Arturo Pérez-Reverte - El club Dumas o La sombra de Richelieu

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¿Puede un libro ser investigado policialmente como si de un crimen se tratara, utilizando como pistas sus páginas, papel, grabados y marcas de impresión, en un apasionante recorrido de tres siglos? Lucas Corso, mercenario de la bibliofilia, cazador de libros por cuenta ajena, debe encontrar respuesta a esa pregunta cuando recibe un doble encargo de sus clientes: autentificar un manuscrito de Los tres mosqueteros y descifrar el enigma de un extraño libro, quemado en 1667 con el hombre que lo imprimió.
La indagación arrastra a Corso -y con él, irremediablemente, al lector- a una peligrosa búsqueda que lo llevará de los archivos del Santo Oficio a los libros condenados, de las polvorientas librerías de viejo a las más selectas bibliotecas de los coleccionistas internacionales.
Construida con excepcional talento narrativo, El club Dumas sitúa pieza a pieza una trama excitante, minuciosa y compleja, donde se dan cita los ingredientes de la novela clásica por entregas, los relatos policiacos y de misterio, los juegos de adivinación y las técnicas del folletín de aventuras.

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Ella dormía. Con infinitas precauciones para no despertarla alargó una mano hasta el gabán en busca de un cigarrillo. Después de encenderlo, incorporado sobre un codo, se quedó mirándola. Estaba boca arriba, desnuda, la cabeza hacia atrás sobre la almohada manchada de sangre ya seca, respirando con suavidad por la boca entreabierta. Seguía oliendo a fiebre y a carne tibia. A la luz indirecta del cuarto de baño que la perfilaba en luces y sombras, Corso admiró su cuerpo inmóvil, perfecto. Aquello, se dijo, era una obra maestra de la ingeniería genética; y se preguntó qué mezcla de sangres, o de enigmas, saliva, piel, carne, semen y azar, se había concitado en el tiempo para unir los eslabones de la cadena que culminaba en ella. Todas las mujeres, todas las hembras creadas por el género humano estaban allí, resumidas en aquel cuerpo de dieciocho o veinte años. Acechó el pulso de la sangre en el cuello, el latido casi imperceptible del corazón, la línea curva y suave que iba de sus músculos dorsales a la cintura y se ensanchaba en las caderas. Acercó una mano para acariciar con la punta de los dedos el pequeño triángulo rizado allí donde la piel era un poco más clara, entre los muslos donde él fue incapaz de vivaquear de un modo canónico. La chica había encajado la situación con talante impecable, sin darle mayor importancia y dejando que el asunto derivase hacia un juego ligero y cómplice cuando por fin comprendió que, por parte de Corso y en aquel asalto, no iba a haber más cera que la que ardía. Eso tuvo la virtud de relajar el ambiente; o al menos impidió que él, a falta de un arma de fuego -¿acaso no se remataba a los caballos?-, se arrojara contra el pico de la mesa de noche, dando cabezazos hasta romperse la crisma; alternativa que llegó a considerar en su ofuscación y sólo pudo descartar, a medias, atizándole un disimulado puñetazo a la pared que a punto estuvo de fracturarle los nudillos; eso hizo que ella, sorprendida por el brusco movimiento y la repentina tensión de su cuerpo, lo mirase sobresaltada. Lo cierto es que el dolor y los esfuerzos por no soltar un aullido calmaron un poco a Corso, que reunió además la presencia de ánimo suficiente para esbozar media sonrisa crispada y decirle a la chica que aquello solía ocurrirle sólo las treinta primeras veces. Se había echado a reír abrazada a él, besándole los ojos y la boca, divertida y tierna. Eres un idiota, Corso; no me importa nada. No me importa en absoluto. Aun así, él hizo lo único que a aquellas alturas podía hacerse: una faena de aliño minuciosa, con dedos hábiles en el lugar idóneo y resultados, si no gloriosos, al menos razonables. Después, al recobrar el aliento, la chica lo miró largo rato en silencio antes de besarlo despaciosa y concienzudamente, hasta que la presión de sus labios fue cediendo y se quedó dormida.

