– Váyase al diablo.
Ella no se movió, limitándose a mirarlo con atención.
– Escuche -los ojos claros estaban muy cerca; parecían hielo líquido, tan luminosos en la piel atezada de su rostro-. ¿Sabe quién es Victor Fargas?
Por encima del hombro de la joven, en el espejo colgado sobre la cómoda, Corso vio su propia cara: boquiabierto como un perfecto imbécil.
– Claro que lo sé -articuló por fin.
Había tardado varios segundos en reaccionar, y aún parpadeó, confuso. Ella aguardaba, sin mostrarse satisfecha por el efecto conseguido. Estaba claro que sus pensamientos discurrían por otra parte.
– Ha muerto -dijo.
Lo hizo en tono neutro, con la misma tranquilidad que podía haber utilizado para decir ha desayunado café, o ido al dentista. Corso inspiró hondo, intentando digerir aquello.
– Imposible. Estuve con él anoche. Y se encontraba bien.
– Ahora ya no se encuentra bien. No se encuentra de ninguna manera.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé.
Movió Corso la cabeza, suspicaz, antes de ir en busca de un cigarrillo. A mitad de camino estaba la petaca de Bols, así que se introdujo un trago en el cuerpo; la ginebra camino del estómago vacío le erizó la piel. Después hizo tiempo obligándose a no mirar a la joven hasta la primera bocanada de humo. No estaba en absoluto satisfecho del papel que le había tocado esa mañana. Y necesitaba asimilarlo todo, despacio.
– El café de Madrid, el tren, anoche y esta mañana, aquí en Sintra… -contaba con el pitillo en la boca, entornados los ojos por el humo, el índice sobre los dedos de la mano izquierda-. Cuatro coincidencias son muchas, ¿no cree?
Ella sacudió la cabeza, impaciente.
– Lo creía más listo. ¿Quién habla de coincidencias?
– ¿Por qué me sigue?
– Me gusta usted.
A Corso no le quedaban ganas de reír; se limitó a torcer un poco la boca.
– Eso es ridículo.
Lo miró largamente, reflexiva.
– Imagino que sí -fue la conclusión-. Tampoco parece arrebatador, siempre con ese viejo gabán. Y las gafas.
– ¿Entonces?
– Busque otra respuesta: cualquiera puede servir. Pero ahora vístase de una vez. Tenemos que ir a casa de Victor Fargas.
– ¿Tenemos?
– Usted y yo. Antes de que llegue la policía.
Las hojas muertas crujían bajo sus pies cuando empujaron la verja de hierro, cruzando el sendero flanqueado por estatuas rotas y pedestales vacíos. Sobre la escalera de piedra, el reloj de sol, desprovisto de sombra bajo la luz plomiza de la mañana, seguía sin marcar hora alguna. Postuma necat . La última mata, leyó Corso de nuevo. La chica había seguido la dirección de su mirada.
– Rigurosamente cierto -dijo con frialdad, y empujó la puerta. Estaba cerrada.
– Por atrás -sugirió Corso.
Rodearon la casa, pasando cerca de la fuente de azulejos donde el angelote de piedra, ojos vacíos y manos mutiladas, seguía vertiendo un hilillo de agua en el estanque. La joven, Irene Adler o como se llamara, avanzaba ante Corso con su pequeña mochila colgada a la espalda de la trenca azul. Se movía con sorprendente aplomo, tranquila y flexible al extremo de sus largas piernas enfundadas en tejanos, la cabeza testaruda inclinada hacia delante con el gesto decidido de quien sabe muy bien a dónde va. Ése no era el estado de ánimo de Corso. Había recobrado el control de su propia incertidumbre y se dejaba guiar por la chica, aplazando las preguntas. Despejado tras una rápida ducha, con todo cuanto le interesaba conservar en su bolsa de lona colgada al hombro, sólo Las Nueve Puertas , el ejemplar número Dos de Victor Fargas, ocupaba ahora su pensamiento.
Entraron sin dificultad por la puerta vidriera que comunicaba el jardín con el salón. En el techo, puñal en alto, Abraham seguía velando sobre los libros alineados en el suelo. La casa parecía desierta.
– ¿Dónde está Fargas? -preguntó Corso.
La chica se encogió de hombros.
– No tengo la menor idea.
– Dijo que estaba muerto.
