Oyó a su amigo silbar entre dientes: Varo Borja, el más importante librero del país. Su catálogo era escueto y selecto, y además poseía una sólida reputación como bibliófilo que no reparaba en gastos. Impresionado, La Ponte pidió más cerveza y más datos, con aquel aire suyo de cernícalo rapaz que se le disparaba de modo automático al oír la palabra libro . Su carácter, aunque tacaño y cobarde confeso, no incluía la envidia salvo en lo tocante a la propiedad de mujeres guapas y arponeables. En lo profesional, aparte la satisfacción de hacerse con buenas piezas cobradas con poco riesgo, sentía un sincero respeto por el trabajo y la clientela de su amigo.
– ¿Has oído hablar de Las Nueve Puertas ?
El librero, que se hurgaba sin prisa en los bolsillos para que Corso pagara también aquella ronda, y estaba a punto de volverse a estudiar con más detenimiento a su opulenta vecina, pareció olvidarlo todo en el acto. Tenía la boca abierta
– No me digas que Varo Borja quiere ese libro…
Corso puso sus últimas monedas sobre el mostrador. Makarova traía otras dos cañas.
– Lo tiene hace tiempo. Y pagó por él una fortuna.
– Seguro que la pagó. Sólo hay tres o cuatro ejemplares conocidos.
– Tres -precisó Corso. Uno estaba en Sintra, en la colección Fargas. Otro en la fundación Ungern, de París. Y el tercero, procedente de la subasta de la biblioteca Terral-Coy, de Madrid, era el adquirido por Varo Borja. Interesadísimo, La Ponte se acariciaba los rizos de la barba. Por supuesto que había oído hablar de Fargas, el bibliófilo portugués. En cuanto a la baronesa Ungern, aquella vieja loca se había hecho millonaria escribiendo libros sobre ocultismo y demonología. Su último éxito, Isis desnuda , pulverizaba las cifras de ventas en los grandes almacenes.
– Lo que no entiendo -concluyó La Ponte – es qué tienes tú que ver en eso.
– ¿Conoces la historia del libro?
– Muy por encima -admitió el otro. Corso mojó un dedo en espuma de cerveza y se puso a hacer dibujos sobre el mármol del mostrador:
– Época, mediados del xvii. Escenario, Venecia. Protagonista, un impresor llamado Aristide Torchia, a quien se le ocurre editar el llamado Libro de las Nueve Puertas del Reino de las Sombras , una especie de manual para invocar al diablo… Los tiempos no están para esa literatura: el Santo Oficio consigue, sin mucho esfuerzo, que le entreguen a Torchia. Cargos: artes diabólicas y los anexos correspondientes, agravados por el hecho, dicen, de haber reproducido nueve grabados del famoso Delomelanicon , el clásico de los libros negros, que la tradición atribuye a la mano del mismísimo Lucifer…
Makarova se había acercado por el otro lado de la barra y escuchaba, interesada, secándose las manos en la camisa. La Ponte, a medio levantar el vaso, detuvo el gesto mientras hacía una mueca instintiva de avidez profesional.
– ¿Qué fue de la edición?
– Te lo puedes figurar: hicieron con ella una hermosa hoguera -Corso compuso una mueca esquinada y cruel; parecía lamentar de veras no haber visto el asunto-. También cuentan que al arder se oyó gritar al diablo.
De codos sobre los garabatos húmedos, junto a las palancas de la cerveza a presión, Makarova emitió un gruñido escéptico. Su aplomo rubio, nórdico y viril, era incompatible con supersticiones y nieblas meridionales. La Ponte, más sugestionable, hundió la nariz en su cerveza, acometido por repentina sed:
– A quien tuvo que oírse gritar fue al impresor. Supongo.
– Imagínate.
La Ponte se estremeció imaginándolo.
– Torturado -proseguía Corso- con ese pundonor profesional que la Inquisición desplegaba frente a las artes del Maligno, el impresor terminó por confesar, entre alarido y alarido, que todavía quedaba un libro, uno solo, a salvo. En cierto lugar escondido. Después cerró la boca y no volvió a abrirla hasta que lo quemaron vivo. Incluso entonces fue sólo para decir ay .
