Arturo Pérez-Reverte - El club Dumas o La sombra de Richelieu

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¿Puede un libro ser investigado policialmente como si de un crimen se tratara, utilizando como pistas sus páginas, papel, grabados y marcas de impresión, en un apasionante recorrido de tres siglos? Lucas Corso, mercenario de la bibliofilia, cazador de libros por cuenta ajena, debe encontrar respuesta a esa pregunta cuando recibe un doble encargo de sus clientes: autentificar un manuscrito de Los tres mosqueteros y descifrar el enigma de un extraño libro, quemado en 1667 con el hombre que lo imprimió.
La indagación arrastra a Corso -y con él, irremediablemente, al lector- a una peligrosa búsqueda que lo llevará de los archivos del Santo Oficio a los libros condenados, de las polvorientas librerías de viejo a las más selectas bibliotecas de los coleccionistas internacionales.
Construida con excepcional talento narrativo, El club Dumas sitúa pieza a pieza una trama excitante, minuciosa y compleja, donde se dan cita los ingredientes de la novela clásica por entregas, los relatos policiacos y de misterio, los juegos de adivinación y las técnicas del folletín de aventuras.

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Nos p.tens. L.f.r, juv.te Stn. Blz.b, Lvtn, Elm, atq Ast.rot. ali.q, h.die ha.ems ace.t pct fo.de.is c.mt. qui no.st; et h.ic pol.icem am.rem mul. flo.em virg.num de.us mon. hon v.lup et op. For.icab tr.d.o, eb.iet i.li c.ra er. No.is of.ret se.el in ano sag. sig. s.b ped. cocul.ab sa Ecl.e et no.s. r.gat i.sius er.t; p.ct v.v.t an v.q fe.ix in t.a hom. et ven.os.ta int. nos ma.et D:

Fa.t in inf int co.s daem.

Satanas. Belzebub, Lcfr, Elimi, Leviathan, Astaroth

Siq pos mag. diab. et daem. pri.cp dom.

Tras la introducción, cuya supuesta autoría era evidente, comenzaba el texto. Corso leyó las primeras líneas:

D. mine mag. que L. fr, te D.um m. Et.pr ag.sco. et pol.cor t ser.ire, a.ob.re quam.d p. vvre; et rn.io al.rum d. et js.ch.st. et a.s sn.ts tq.e s.ctas e. Ec.les. apstl. et rom. et om. i sc.am. et o.nia ips. s.cramen. et o.nes atio et r.g. q.ib fid. pos.nt int.rcd. p.o me; et t.bi po.lceor q. fac. qu.tqu.t m.lum pot., et atra. ad mala p. omn. Et ab. rncio chrsm. et b.ptm et omn…

Levantó la vista hacia el pórtico de la iglesia, cuyas arquivoltas ocupaban imágenes del juicio Final gastadas por la lluvia y la intemperie. Bajo éstas, partiendo la puerta en dos, un nicho sobre una columna cobijaba un pantocrátor de aspecto airado cuya mano derecha, alzada, sugería más castigo que clemencia. En la siniestra sostenía un libro abierto, y Corso no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró alrededor, la torre de la iglesia y los edificios circundantes; las fachadas conservaban escudos de armas episcopales, y se dijo que también esa plaza vio arder, en otro tiempo, hogueras de la Inquisición. Después de todo, aquello era Toledo. Crisol de cultos subterráneos, de misterios iniciáticos, de falsos conversos. Y de herejes.

Bebió un largo trago de ginebra antes de volver al libro. El texto, latín en clave abreviada, proseguía a lo largo de otras ciento cincuenta y siete páginas, con la última en blanco. Las nueve restantes eran las famosas láminas inspiradas, según la leyenda, por el propio Lucifer. Cada xilografía estaba encabezada por un numeral latino, hebreo y griego, incluyendo una frase en latín, abreviada de forma críptica igual que el resto. Corso pidió una tercera ginebra mientras les pasaba revista. Recordaban las figuras del Tarot o los viejos grabados medievales: el rey y el mendigo, el ermitaño, el ahorcado, la muerte, el verdugo. En la última lámina, un dragón cabalgado por una hermosa mujer. Demasiado hermosa, apreció, para la moral eclesiástica de la época.

Encontró idéntica ilustración en una página fotocopiada de la Bibliografía Universal de Mateu; aunque en realidad no era la misma. Corso tenía en las manos el ejemplar Terral-Coy, mientras que el grabado reproducido pertenecía, según el viejo erudito mallorquín consignó en 1929, a otro de los libros:

Torchia (Aristide). De Umbrarum Regni Novem Portas. Venetiae, apud Aristidem Torchiam. MDCLXVI. In folio. 160 págs. incl. portada. 9 viñetas madera fuera de texto. De excepcional rareza. Sólo 3 ejempls. conocidos. Biblioteca Fargas, Sintra, port. (ver ilustración), Biblioteca Coy, Madrid, esp. (falto de lámina 9), Biblioteca Morel, París, fr.