– Y lo está -cogió el violín del aparador para estudiarlo con curiosidad después de echar un vistazo a su alrededor, a las paredes vacías y los libros-. Lo que no sé es dónde.
– Me toma el pelo.
Ella se había encajado el instrumento bajo la barbilla, e hizo vibrar las cuerdas antes de devolverlo al estuche, insatisfecha del sonido. Entonces miró a Corso.
– Hombre de poca fe.
Sonreía un poco otra vez, con aire ausente, y el cazador de libros tuvo la certeza de que había una desproporcionada madurez en ese aplomo a un tiempo profundo y frívolo. Aquella jovencita funcionaba por códigos singulares; bajo estímulos y pensamientos más complejos de lo que permitían suponer su edad y apariencia.
De pronto, a Corso se le borró todo de la cabeza: la chica, la extraña aventura, incluso el presunto cadáver de Victor Fargas. Sobre el deshilachado tapiz de la batalla de Arbelas, entre los libros de ocultismo y artes diabólicas, había un hueco. Las Nueve Puertas ya no estaba allí.
– Mierda -dijo.
Lo repitió entre dientes mientras se inclinaba sobre la fila de libros hasta quedar en cuclillas junto a ellos. Su mirada de experto, acostumbrada a distinguir el volumen buscado al primer vistazo, erró de un lado a otro en completa orfandad. Marroquí negro, cinco nervios, sin título exterior, un pentáculo en la tapa. Umbrarum regni , etc. Sin error posible. Un tercio del misterio, exactamente el 33,33 por ciento -periódica pura- había volado.
– Maldita sea mi estampa.
Demasiado pronto para Pinto, reflexionó en seguida; el portugués no había tenido tiempo de organizar aquello. La chica lo observaba igual que si esperase algún tipo de reacción que le interesara observar. Corso se incorporó.
– ¿Quién eres?
Era la segunda vez en menos de doce horas que hacía la misma pregunta, pero a dos personas distintas. Todo se estaba complicando con demasiada rapidez. Por su parte, la joven sostuvo la pregunta y su mirada sin inmutarse. Al cabo de un instante desvió los ojos a un lado de Corso, al vacío. O quizás a los libros alineados en el suelo.
– Eso no importa -respondió al fin-. Pregúntese mejor a dónde ha ido a parar el libro.
– ¿Qué libro?
Lo miró de nuevo sin responder, mientras él se sentía increíblemente estúpido.
– Sabes demasiadas cosas -le dijo a la chica-. Incluso más que yo.
La vio encogerse otra vez de hombros. Observaba el reloj en la muñeca de Corso como si pudiera leer la hora en él.
– No le queda mucho tiempo.
– Me importa un rábano el tiempo que pueda quedar.
– Allá usted. Pero hay un vuelo Lisboa-París dentro de cinco horas, desde el aeropuerto de Portela. Tenemos el tiempo justo para llegar allí.
Dios. Corso se estremeció bajo el gabán, horrorizado. Parecía una secretaria eficaz, agenda en mano, enumerando los compromisos en la jornada de su jefe. Abrió la boca para protestar. Jovencita y todo, con aquellos ojos inquietantes. La maldita bruja.
– ¿Por qué habría de irme ahora?
– Porque puede llegar la policía.
– No tengo nada que ocultar.
La joven sonrió de modo indefinible; parecía que acabara de escuchar un chiste gracioso pero muy viejo. Luego se acomodó la mochila a la espalda y le hizo a Corso un gesto de despedida, alzando una mano con la palma abierta para decirle adiós.
– Le llevaré tabaco a la cárcel. Aunque en Portugal no venden su marca.
Se fue al jardín sin echar siquiera un último vistazo a la habitación. Corso estaba a punto de ir tras ella, para detenerla. Entonces vio lo que había en la chimenea.
Pasado el primer momento de estupor se acercó despacio; tal vez pretendía dar una oportunidad a los acontecimientos para que discurriesen por cauces razonables. Pero cuando llegó al hogar pudo comprobar, apoyado en la repisa, que algunos de esos acontecimientos eran irreversibles. Por ejemplo: en el breve lapso que iba de la noche anterior a la mañana, período ínfimo en comparación con sus contenidos centenarios, las bibliografías sobre libros raros acababan de quedarse anticuadas. De Las Nueve Puertas ya no había tres ejemplares conocidos, sino dos. El tercero, o más bien lo que restaba de él, aún se veía humear entre las cenizas.
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