Makarova dedicó una sonrisa despectiva a la memoria del impresor Torchia, o tal vez a los verdugos incapaces de arrancarle el último secreto. La Ponte fruncía el entrecejo.
– Dices que sólo se salvó un libro -objetó-. Pero antes hablaste de tres ejemplares conocidos.
Corso se había quitado las gafas, y las miraba al trasluz para comprobar la limpieza de los cristales.
– Ahí está el problema -dijo-. Los libros han ido apareciendo y desapareciendo entre guerras, robos e incendios. Se ignora cuál es el auténtico.
– Quizá todos sean falsos -sugirió el sentido común de Makarova.
– Quizá. Y yo tengo que despejar la incógnita, averiguando si Varo Borja tiene el original o le dieron gato por liebre. Por eso voy a Sintra y a París -se ajustó las gafas para mirar a La Ponte -. De paso me ocuparé de tu manuscrito.
El librero asentía, pensativo, vigilando por el rabillo del ojo a la chica de las tetas grandes reflejada en el espejo del bar.
– Comparado con eso, parece ridículo hacerte perder el tiempo con Los tres mosqueteros …
– ¿Ridículo? -Makarova abandonaba su papel neutral para mostrarse ahora realmente ofendida-. ¡Es la mejor novela que leí nunca!
Subrayó aquello con una palmada sobre el mostrador de la barra, moldeándose con rudeza los músculos en sus antebrazos desnudos. « A Boris Balkan le habría gustado oír eso », pensó Corso. En la particular lista de best-sellers de Makarova, de la que él mismo oficiaba como asesor literario, la novela de Dumas compartía honores estelares con Guerra y Paz , La Colina de Watership , o Carol , de la Highsmith. Por ejemplo.
– Tranquilo -dijo a La Ponte -. Pienso cargar los gastos a Varo Borja. Aunque yo diría que tu Vino de Anjou es auténtico… ¿Quién iba a falsificar una cosa así?
– Hay gente para todo -apuntó Makarova, con sabiduría infinita.
La Ponte compartía la opinión de Corso; en aquel caso, una manipulación resultaba absurda. El difunto Taillefer le había garantizado la autenticidad: puño y letra de don Alejandro. Y Taillefer era de confianza.
– Solía llevarle antiguos folletines; los compraba todos -bebió un trago, dejando escapar una risita por el borde del vaso-. Buen pretexto para verle las piernas a su mujer. Una rubia tremenda. Espectacular. El caso es que un día lo veo abrir un cajón. Pone El vino de Anjou sobre la mesa. « Es suyo », me dice a bocajarro, « si se encarga usted de un peritaje formal y lo saca en el acto a la venta …».
Un cliente reclamó la atención de Makarova en demanda de un bitter sin alcohol y ésta lo mandó a paseo. Seguía inmóvil en la barra, el pitillo consumiéndose en su boca y los ojos entornados por el humo; pendiente de la historia.
– ¿Eso es todo?-preguntó Corso. La Ponte hizo un gesto vago.
– Prácticamente todo. Intenté disuadirlo, pues conocía su afición. Era de esos fulanos capaces de dar el alma a cambio de una rareza. Pero estaba resuelto. « Si no es usted, será otro », dijo. Ahí, por supuesto, me tocó la fibra. Me refiero a la fibra comercial.
– Aclaración ociosa -precisó Corso-. Es la única fibra que te conozco.
En demanda de calor humano, La Ponte se volvió hacia los ojos color de plomo de Makarova; mas desistió al primer vistazo. Allí había la misma calidez que en un fiordo noruego a las tres de la madrugada.
– Qué bonito es sentirse querido -dijo por fin, despechado y mordaz.
Sin duda el individuo aficionado al bitter tenía sed, observó Corso, porque volvía a insistir. Makarova, mirándolo de soslayo y sin cambiar de postura, sugirió que buscase otro bar antes de que le partiera una ceja. Tras meditarlo un poco, el otro pareció comprender la esencia del mensaje y se quitó de en medio.
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