Stuart Kaminsky - Muerte En Invierno

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El detective Mac Taylor es un eficaz investigador del C.S.I. convencido de que todo está relacionado y las personas siempre tienen una historia que contar. Él y su compañera, la detective Stella Bonasera, lideran un equipo de expertos en el cambiante e inestable mundo de la ciudad de Nueva York. Estos dotados investigadores, que ven Nueva York bajo una luz única, siguen las pruebas al tiempo que reúnen pistas y eliminan dudas para, finalmente, resolver los casos. El cuerpo de un hombre de mediana edad aparece en el ascensor de un lujoso edificio del Upper East Side. En un primer momento, Mac Taylor y Aiden Burn no encuentran balas, ni restos de ADN, ninguna pista. Podría tratarse del crimen perfecto Mientras tanto, a unas pocas manzanas, Stella Bonasera y Danny Messer investigan el asesinato de una mujer protegida por el programa de testigos. Los agentes de la ley encargados de su seguridad aseguran que la víctima pasó la noche en su dormitorio del hotel y que la encontraron muerta por la mañana. El equipo C.S.I. de Nueva York deberá reunir las pruebas y resolver estos dos sorprendentes crímenes.

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– Son policías, ¿verdad? -preguntó el muchacho al traerles los cafés.

– Sí -dijo Mac.

– Genial.

– ¿Cuánto por la taza? -preguntó Mac.

– Nada -dijo el chico-. Nadie se dará cuenta de que falta. Y si es así, diré que la rompió la clienta.

El chico miró a Aiden de nuevo y dijo:

– ¿Es usted policía?

– Soy policía.

– Nunca lo habría dicho -dijo y volvió tras el mostrador justo en el momento que entraba en la cafetería una pareja joven riendo.

Una hora después, Danny estaba sentado en el asiento del copiloto del coche de Flack mientras éste conducía. Danny se ajustó las gafas y telefoneó a Stella.

– El director del hotel quiere saber quién va a pagar la moqueta -dijo.

– Dile que envíe la factura al ayuntamiento.

– Es lo que he hecho.

El coche se detuvo ante un semáforo en rojo y patinó hacia la derecha hasta detenerse a pocos centímetros de una camioneta blanca de reparto. El conductor miró a Danny, primero conteniendo la respiración en espera del topetazo, después con una oleada de rabia.

Incluso a través de la ventanilla cubierta de escarcha, Danny pudo escuchar al hombre gritándoles en un idioma que, sin duda, debía de ser escandinavo. Don Flack, con mucha calma, sacó la placa del bolsillo de su chaqueta y alargó el brazo hasta presionarla contra la ventanilla.

El escandinavo, que andaba necesitado de un buen afeitado, miró la placa e hizo un gesto con la mano para dar a entender que poco le importaba que fuesen policías, el mismísimo alcalde, el Papa o Robert DeNiro.

– Hay una videocámara en esa esquina -dijo Flack guardándose la placa-. Creo que alguien tendría que calmar al vikingo antes de que pierda los estribos y alguien salga mal parado.

Danny asintió.

– ¿Danny? -dijo Stella con exagerada paciencia.

– No había nada en el suelo -respondió Danny-. Los agujeros más grandes fueron los que dejé con las uñas.

Era lo que Stella esperaba. Danny apretó el botón del altavoz para que Flack pudiese oírla. Flack acababa de cerrar su teléfono móvil tras advertir a los de los monitores de la línea de vídeo sobre el vikingo de cara rosada que había apretado a fondo el acelerador en cuanto el semáforo se puso en verde. Pasó casi rozando el coche de Flack y zigzagueó delante de él.

– Hemos identificado la huella dactilar -dijo Stella-. Steven Guisa, alias Big Stevie, tiene varios arrestos que incluyen desde la intimidación, al atraco y el asesinato. Dos condenas por las que pasó un tiempo en la cárcel. Una por perjurio. Otra por extorsión. Oficialmente, trabaja como conductor de camiones para la panadería Marco, propiedad de…

– … Dario Marco -concluyó Danny.

– Hermano de Anthony Marco, contra el que iba a testificar mañana Alberta Spanio.

