Robert Parker - El Señuelo

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Spenser has gone to London – and not to see the Queen. He's gone to track down a bunch of bombers who've blown away his client's wife and kids. His job is to catch them. Or kill them. His client isn't choosy.
But there are nine killers to one Spenser – long odds. Hawk helps balance the equation. The rest depends on a wild plan. Spenser will get one of the terrorists to play Judas Goat – to lead him to others. Trouble is, he hasn't counted on her being very blond, very beautiful and very dangerous.

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Downes negó con la cabeza.

– No, claro que no. La civilización occidental no corre un peligro inmediato, pero hacen daño a la gente.

– Lo sabemos demasiado bien -añadió Flanders. Se dirigió a mí-: ¿Todo esto le sirve de algo?

– De momento, no -repliqué-. En todo caso, sé que hacen daño. Como Downes sabe muy bien, cuanto más chapucero, desorganizado y estúpido es un grupo, como parece ser el caso, más difícil resulta ponerle la mano encima. Apuesto a que ustedes ya han infiltrado los grupos grandes y bien organizados.

Downes se encogió de hombros y siguió bebiendo whisky.

– Spenser, la primera parte de su comentario es acertada. La azarosa puerilidad de un grupo como éste dificulta enormemente el que podamos hacerle frente. La misma azarosa puerilidad limita su eficacia en términos revolucionarios o de lo que diablos quieran conquistar, pero los vuelve muy difíciles de atrapar.

– ¿Tiene algo?

– Si usted fuera periodista, le respondería que estamos desarrollando varias posibilidades prometedoras -respondió Downes-. Puesto que no es periodista, seré más escueto: no, no tenemos nada.

– ¿Ni nombres ni rostros?

– Únicamente los retratos que hicimos a partir de las descripciones del señor Dixon. Los hemos hecho circular, pero nada ha aparecido.

– ¿Y los informantes?

– Nadie sabe nada.

– ¿Cuántos esfuerzos han dedicado a este caso?

– Tantos como podemos -repuso Downes-. Usted no lleva mucho tiempo aquí, pero supongo que sabe que estamos presionados. La cuestión irlandesa ocupa la mayor parte de nuestra maquinaria antiterrorista.

– No han hecho bastantes esfuerzos.

Downes miró a Flanders.

– Lo que dice es injusto. Le hemos dedicado toda la atención que pudimos.

– No lo acuso de nada y comprendo sus problemas. Yo también fui poli. Sólo lo digo para que Flanders comprenda que no han podido realizar una búsqueda a fondo. Han examinado las pruebas materiales. Han publicado hojas informativas, estudiado los archivos de guerrilla urbana y el caso sigue abierto. Pero no hay un montón de personas registrando hasta el último rincón en Egdon Heath o donde sea.

Downes se encogió de hombros y terminó su whisky.

– Es verdad -admitió.

Barry Fitzgerald se presentó con la comida. Trajo consigo a un hombre de delantal blanco que empujaba un gran calientaplatos con tapa de cobre. Al llegar a la mesa quitó la tapa y, siguiendo mis indicaciones, cortó un generoso trozo de cordero. Cuando terminó, se irguió sonriente. Miré a Flanders y éste le entregó una propina.

Mientras el trinchador cortaba la carne, Barry repartía el resto de los alimentos. Pedí otra cerveza. Parecía encantado de ir a buscármela.

Capítulo 6

Rechacé el taxi que Flanders me ofreció y deambulé por el Strand rumbo al Mayfair, en medio de la tarde que caía lentamente. Eran poco más de las ocho. No tenía que ir a sitio alguno hasta la semana siguiente y caminé sin rumbo fijo. Donde el Strand se une con Trafalgar Square, tomé Whitehall. Hice un alto a mitad de camino y contemplé los dos centinelas a caballo junto a la garita anexa al edificio de la Guardia Montada. Lucían botas altas de cuero, petos metálicos y cascos del viejo Imperio británico, de modo que parecían estatuas si no fuera por los rostros jóvenes y corrientes que asomaban bajo los cascos y por los ojos que se movían. Eran unos rostros realmente sorprendentes. Al final de Whitehall se alzaban el Parlamento y el puente de Westminster y, frente a la plaza del Parlamento, la abadía de Westminster. Años atrás la había recorrido con Brenda Loring y una avalancha de turistas. Me encantaría atravesarla en un momento en que estuviera desierta.

