Laura Rowland - El Tatuaje De La Concubina

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A punto de entregarse a los placeres y las comodidades de un matrimonio concertado con la joven y bella Reiko, Sano Ichiro es reclamado en el palacio imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún, que ha sido envenenada mientras se hacía un tatuaje amoroso. Con la experiencia de sus veinte años de sosakan-sama -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, Sano debe penetrar en el hermético y prohibido mundo de las mujeres del sogún para intentar desenmarañar la compleja trama de amantes y rivales de Harume, que se mueven como pez en el agua entre las intrigas y maquinaciones políticas del Japón feudal. Y como si la investigación no fuera de por sí complicada, Sano descubre con horror que su flamante esposa, supuestamente dulce y sumisa, es en realidad una aspirante a detective preclara y obstinada, con sorprendentes habilidades guerreras. Empeñada en ayudar a su marido, las chispas que surgen entre ambos hacen de su floreciente amor algo tan emocionante como el misterio que rodea la muerte de Harume.

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Sano lo esquivó. Acometió con su espada la hoja del daimio, más con la intención de someter que de matar.

– No podéis ganar, caballero Miyagi. Rendíos.

Reiko asestó un tajo a la dama Miyagi, que lo paró. Sus esbeltas hojas chocaron con un dulce tintineo de acero. Girando y fintando al borde del abismo, entre ropajes y cabelleras ondeantes, se enzarzaron en un baile de violenta gracilidad. Reiko combatía con la habilidad que da la práctica, la dama Miyagi con implacable ferocidad. De la parte baja de la colina, Sano oía que el teniente Kushida le gritaba a Hirata:

– Dejadme en paz. Tengo que vengar la muerte de la dama Harume. Sólo así conoceré la paz.

El caballero Miyagi se afanaba contra la superior destreza de Sano. Su afligido rostro estaba empapado en sudor. Una vida entera de hedonismo lo había preparado poco para el combate. En un momento, Sano le había arrebatado la espada de las manos. Impotente, se acurrucó en el suelo. Miró a su mujer, cuyas vestiduras pendían en retazos ensangrentados allí donde Reiko la había cortado. Exhaló un quejido. Sano se imaginaba su visión de una vida sin una esclava devota; cárcel, exilio o confiscación de las propiedades familiares como castigo por los crímenes de su mujer. Entonces alzó las manos en señal de rendición.

– Acepto la derrota -dijo con tranquila dignidad-. Os ruego que me concedáis el privilegio del haraquiri.

El daimio desenvainó su espada corta y la aferró con manos temblorosas con la punta hacia el abdomen. Cerró los ojos y murmuró una oración. O estaba tomando la salida cobarde de una situación difícil, o le quedaba algún vestigio de honor samurái. Después tomó aliento en profundidad. Con un grito ensordecedor, se clavó la espada.

– ¡Primo! -La dama Miyagi se acercó corriendo y se arrodilló junto a su marido, que se debatía y gemía en la agonía de la muerte. Soltó la daga y acarició el rostro del daimio con las manos ensangrentadas.

El caballero se retorció en un espasmo. Alzó la vista hacia su mujer y sus labios articularon unas palabras ininteligibles. Después quedó flácido entre sus brazos.

– Oh, no. Mi amor. ¡No! -Unos sollozos asfixiados sacudieron el cuerpo de la dama Miyagi.

Jadeando exhausta, Reiko se unió a Sano. Este se aprestó a agacharse para recoger el arma de la asesina, aunque no creía que ya fuera a resistirse al arresto. Pero la dama estiró el brazo y aferró la daga, con la que lo apuntó. El dolor le deformaba las facciones; tenía la cara lívida de furia, surcada de sangre y de lágrimas.

– Habéis destruido a mi marido -susurró-. Pagaréis por esto.

Sano alzó la espada. Pero, en vez de atacarlo, la dama Miyagi asaltó a Reiko.

– Me habéis quitado a mi amado -gritó-. ¡Ahora yo os quitaré a la vuestra!

Desprevenida, Reiko esquivó demasiado tarde; el filo erró su corazón, pero le cortó en el hombro. Después volvían a combatir, Reiko de espaldas al precipicio y la dama Miyagi entre ella y Sano. Éste envainó la espada y la agarró por detrás, cerrando las manos sobre las de ella en la empuñadura de su daga. Mientras manoteaban para controlar el arma, la dama Miyagi se derrumbó hacia delante encima de Reiko. Sano cayó con ella. Aterrizaron en el borde del abismo, con las cabezas asomadas al espacio vacío.

