Laura Rowland - El Tatuaje De La Concubina

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A punto de entregarse a los placeres y las comodidades de un matrimonio concertado con la joven y bella Reiko, Sano Ichiro es reclamado en el palacio imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún, que ha sido envenenada mientras se hacía un tatuaje amoroso. Con la experiencia de sus veinte años de sosakan-sama -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, Sano debe penetrar en el hermético y prohibido mundo de las mujeres del sogún para intentar desenmarañar la compleja trama de amantes y rivales de Harume, que se mueven como pez en el agua entre las intrigas y maquinaciones políticas del Japón feudal. Y como si la investigación no fuera de por sí complicada, Sano descubre con horror que su flamante esposa, supuestamente dulce y sumisa, es en realidad una aspirante a detective preclara y obstinada, con sorprendentes habilidades guerreras. Empeñada en ayudar a su marido, las chispas que surgen entre ambos hacen de su floreciente amor algo tan emocionante como el misterio que rodea la muerte de Harume.

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– ¿Qué os habéis creído? ¡Soltadme! -El guardia le dio un empujón; el otro lo inmovilizó con los brazos. Hirata se apresuró a explicar:

– La esposa del sosakan-sama tenía que ir a la villa con el caballero y la dama Miyagi. Queremos hablar con ellos. ¿Dónde están?

A la mención del título de Sano, los dos guardias se envararon y dieron un paso atrás, pero no respondieron.

– Vamos a entrar -le dijo Sano a Hirata.

Los guardias bloquearon las puertas con expresión temerosa pero obstinada. Su rebeldía alarmó a Sano: algo iba mal.

– No hay nadie en casa -dijo uno de ellos-. Se han ido todos.

Presa de un miedo sobrecogedor a que algo le hubiera pasado a Reiko en la casa, Sano desenvainó su espada.

– ¡Apartaos!

Los guardias se hicieron a un lado de un salto, y Sano abrió la puerta. Con Hirata pegado a los talones, atravesó el patio a la carrera, cruzó la puerta interior y entró en la mansión, gritando el nombre de su esposa.

El silencio velaba el túnel largo y oscuro del pasillo. El antiguo olor de la casa llenaba los pulmones de Sano como un gas nocivo. Los suelos crujían a su paso. Oyó que los guardias le gritaban que se detuviera, y que Hirata los contenía. Siguió adelante y se encontró solo en los aposentos familiares. El ala era tan fría, oscura y húmeda como una cueva. Los paneles de papel de las paredes eran cuadrados agrisados por la tenue luz crepuscular. El olor almizcleño de los Miyagi saturaba el aire. Se detuvo para tomar aliento y orientarse, y no vio a nadie. Al principio no oyó nada, a excepción de su trabajosa respiración. Entonces le llegó un tenue gemido.

A Sano le dio un vuelco el corazón. ¡Reiko! El pánico lo espoleaba mientras seguía el sonido, dejando atrás a toda prisa las puertas cerradas de habitaciones desocupadas. Su aversión hacia el matrimonio Miyagi se convirtió en miedo al imaginarse a Reiko como víctima suya. El gemido creció en volumen. Entonces Sano dobló una esquina. Se detuvo en seco.

De una puerta abierta surgía la luz de una lámpara. Delante y de rodillas estaba el criado que Sano recordaba de su primera visita. El hombre lloraba con la cabeza inclinada. Al oír a Sano, alzó la vista.

– Las chicas -gimió. En su rostro arrugado brillaban las lágrimas. Alzó una mano temblorosa y señaló hacia la habitación.

En cuanto Sano entró como una exhalación por la puerta, lo asaltó un olor conocido y perturbador: fétido, salado, metálico. Al principio, era incapaz de apreciar la escena que se ofrecía a sus estupefactos ojos. Unas formas blancas retorcidas contrastaban acusadamente con las volutas negras y los relucientes charcos rojos del suelo de listones. Enseguida su vista identificó lo que tenía delante. En una estancia equipada con una bañera de madera hundida en el suelo y un biombo de bambú, yacían los cuerpos desnudos de dos mujeres, acurrucadas codo con codo. Tenían los tobillos y las muñecas atadas. Unos profundos cortes de lado a lado de la garganta casi las habían decapitado. La sangre carmesí empapaba su pelo negro y enmarañado, y sus cuerpos pálidos. Había salpicado las paredes, se extendía por el suelo y goteaba en el agua desde el borde de la bañera.

Sano estaba paralizado por el horror. Sentía los latidos turbulentos de su corazón; una fría náusea le atenazaba el estómago. Sintió vértigo y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Oyó un sonido rasposo, como el de la sierra contra la madera, y lo reconoció como su propia respiración. Con claridad de pesadilla, los rostros de las mujeres destacaban de entre la carnicería. Ambos presentaban las delicadas facciones de Reiko.