Miré la hora: 8:50. Restando seis horas, en casa eran las tres menos diez. Me pregunté si Susan habría asistido a su clase de asesoramiento. Probablemente no se reunían todos los días, aunque en verano tal vez lo hicieran. Me desvié un poco hacia el puente de Westminster y contemplé el río. El Támesis. ¡Santo cielo! Fluía por esa ciudad cuando en el Charles sólo estaban los wampanoag. Abajo, a mi izquierda, había un desembarcadero en el que los bardos de recreo recogían y dejaban pasajeros. Un año antes Susan y yo habíamos ido a Amsterdam y realizado un crucero de vino y queso, a la luz de las velas, por los canales de la ciudad, contemplando las altas fachadas del siglo xvii de las casas que los bordeaban. Shakespeare debió haber cruzado este río. Recordaba difusamente que el Teatro Globo estaba del otro lado… o lo había estado. También tuve la vaga sospecha de que ya no existía.

Observé el río largo rato, giré, me apoyé en el pretil del puente con los brazos cruzados y durante unos minutos me dediqué a mirar a la gente. No tenía dudas de que llamaba la atención con mi chaqueta deportiva azul, pantalones grises, camisa blanca y corbata de republicanas rayas rojas y azules. Me aflojé el nudo y dejé que la corbata cayera informalmente sobre la pechera blanca. En pocos minutos una cimbreante pájara londinense con minifalda de cuero vería que estaba solo y se detendría a darme ánimos.

La minifalda no parecía estar de moda. Vi montones de pantalones bombachos y de tejanos Levis metidos dentro de las botas. Habría aceptado cualquier sustituto, pero ninguna mujer hizo el menor gesto de acercamiento. Probablemente habían adivinado que era extranjero. ¡Malditas xenófobas! Nadie reparó en el adorno de cobre de las borlas de mis mocasines. Suze lo vio la primera vez que me los puse.

Un rato después me di por vencido. Aunque hacía diez o doce años que no fumaba, en ese instante deseé tener un cigarrillo al que darle una última calada y arrojarlo encendido al río mientras me alejaba. No fumar es positivo en el campo del cáncer de pulmón, pero muy negativo en el reino de los gestos dramáticos. En los márgenes de St. James's Park apareció un sendero llamado Birdcage y lo tomé. Probablemente lo hice a causa de mi romanticismo irlandés. Me condujo por el lado sur del parque hasta el palacio de Buckingham.

Me detuve un rato ante la entrada del palacio y contemplé el ancho y desnudo patio empedrado. «¿Cómo estás, Majestad?», dije para mis adentros. Existía un modo de saber si estaban o no en casa, pero no logré recordar cuál era la señal. Tampoco tenía demasiada importancia. Seguramente no moverían un dedo por mí.

Desde el monumento conmemorativo que se alzaba en el círculo, delante del palacio, salía un sendero que atravesaba Green Park hacia Piccadilly y mi hotel. Lo tomé. Me resultaba extraño caminar solo a través de un sitio oscuro poblado de árboles y hierbas, a un océano de distancia de casa. Pensé en mí cuando era un niño y en la cadena de acontecimientos que relacionaban a aquel chiquillo con el hombre de edad madura que se encontraba solo, por la noche, en un parque de Londres. El chiquillo prácticamente nada tenía que ver conmigo. Y el hombre de edad madura tampoco. Me sentía incompleto. Echaba de menos a Susan y antes nunca había añorado a alguien.

Volví a salir a Piccadilly, giré a la derecha y luego a la izquierda por Berkeley. Pasé delante del Mayfair y observé la plaza Berkeley, larga, estrecha y muy limpia. No oí el canto del ruiseñor. Me dije que algún día regresaría con Susan. Volví al hotel y pedí al servicio de habitación que me subiera cuatro cervezas.

– ¿Cuántos vasos, señor?

– Ninguno -respondí en tono tajante.

Cuando apareció el botones, le di una propina muy generosa para compensar mi brusquedad. Bebí las cuatro cervezas directamente de la botella y me acosté.

Por la mañana madrugué y puse un anuncio en el Times. Decía: «recompensa. Se ofrecen mil libras a cambio de información sobre organización denominada Libertad y muerte de tres mujeres en atentado con bombas en el restaurante Steinlee el 21 de agosto pasado. Llamar a Spenser al Hotel Mayfair, Londres.»

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