Laura Rowland - El Tatuaje De La Concubina

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A punto de entregarse a los placeres y las comodidades de un matrimonio concertado con la joven y bella Reiko, Sano Ichiro es reclamado en el palacio imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún, que ha sido envenenada mientras se hacía un tatuaje amoroso. Con la experiencia de sus veinte años de sosakan-sama -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, Sano debe penetrar en el hermético y prohibido mundo de las mujeres del sogún para intentar desenmarañar la compleja trama de amantes y rivales de Harume, que se mueven como pez en el agua entre las intrigas y maquinaciones políticas del Japón feudal. Y como si la investigación no fuera de por sí complicada, Sano descubre con horror que su flamante esposa, supuestamente dulce y sumisa, es en realidad una aspirante a detective preclara y obstinada, con sorprendentes habilidades guerreras. Empeñada en ayudar a su marido, las chispas que surgen entre ambos hacen de su floreciente amor algo tan emocionante como el misterio que rodea la muerte de Harume.

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Se alzó un murmullo entre los presentes. Tokugawa Tsunayoshi esbozó un gesto de sorpresa.

– ¿Contagio? -Su cara empalideció, y se tapó la nariz y la boca con ambas manos para evitar la entrada del espíritu de la enfermedad-. ¿Significa eso que hay una, ah, epidemia en el castillo?

Dictador de delicada salud y escaso talento para el liderazgo, el sogún se volvió hacia Sano y el magistrado Ueda, los dos hombres de más alta posición de los allí presentes.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Hay que cancelar las festividades nupciales -dijo el magistrado con pesadumbre- y enviar a los invitados a casa. Ya me encargaré de todo.

Sano, aunque aturdido por tan calamitoso colofón para su boda, se apresuró a ayudar a su señor. Las enfermedades contagiosas eran una preocupación de primer orden en el castillo de Edo, que albergaba a centenares de los funcionarios de más alto rango de Japón y a sus familias.

– Por si de verdad se trata de una epidemia, hay que poner a las damas en cuarentena para evitar que se extienda. -Sano dio instrucciones al comandante de la guardia para que se encargase de aquello y le dijo al médico del castillo que examinase a la mujer en busca de síntomas-. Y vos, excelencia, deberíais permanecer en vuestros aposentos para eludir la enfermedad.

– Ah, sí, claro -dijo Tokugawa Tsunayoshi, aliviado de que otro asumiese el mando. El sogún se dirigió a sus aposentos y ordenó a sus funcionarios que lo siguieran, mientras gritaba instrucciones a Sano-: ¡Debes investigar de inmediato la muerte de la dama Harume! -En su temor por su persona, parecía indiferente a la pérdida de su concubina y al destino del resto de sus mujeres. Y al parecer había olvidado por completo las vacaciones que le prometiera a Sano-. Tienes que evitar que me alcance el espíritu de la enfermedad. ¡En marcha!

– Sí, excelencia -exclamó Sano en dirección al déspota en retirada y su séquito.

Hirata corrió a su lado. Cuando partieron por el pasillo hacia las dependencias de las mujeres, Sano miró por encima de su hombro y vio a Reiko, que arrastraba el traje nupcial, escoltada por su padre y las criadas. Sintió una extrema irritación contra el sogún por renegar de su promesa, y lamentó el retraso de las celebraciones de la boda, tanto públicas como privadas. ¿Acaso no se había ganado algo de paz y felicidad? Después reprimió un suspiro. La obediencia a su señor era la suprema virtud de un samurái. El deber se imponía; una vez más, la muerte reclamaba la atención de Sano. La dicha conyugal tendría que esperar.

2

Las dependencias de las mujeres del castillo de Edo ocupaban una recogida sección interna del cuerpo central del palacio conocida como Interior Grande. La ruta de acceso llevó a Sano y a Hirata por las áreas externas y públicas del palacio: salones de audiencias, oficinas gubernamentales y salas de conferencias, conectadas por una enrevesada red de pasillos. Un silencio ominoso había caído sobre el habitual bullicio del castillo. Los funcionarios se apiñaban en grupos de los que surgían inquietos murmullos a medida que se extendía la noticia de la sorprendente muerte de la concubina. Guardias armados patrullaban los pasillos en previsión de más disturbios. La gran burocracia Tokugawa se había frenado en seco. A la vista de las graves repercusiones que podría tener para la nación una epidemia en la capital de Japón, Sano esperaba que la enfermedad de la dama Harume se revelase como un incidente aislado.

