual que casi toda la ropa que llevaba debajo y que su pelo— estaba cubierto de harina—. Ha habido un pequeño desastre.

–¿Pequeño? —se burló Lacey. Ahora que sabía que Tom no estaba peleando con un intruso en la cocina, podía apreciar el humor de la situación.

–En realidad fue Paul —empezó Tom.

–¿Y ahora qué ha hecho? —preguntó Lacey, recordando la vez en la que el aprendiz de Tom había usado por error bicarbonato de soda en lugar de harina en una tanda de masa, dejándola inservible por entero.

Tom sujetó en alto dos paquetes de apariencia casi idéntica. A la izquierda, en la descolorida etiqueta impresa se leía: «azúcar». En la de la derecha: «sal».

–Ah —dijo Lacey.

–¿Significa eso que vas a cancelar tus planes para esta noche? —preguntó Lacey. El humor que había sentido unos instantes atrás se rompió de repente y, en su lugar, ahora sentía una gran decepción.

Tom le lanzó una mirada de disculpa rápidamente.

–Lo siento mucho. Vamos a reprogramarlo. ¿Mañana? Vendré y cocinaré para ti.

–No puedo —respondió Lacey—. Mañana tengo esa reunión con Iván.

–La reunión para la venta de Crag Cottage —dijo Tom, chasqueando los dedos—. Claro. Ya lo recuerdo. ¿Qué tal el miércoles por la noche?

–¿El miércoles no ibas a ese curso de focaccia ?

Tom parecía perturbado. Miró el calendario que tenía colgado y soltó un suspiro.

–Vale, eso es al otro miércoles. —Soltó una risita—. Me has asustado. Oh, pero además estoy ocupado el miércoles por la noche. Y el jueves…

–…tienes entrenamiento de bádminton —acabó Lacey por él.

–Lo que significa que no estoy libre hasta el viernes. ¿Va bien el viernes?

Lacey se fijó en que su tono era igual de despreocupado que de normal, pero su actitud indiferente en cuanto a cancelar sus planes juntos le doló. No parecía importarle en absoluto que no pudieran verse n plan romántico hasta finales de semana.

Aunque Lacey sabía perfectamente bien que ella no tenía ningún plan para el viernes, se oyó decir a sí misma:

–Tengo que consultar mi agenda y te digo algo.

Y en cuanto las palabras hubieron salido por sus labios, una nueva sensación se le había metido en el estómago, mezclándose con la decepción. Para sorpresa de Lacey, la sensación era de alivio.

¿Alivio porque no podría tener una cita romántica con Tom durante una semana? No acababa de entender muy bien de dónde venía este alivio y, de repente, eso la hizo sentir culpable.

–Claro —dijo Tom, aparentemente distraído—. ¿Lo dejamos para más adelante y planeamos algo extraespecial la próxima vez, cuando los dos estemos menos ocupados? —Hizo una pausa para su respuesta y, al ver que no llegaba, añadió—: ¿Lacey?

Ella volvió rápidamente a conectar con el momento.

–Sí… Vale. Suena bien.

Tom fue hacia allí y apoyó los codos sobre el mostrador, de manera que sus caras estaban a la misma altura.

–Bueno. Una pregunta seria. ¿Te vas a apañar bien con la comida esta noche? Porque está claro que esperabas una comida deliciosa y nutritiva. Tengo algunos pasteles de carne que hoy no se han vendido, ¿quieres llevarte uno a casa.

Lacey soltó una risita y le dio un cachete en el brazo.

–No necesito tus limosnas, ¡muchas gracias! ¡Te hago saber que en realidad sé cocinar!

–Oh, ¿en serio? —dijo en broma Tom.

–En mis tiempos era conocida por hacer algunos platos —le dijo Lacey—. Risotto de champiñones. Paella de marisco. —Se rompía la cabeza para añadir al menos otra cosa, ¡pues todo el mundo sabía que para hacer una lista necesitabas al menos tres!—. Mm… mm…

Tom levantó las cejas.

–¿Continúas…?

–¡Macarrones con queso! —exclamó Lacey.

Tom se rio con ganas.

–Es un repertorio bastante impresionante. Y, aun así, nunca he visto ninguna prueba que demuestre tus afirmaciones.

En eso tenía razón. Hasta entonces, Tom había hecho todas las comidas para ellos. Era lo lógico. Le encantaba cocinar y tenía las habilidades para sacarlo adelante. Las habilidades culinarias de Lacey no pasaban mucho de perforar el plástico de un plato apto para microondas.

Cruzó los brazos.

–Precisamente todavía no he tenido la ocasión —respondió, usando el mismo tono argumentativo de broma que Tom con la esperanza de que ocultara el auténtico enfado que su comentario había despertado en ella—. El repostero Sr. Estrella Michelin no se fía de mí cerca de los fogones.

–¿Me lo debería tomar como una proposición? —preguntó Tom, moviendo las cejas.

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