Ante el asentimiento del magistrado Ueda, Sano le habló del embarazo de Harume. Con el entrecejo fruncido, el magistrado caviló, vaciló y dijo:
– Dado el embarazo de la dama Harume, ahora el caso de asesinato está potencialmente relacionado con la sucesión del poder. Vuestra investigación podría implicar a ciudadanos poderosos que desean debilitar el dominio de los Tokugawa quebrantando la línea de sucesión. Los señores externos, por ejemplo. O el responsable de muchos de vuestros problemas pasados.
«El chambelán Yanagisawa.» Al recordar su extraño comportamiento del último encuentro, Sano se preguntó con desasosiego si sería una señal de la implicación del chambelán en el asesinato. Al principio aquel caso había parecido sencillo. Ahora lo amilanaba la perspectiva de desvelar una conspiración de gran alcance.
– Respeto vuestra habilidad y vuestros principios -dijo el magistrado Ueda-. Pero guardaos de hacer acusaciones graves contra sospechosos influyentes. Si soliviantáis a las personas equivocadas, tal vez ni vuestro rango os proteja. -Otra pausa enfática-. Me preocupa mi hija tanto como vos. Prometedme que no la pondréis en peligro de modo temerario.
En la guerra y en la política, a menudo los enemigos atacaban a los parientes.
– Lo prometo -dijo Sano, sintiendo las tensiones opuestas del honor y la integridad profesional, la prudencia y las consideraciones familiares. Hizo una reverencia-. Gracias por vuestro consejo, honorable suegro. Mis disculpas por molestaros a tan avanzada hora. Será mejor que vuelva a casa y os permita retomar vuestro trabajo.
– Buenas noches, Sano-san. -El magistrado Ueda hizo una reverencia-. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros a resolver el asesinato con el mínimo perjuicio para nuestras familias. -Después sonrió con sorna-. Y buena suerte con Reiko. Si conseguís domarla, sois más hombre que yo.
Faltaban dos horas escasas para la medianoche cuando Sano regresó al castillo de Edo. Por entre las colinas soplaba un viento otoñal ribeteado de escarcha. Una acre humareda de carbón brotaba de millares de braseros. La negra bóveda estrellada del cielo trazaba un arco sobre la ciudad dormida. Sano, arropado en su gruesa capa mientras avanzaba a caballo por el laberinto de pasajes amurallados del castillo, se sentía también más que dispuesto para el sueño. Había sido una jornada larga y agotadora, con la promesa de otra igual al día siguiente. Ansioso por una cama caliente, Sano entró en su calle de las dependencias funcionariales del castillo.
Intuyó el peligro momentos antes de que su vista captase la causa. La zona estaba completamente a oscuras, aunque tendrían que haberse visto luces en las puertas de cada mansión. El barrio parecía anormalmente tranquilo y desierto. ¿Dónde estaban los centinelas y las patrullas de guardia?
Con la mano en la empuñadura de su espada, Sano avanzó poco a poco hacia su casa, pegado a las hileras de barracones que rodeaban las mansiones de sus vecinos. A la luz de la luna vio dos faroles colgados de la techumbre de una puerta; sus llamas estaban apagadas. Y debajo, un fardo oscuro tirado en la calle. Desmontó, atravesado por una sensación de peligro como una corriente maligna de viento. Se acuclilló y examinó el fardo. El corazón le dio un vuelco cuando discernió los cuerpos inmóviles de dos centinelas con armadura, vivos pero inconscientes. Dejó atrás su caballo y corrió hasta la puerta siguiente, donde halló más guardias sin sentido. Sus cabezas presentaban heridas ensangrentadas causadas por algún arma contundente.
Le asaltó la alarma al recordar pasados atentados contra su vida. ¿Se trataba de una emboscada tendida por Yanagisawa, que ya había tratado de asesinarlo en muchas ocasiones, o por alguien que sabía que aquella noche iba a salir del barrio solo? La imponente fortaleza del castillo de Edo no era, como sabía por experiencia, refugio seguro para un hombre con enemigos poderosos. ¿Era un asesino el que había inutilizado a todo aquel que pudiera interferir en su ataque? Los guardias, que no esperaban una invasión en tiempos de paz, habían sido presas fáciles. ¿Le acechaba alguien en las sombras?