Reiko gritó y le rajó la cara a la dama Miyagi con el cuchillo. La mujer del daimio aulló. Sano le arrancó el arma de las manos. Al mismo tiempo, ella dio una sacudida y lo dejó libre. Entonces Reiko le asestó un tremendo empujón. Como una acróbata en un número callejero, la dama Miyagi salió disparada con los tobillos sobre la cabeza. Dando salvajes zarpazos hacia Reiko, voló por el aire sobre el precipicio y pareció quedarse allí suspendida durante un momento. Sano se arrojó encima de Reiko para sujetarla. Entonces la dama Miyagi desapareció de su vista precipicio abajo. La siguió un agudo chillido. Se oyeron golpes cada vez más lejanos a medida que su cuerpo topaba con las rocas. Después, el silencio.

Sano ayudó a Reiko a ponerse de pie. Contemplaron el abismo abrazados con fuerza. La luna resplandecía débilmente sobre las vestiduras de la dama Miyagi. Estaba inmóvil.

Hirata corrió hacia ellos con la lanza del teniente Kushida y su propia espada en las manos. Sangraba de cortes en las manos, los brazos y la cara.

– Kushida está herido, pero sobrevivirá. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Estáis bien?

Sano se lo explicó. De repente él, Reiko e Hirata estaban enlazados en un fortísimo abrazo, con las caras pegadas. Los sacudió una catarsis de llanto. Cuando su sangre y sus lágrimas se entremezclaron, Sano experimentó una satisfacción más profunda que la que jamás había sentido tras la resolución de un caso. Su mujer estaba a salvo y su camarada más querido había recobrado el honor. Todos habían desempeñado un papel crucial en la investigación. Su victoria compartida era infinitamente más dulce que las hazañas en solitario de su pasado.

– Despertemos a nuestros hombres y volvamos a casa -dijo, mientras se enjugaba las lágrimas de las mejillas. Todavía abrazados, con Sano en el centro, emprendieron el camino colina abajo.

40

Tres días después de la muerte del caballero y la dama Miyagi, un capitán de la guardia escoltó al chambelán Yanagisawa a la cámara de audiencias privadas del sogún. Una bandera con los caracteres de confidencialidad impresos decoraba la entrada e indicaba que se estaba celebrando una reunión de naturaleza extremadamente secreta. En las puertas estaban apostados varios guardias, dispuestos a repeler a cualquier intruso.

– Os ruego que entréis, honorable chambelán -dijo su escolta-. Su excelencia os espera.

En algún lugar de la ciudad, por debajo del castillo de Edo, retumbaba un tambor funerario. Cuando los guardias abrieron la puerta, Yanagisawa tragó el sabor metálico del miedo. Su destino iba a decidirse allí y en ese momento.

En el interior de la cámara, Tokugawa Tsunayoshi estaba de rodillas sobre la tarima. En el suelo, a su izquierda, estaban la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko, codo con codo. La madre del sogún le lanzó una mirada furibunda y después volvió la cabeza con un bufido. Ryuko le dedicó una expresión de petulancia triunfal antes de bajar respetuosamente los ojos. Frente a ellos, en el lugar de honor, a la derecha del sogún, estaba el sosakan Sano, con expresión cuidadosamente neutra.

En Yanagisawa estalló un volcán de odio y celos. Ver al enemigo en su lugar habitual parecía la realización de su peor pesadilla: que Sano lo había sustituido como favorito de su señor. Yanagisawa quería clamar contra el ultraje, pero una descarnada manifestación de genio resultaría perjudicial para sus intereses. Su futuro dependía de su destreza para manejar la situación. Necesitaba permanecer absolutamente tranquilo. Se arrodilló frente a la tarima y le hizo una reverencia al sogún.

– Buenos días, Yanagisawa-san -dijo Tokugawa Tsunayoshi. Su voz no delataba la afectación habitual, y no sonrió-. Es una desgracia que esta reunión deba interferir en tus, ah, labores administrativas.

– Al contrario; es un honor ser convocado a vuestra presencia en cualquier momento. -Aunque la gélida bienvenida lo llenaba de pavor, Yanagisawa hablaba como si no tuviera idea de que aquella reunión se celebraba porque su plan contra Sano había salido mal y ahora se exponía a que lo acusaran de traición-. Mis servicios están a vuestras órdenes.

– Te he convocado aquí para resolver ciertas, ah, graves cuestiones planteadas por el sosakan Sano y mi honorable madre -dijo el sogún, jugueteando nervioso con su abanico.

El corazón del chambelán Yanagisawa dio un vuelco, como una bestia salvaje que tratara de escapar de la jaula de su cuerpo. Aunque había imaginado aquella escena un sinnúmero de veces desde que Ryuko acudiera a su despacho, la realidad seguía siendo terrorífica. Tenía que sobreponerse a su miedo y concentrarse en reparar los daños que él mismo había ocasionado.

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