La brasa del cigarrillo iluminaba los dedos de Corso en la penumbra. Retuvo el humo todo el tiempo que pudo en los pulmones y luego lo expulsó de golpe, viendo cómo se materializaba en el aire al cruzar el segmento de luz sobre la cama. Sintió que la respiración de la joven se interrumpía un instante y la miró, atento. Fruncía el ceño gimiendo bajito, igual que una niña que tuviera un mal sueño. Después, todavía dormida, se volvió a medias hacia él sobre un costado, el brazo bajo los senos desnudos y la mano junto a la cara. Quién coño eres, la interrogó sin palabras una vez más, malhumorado, aunque inclinándose después para besar el rostro inmóvil. Acarició su pelo corto, el contorno de la cintura y las caderas silueteadas ahora de modo preciso en el contraluz de la habitación. Había más belleza en aquella suave línea curva que en una melodía, una escultura, un poema o cuadro. Se aproximó para oler el cuello tibio, y en ese momento su propio pulso se puso a martillear más fuerte, despertándole la carne. Tranquilo, se dijo. Sangre fría y nada de pánico esta vez. Procedamos. Ignoraba cuánto podría mantenerse aquello, así que apagó precipitadamente el cigarrillo en el cenicero de la mesa de noche para pegarse a la chica, comprobando que su organismo respondía al estímulo-de modo satisfactorio. Entonces le separó los muslos y accedió por fin, aturdido, a un paraíso húmedo, acogedor, que parecía hecho de nata caliente y miel. Notó que la chica se removía, soñolienta, y que sus brazos se le cruzaban alrededor de la espalda aunque no estaba despierta del todo. La besó en el cuello y en la boca, que mantenía un quejido largo e infinitamente dulce, y comprobó que movía las caderas para acoplarse a él y acompasar el movimiento. Y cuando se hundió hasta el fondo de la carne y de sí mismo, abriéndose paso sin esfuerzo hacia el lugar perdido en su memoria de donde, por instinto, procedía, ella había abierto ya los ojos y lo miraba sorprendida y feliz, reflejos verdes a través de las largas pestañas húmedas. Te amo, Corso. Teamoteamoteamoteamo. Te amo. Después, en algún momento, él tuvo que morderse la lengua para no decir idéntica gilipollez. Se veía a sí mismo desde lejos, asombrado e incrédulo, sin apenas reconocerse: atento a ella, pendiente de sus latidos, de sus gestos, anticipándose al deseo mientras descubría los resortes secretos, las claves íntimas de aquel cuerpo suave y tenso a un tiempo, sólidamente enlazado al suyo. Siguieron así cosa de hora y pico. Después Corso le preguntó a la chica si estaba fértil o infértil, y ella dijo que no se preocupara, que lo tenía bajo control. Entonces él se lo puso todo muy adentro, junto al corazón.

Despertó cuando empezaba a amanecer. La chica dormía apretada contra él, y Corso estuvo un rato inmóvil para no despertarla, negándose a reflexionar sobre lo ocurrido y sobre lo que podía ocurrir. Entornó los ojos mientras se dejaba ir con placidez, disfrutando la grata indolencia del momento. La respiración de la joven alentaba en su piel. Irene Adler, 221 b de Baker Street. El diablo enamorado. La silueta entre la bruma, frente a Rochefort. La trenca azul cayendo despacio, desplegada, sobre el muelle del Sena. Y la sombra de Corso dentro de sus ojos. Dormía relajada y tranquila, ajena a todo, y a él le resultaba imposible establecer lazos lógicos que ordenasen las imágenes en su memoria. Pero tampoco en ese momento la lógica le apetecía lo más mínimo; se sentía perezoso y satisfecho. Puso una mano entre el calor de los muslos de la chica y la dejó allí, muy quieta. Al menos aquel cuerpo desnudo sí era real.

Más tarde se levantó con cuidado para ir al cuarto de baño. Ante el espejo comprobó que tenía restos de sangre seca en la cara, y también -gajes de la escaramuza con Rochefort y su escalera- una contusión azulada en el hombro izquierdo y otra sobre un par de costillas que le dolieron cuando presionó con los dedos. Después de lavarse un poco fue en busca de un cigarrillo. Y al hurgar en el gabán encontró el mensaje de Grüber.

Maldijo entre dientes por haberlo olvidado, mas ya no había remedio. Así que abrió el sobre y regresó a la luz del cuarto de baño para leer la nota que estaba dentro. No era muy extensa, y su contenido -dos nombres, un número y una dirección- le arrancó una sonrisa cruel. Fue a mirarse otra vez al espejo, el pelo revuelto y la barba que le oscurecía la cara, poniéndose las gafas con el cristal roto como quien se cala una celada de guerra; tenía la mueca de un lobo malo que ventea la caza. Recogió su ropa y la bolsa de lona sin hacer ruido, y le dirigió una última mirada a la chica dormida. Quizá, después de todo, aquél fuese un magnífico día. A Buckingham y Milady se les iba a indigestar el desayuno.

El hotel Crillon era demasiado caro para que Flavio La Ponte corriese con los gastos; tenía que ser la viuda Taillefer quien pagaba las facturas. Corso reflexionó sobre ese punto mientras despedía el taxi en la plaza Concorde y cruzaba en línea recta el vestíbulo de mármol de Siena, camino de las escaleras y la habitación ao6. Había un cartelito de «no molestar» y mucho silencio al otro lado de la puerta cuando llamó fuerte con los nudillos, tres veces.

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