¿También en su propia casa, allí donde Reiko, Hirata, el cuerpo de detectives y los criados dormían ajenos al peligro? Ahogado de ansiedad, Sano corrió hasta ella. Los centinelas heridos yacían inconscientes en el portal.
– ¡Tokubei! ¡Goro! -Sano se arrodilló y los sacudió-. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado?
Los hombres recobraron la conciencia entre gemidos.
– … nos pasó por encima -masculló Goro-. Lo siento…
Se puso en pie como pudo y se tambaleó mareado, sujetándose la cabeza.
– ¿Quién ha sido? -preguntó Sano.
– No lo he visto. Demasiado rápido.
El portón reforzado estaba abierto. Con la espada desenvainada, Sano se asomó al patio. No se distinguía ningún movimiento en la oscuridad. Indicó a Goro que lo siguiera, entró con cautela… y tropezó con los cuerpos inertes de sus guardias de patrulla. La puerta del recinto vallado interior estaba entornada.
– Ve a los barracones y despierta a los detectives -ordenó a Goro-. Diles que hay un intruso en la casa.
El guardia se apresuró a obedecer, y Sano se acercó al recinto. Aun consciente de que era posible que se dirigiera hacia una trampa, tenía que proteger a los suyos. No podía esperar a que llegara la ayuda. Ante él se cernía la mansión a oscuras. Subió sigiloso los escalones de madera. Hizo una pausa para escuchar a la sombra de los largos aleros de encima de la galería. En algún lugar de la colina relinchó un caballo, pero del interior de la casa no le llegó ningún sonido. Entró de puntillas por la puerta y cruzó el porche de entrada. Arma en ristre, avanzó sigilosamente por el pasillo. Al llegar a su despacho se detuvo. Todo su cuerpo se quedó inmóvil y en tensión.
La tenue luz de una lámpara extendía un resplandor amarillo por los paneles de papel de la pared. La puerta estaba cerrada. En aquel instante oyó un ruido de pasos en el interior, un cajón que se abría, el crujido del papel. Al parecer el intruso estaba registrando sus pertenencias. Sano puso dos dedos en el pestillo y empujó. El panel de madera se deslizó en silencio sobre su marco engrasado. En el hueco que albergaba el escritorio de Sano se erguía una figura ataviada con una capa negra de ceñida capucha. Estaba rebuscando en un armario, de espaldas a la puerta.
Sano irrumpió en la habitación y gritó:
– ¡Alto! ¡Date la vuelta!
El intruso se volvió. Era el teniente Kushida. Los libros y papeles de Sano estaban desparramados en derredor suyo. Ya había acabado con los estantes y estaba revolviendo el armario. Su arrugada cara de mono quedó flácida por el desaliento. Por un instante permaneció inmóvil. Su mirada de pánico pasó de Sano a las ventanas con barrotes, para después posarse en su naginata, que estaba apoyada en la pared de al lado.
– ¡No os mováis!
Con un ademán tan rápido que pareció que el arma saltara a su mano, Kushida agarró la lanza. Pasó como una exhalación por encima del escritorio, saltó desde la tarima elevada del hueco y avanzó hacia Sano. Sus ojos eran negros pozos de desesperación. El filo agudo y curvo de su arma relucía a la tenue luz de la lámpara.
– Ni se os ocurra -advirtió Sano, adoptando una postura defensiva acuclillado con la espada en alto-. Mis hombres llegarán en cualquier momento. -De la entrada de la mansión llegaba el sonido de gritos y pasos a la carrera-. Aunque me matéis, no podréis escapar. Soltad el arma. Rendíos.
El teniente Kushida cargó. Sano saltó a un lado y la hoja pasó a poca distancia de su pecho. Trazó un círculo y se preparó para contraatacar. El teniente trató de clavarle la lanza en la garganta. Sano paró el golpe. El choque de los filos lo desplazó de lado. Un contundente golpe lo alcanzó en la cadera: Kushida había hecho uso del asta de la lanza, como debía de haber hecho con los centinelas. Sano dio un traspié, jadeando de dolor. Recobró el equilibrio y arremetió con la espada.
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