Una descomunal puerta de roble decorada con herrajes de hierro y grabados florales sellaba la entrada a las dependencias de las mujeres: hogar de la madre, de la esposa y de las concubinas del sogún; de sus criadas, cocineras de palacio, doncellas y otras sirvientas femeninas. Dos centinelas custodiaban la puerta.

– Venimos por orden de su excelencia para investigar la muerte de la dama Harume -dijo Sano. Hirata y él se identificaron.

Los centinelas hicieron una reverencia y abrieron la puerta, que conducía a un estrecho pasillo iluminado por faroles. La puerta se cerró detrás de ellos con un leve chasquido reverberante.

– Nunca había estado aquí -anunció Hirata con voz queda y sobrecogida-. ¿Y vos?

– Nunca -respondió Sano; en su interior se agitaba una mezcla de interés e inquietud.

– ¿Conocéis a alguien que viva en el Interior Grande?

En su calidad de sosakan del sogún, Sano disponía de acceso libre a la mayor parte del castillo. Conocía bien sus pasajes y jardines cerrados, la torre, la capilla de los ancestros, el campo de entrenamiento de artes marciales, el bosque donde cazaba la nobleza, las dependencias funcionariales donde vivía, la sección externa del palacio e incluso los aposentos privados del sogún. Pero las dependencias de las mujeres estaban vedadas para todos los hombres con excepción de unos pocos guardias, médicos y funcionarios cuidadosamente escogidos. Entre ellos no se contaba Sano.

– Conozco de vista a algunas de las doncellas y a funcionarias de poco rango -dijo-, y una vez dirigí una escolta militar que acompañó a la madre y a las concubinas del sogún en un peregrinaje al templo de Zojo. Pero nunca he tenido un contacto directo con nadie que viva aquí.

Sano experimentó una sensación de desconcierto al adentrarse en territorio desconocido.

– Bueno, empecemos -dijo, cargando su voz de confianza al recordar el aplazamiento de sus festividades nupciales. ¿Cuánto tiempo haría falta para que Reiko y él pudiesen estar juntos? Se puso en camino por el pasillo, resistiéndose a la tentación de andar de puntillas.

El encerado suelo de ciprés relucía y reflejaba vagamente las imágenes distorsionadas de Sano e Hirata. El artesonado del techo estaba adornado con flores pintadas. Las habitaciones desocupadas estaban repletas de cofres, armarios y biombos laqueados, braseros de carbón, espejos, ropas desperdigadas y tocadores atestados de peines, pasadores y frascos. Las paredes interiores estaban cubiertas de murales dorados. En los baños abandonados humeaban las tinas redondas de madera. El pasillo estaba desierto, pero, tras las celosías de madera y las paredes de papel, se agitaba un sinfín de figuras imprecisas. Al paso de Sano e Hirata, las puertas se entornaban y de ellas asomaban ojos asustados. En algún lugar sonaba la melodía melancólica de un samisén. Un agudo murmullo de voces femeninas flotaba en el aire, que parecía más cálido y olía diferente que en el resto del palacio, endulzado por el aroma de las esencias y los ungüentos perfumados. A Sano le parecía detectar también los olores más sutiles de los cuerpos de las mujeres: ¿sudor, secreciones sexuales, sangre?

En aquella poblada colmena, las mismas paredes parecían expandirse y contraerse con aliento femenino. A Sano le habían llegado rumores de ciertos entretenimientos extravagantes que se celebraban allí, de intrigas secretas y fugas. Pero ¿qué experiencia práctica podía aportar él a un misterioso caso de enfermedad mortal en aquel santuario privado? Miró a Hirata.

La cara ancha e infantil del vasallo revelaba un aire de determinación agitada. Caminaba con timidez, con los hombros encorvados, plantando un pie delante del otro con exagerada atención, como si temiese hacer ruido u ocupar demasiado espacio. Pese a su propia incomodidad, Sano sonrió; los dos andaban perdidos allí.

Hubo un tiempo en que Sano, hijo de un ronin -un samurái sin maestro-, se ganaba la vida como instructor en la academia de artes marciales de su padre y como tutor de jóvenes que estudiaban historia en sus ratos libres. Los contactos de su familia le habían garantizado el cargo de comandante de policía. Había resuelto su primer caso de asesinato y le había salvado la vida al sogún, lo cual le había llevado a su actual posición.

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