– ¡No! -Sano parpadeó con fuerza y se frotó los ojos para librarse de lo que parecía un caso de visión doble inducida por la impresión-. ¡Reiko!

Con un gemido, se hincó de rodillas junto a las mujeres y les cogió las manos.

En cuanto tocó la carne fría, una certeza penetró en su agonía. Se dio cuenta de que su sensación interna de Reiko permanecía intacta. Seguía sintonizado con ella; percibía su fuerza vital, como una distante campana que seguía tañendo. La ilusión se desvaneció. Los cuerpos de esas mujeres eran más grandes y rollizos que el de Reiko. No reconocía sus caras. Sollozos de alivio sacudieron su cuerpo. ¡Reiko no estaba muerta! Sintió un retortijón en el estómago y tuvo arcadas, como si quisiera vomitar el terror y el lamento.

Hirata se precipitó en la habitación.

– ¡Dioses benditos!

– No es ella. ¡No es ella! -En un frenesí de alegría, Sano saltó y abrazó a Hirata, entre risas y sollozos-. ¡Reiko está viva!

– ¡Sosakan-sama! ¿Estáis bien? -La cara de Hirata era la viva imagen de la preocupación. Sacudió a Sano con fuerza-. Deteneos y escuchadme.

Cuando vio que Sano se limitaba a reír más fuerte, le dio un bofetón.

El golpe sacó a Sano de su histeria. Se calló de inmediato y miró a Hirata, sorprendido de que su vasallo le hubiese pegado aunque fuera una vez.

Gomen nasai , «lo siento» -dijo Hirata-, pero tenéis que recobrar la compostura. Los guardias me han dicho que la dama Miyagi mató a las concubinas de su marido. Fue ella quien las ató. Pensaron que era un juego. Entonces les rajó la garganta. Cuando los guardias y criados oyeron los gritos y acudieron para ver qué pasaba, les ordenó que no se lo contaran a nadie. Ella y el caballero Miyagi partieron para encontrarse con alguien a las puertas del castillo y viajar juntos a la villa. Eso fue hace dos horas.

Un nuevo terror ahogó el alivio de Sano. Aunque no alcanzaba a vislumbrar los motivos de la dama Miyagi para asesinar a las concubinas del daimio, su acto brutal la confirmaba a ella, y no a la dama Ichiteru, como asesina de Choyei y de la dama Harume. Con la vista puesta en la sanguinaria escena, Sano combatió el pánico que resurgía.

– Reiko -susurró.

Después corría y salía de la mansión dando tumbos, apoyado en Hirata.

38

Sobre las colinas que se alzaban al oeste de Edo, un tapiz de nubes doradas se tejía de lado a lado en un cielo en llamas y atrapaba en sus redes el radiante orbe carmesí del sol poniente. Las distantes montañas eran imprecisos picos de color lavanda. En la llanura de abajo, las luces de la ciudad titilaban tras un velo de humo. La gran curva del río centelleaba como cobre fundido. El eco de las campanas de los templos resonaba por todo el paisaje. En el este, se alzaba la luna llena, inmensa y luminosa; un espejo con la imagen de la diosa lunar bosquejada en sombra sobre su cara.

La casa de verano de los Miyagi ocupaba una abrupta ladera apartada de la vía principal. Un estrecho camino de polvo atravesaba el bosque hasta la villa, dos pisos de madera y yeso cubiertos de enredaderas. Una espesa arboleda casi ocultaba el tejado. Había faroles encendidos en los establos y en las dependencias del servicio, pero el resto de las ventanas mostraba sus postigos lisos y ciegos al crepúsculo. A excepción de las canciones nocturnas de los pájaros y el viento que mecía las hojas secas, la villa estaba sumergida en el silencio. Por detrás, el terreno ascendía entre más bosques hasta un promontorio pelado. En la cima se alzaba un pequeño pabellón. En él estaban el caballero Miyagi, su esposa y Reiko, con una vista perfecta de la luna.

La celosía del fondo y los laterales del pabellón los escudaban del viento; los braseros de carbón bajo el suelo de tatami los calentaban. Una linterna iluminaba las mesitas individuales equipadas con recado de escribir. Había viandas en una mesa. Sobre un pedestal de teca estaban las tradicionales ofrendas a la luna: bolas de arroz, soja, caquis, incensarios humeantes y un jarrón de hierbas otoñales.

El caballero Miyagi cogió un pincel y se lo ofreció a Reiko con gesto provocador.

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