Falto de lámina 9. Aquello era incorrecto, comprobó Corso. La xilografía número nueve estaba intacta en el ejemplar que tenía en las manos, antes biblioteca Coya después Terral-Coy, y ahora propiedad de Varo Borja. Sin duda se trataba de un error de tipografía, o del propio Mateu. En 1929, cuando se editó la Bibliografía Universal , las técnicas de impresión y difusión no estaban tan extendidas; buena parte de los eruditos mencionaban libros que sólo conocían a través de terceros. Tal vez el ejemplar falto fuese uno de los otros. Corso hizo una anotación al margen. Era preciso comprobarlo.

Un reloj dio tres campanadas y las palomas levantaron el vuelo desde la torre y los tejados. Corso tuvo un ligero sobresalto, cual si volviera lentamente en sí. Se palpó la ropa, extrajo un billete del bolsillo y se puso en pie tras dejarlo sobre la mesa. La ginebra le daba una grata sensación de distanciamiento, acolchaba sonidos e imágenes del exterior. Metió libro y dossier en la bolsa de lona, se la colgó al hombro y permaneció unos instantes mirando el airado pantocrátor del pórtico. No tenía prisa y deseaba despejarse, por lo que decidió ir andando a la estación de ferrocarril.

Al llegar a la catedral fue por el claustro, a fin de acortar camino. Pasó junto al quiosco de recuerdos para turistas, cerrado, y se entretuvo un momento observando los andamios vacíos ante las pinturas murales en restauración.

El lugar se veía desierto y sus pasos resonaban bajo la bóveda Una vez creyó - фото 2

El lugar se veía desierto, y sus pasos resonaban bajo la bóveda. Una vez creyó escuchar algo a su espalda. Algún cura llegaba tarde al confesionario.

Salió por la verja de hierro que comunicaba con una calle angosta y oscura, de paredes desconchadas por el roce de los vehículos. Entonces oyó un motor en marcha fuera de su vista, a la izquierda, al torcer en dirección contraria. Había una señal de tráfico, un triángulo que avisaba del estrechamiento de la calle, y cuando estaba ante él hubo un inesperado acelerón del motor. Luego el sonido fue acercándose por la espalda. Demasiado rápido, pensó, mientras iniciaba el gesto de volver el rostro; mas sólo pudo hacerlo a medias, con tiempo de percibir una masa oscura que se le vino encima. Tenía los reflejos entumecidos por la ginebra, pero su atención aún estaba, casualmente, en la señal de tráfico. El instinto lo empujó hacia ella, buscando la estrecha protección entre el postre metálico y la pared. Adosó el cuerpo a los pocos centímetros de aquel improvisado burladero, de forma que el automóvil, al pasar, sólo le golpeó una mano. El impacto fue seco y doloroso, haciéndole doblar las rodillas. Cayó sobre los irregulares adoquines, y pudo ver que el automóvil se perdía calle abajo entre rechinar de neumáticos.

Frotándose la mano magullada, Corso siguió camino a la estación. Pero ahora se volvía de vez en cuando a mirar atrás, y la bolsa con Las Nueve Puertas le quemaba el hombro. Habían sido tres segundos de visión fugaz, aunque suficiente: esta vez no llevaba un jaguar sino un Mercedes negro, pero quien estuvo a punto de atropellarlo era un individuo moreno, con bigote y una cicatriz en la cara. El tipo del bar de Makarova. El mismo al que había visto, con uniforme de chófer, leyendo el periódico ante la casa de Liana Taillefer.

El hombre de la cicatriz

De dónde viene, no lo sé. Pero a dónde va, puedo decíroslo: va al infierno.

(A. Dumas. El conde de Montecristo )

Anochecía cuando Corso llegó a su casa, sintiendo el doloroso latido de la mano magullada en el bolsillo del gabán. Fue al cuarto de baño, recogió del suelo el pijama arrugado y una toalla, y mantuvo la muñeca cinco minutos bajo un chorro de agua fría. Después abrió un par de latas en conserva para cenar de pie, en la cocina.

Había sido un día extraño, y peligroso. Reflexionaba sobre ello, confuso por la sucesión de acontecimientos, aunque con menos inquietud que curiosidad. Desde tiempo atrás, su actitud ante lo inesperado se reducía al desapasionado fatalismo de quien espera que la vida dé el siguiente paso. Esa ausencia de compromiso, esa neutralidad ante los acontecimientos, excluía todo protagonismo. Hasta aquella mañana en la callejuela de Toledo, su papel había sido siempre de ejecutor. Las víctimas eran otros. Cada vez que mentía o negociaba con alguien, el hecho se producía de modo objetivo, sin nexo moral con las personas o cosas que eran sólo materia de su trabajo. Lucas Corso quedaba al margen, mercenario no comprometido salvo en el beneficio formal; tercer hombre indiferente. Quizás esa actitud le permitió sentirse siempre a salvo, del mismo modo que, cuando se quitaba las gafas, las personas y objetos lejanos se diluían en contornos imprecisos, desenfocados, cuya existencia podía ignorar al privarlos de su envoltura formal. Ahora, sin embargo, el dolor concreto en la mano lastimada, la sensación de amenaza, dispuesta a irrumpir en su vida con violencia específica de la que él, y no otros, era objeto, sugerían inquietantes cambios en el panorama. Lucas Corso, que tantas veces ofició como verdugo, no tenía el hábito de considerarse víctima de nadie. Y eso lo desconcertaba.

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