– ¿Mac está al corriente? -preguntó Flack iniciando la marcha, dejando que el vikingo de la camioneta se tambalease hacia el siguiente semáforo.

– Voy a llamarle ahora mismo -dijo ella.

– ¿Qué quieres que haga? -le preguntó Danny.

– Vuelve aquí y conviértete en un experto en cadenas.

– ¿Y también en látigos?

Ella colgó.

Big Stevie estaba sentado en el bar Toolie Prine’s, en la Novena avenida, tomándose una cerveza Sam Adams fría. Oficialmente, y según las letras blancas pasadas de moda pintadas en el ventanal, el bar se llamaba Terry Malloy’s, en recuerdo del papel de Marlon Brando en la película favorita de Big Stevie. Oficialmente, el bar era propiedad de la hermana de Toolie, Patricia Rhondov, porque Toolie era un ex convicto. Oficialmente, Toolie era el camarero. Oficialmente, todavía tenía que ir a visitar una vez por semana a su agente de la condicional. Todos los que sabían algo de eso y la mayoría de los que no lo sabían seguían llamando a aquel bar Toolie Prine’s.

Big Stevie tenía el trasero bien aposentado en uno de los taburetes. Stevie era fuerte. Lo llevaba en los genes. Nunca había trabajado. Su viejo había sido fuerte, un trabajador de los muelles. Stevie podría haber sido estibador como su padre. Entonces habría sido Stevie el estibador, en lugar de ser simplemente Big Stevie.

El Toolie’s estaba vacío a excepción de Stevie, a quien le gustaba sentarse solo en la ambarina oscuridad y mirar por la ventana los coches y a la gente que avanzaba dificultosamente a través de la nieve.

Stevie estaba a gusto consigo mismo. Había realizado el trabajo que le habían encargado. Había sido fácil -excepto cuando estuvo a punto de caer por la ventana- y tenía diez billetes con la efigie de Benjamín Franklin en su billetera sin haber tenido que romperle la cara ni las rodillas a nadie. Lo único malo fue pasarse cuatro horas escuchando las quejas del jockey.

Jack el Jockey no era un mal tipo, pero era un quejica. Se quejó del cuadro sobre el televisor y del tamaño del mismo. Se quejó del calor que hacía en la habitación. Se quejó de los gyros que se había comido, y que según Stevie estaban particularmente buenos. Stevie se había comido dos.

El trabajo había ido bien, por eso el señor Marco le había dado el día libre y también el siguiente; el lunes era el cumpleaños de Stevie. Tendría que hacer algo para celebrarlo, aparte de sentarse en el Toolie’s y tomarse unas cuantas Sam Abrams, pero ahora no podía pensar en nada más aparte de llamar a Sandrine y que ésta le mandase a una de sus chicas, posiblemente a la pequeña Maxine, a su apartamento de dos habitaciones. Le gustaban las chicas menudas. Tal vez podría pasar un rato con una de ellas más tarde, si no estaba demasiado borracho.

Sonó el teléfono y Toolie respondió diciendo:

– Sí.

Entonces Toolie le pasó el teléfono a Big Stevie, quien también dijo:

– Sí.

Stevie escuchó con atención.

– Entiendo -dijo y le devolvió el aparato a Toolie.

Big Stevie tenía otro trabajo que hacer. Se preguntó si no se estaría haciendo demasiado viejo para esa clase de cosas.

Al día siguiente, Big Stevie Guista cumpliría setenta y un años.

Aiden Burn llamó a las oficinas de la NAACP y del Ejército de Salvación. En la NAACP no contestaron, pero había un número para las emergencias.

Telefoneó al número de emergencias y le atendió una mujer llamada Rhonda James, quien dijo trabajar en la oficina y no recordar ninguna donación anónima dejada por debajo de la puerta en los cuatro años anteriores.

En el Ejército de Salvación respondieron. Un tal capitán Allen Nichols le dijo que recordaba una donación en particular, hacía muchos años, un sobre con un billete de cien dólares dentro del buzón. Fue justo antes de Navidad, y todas las donaciones se guardaron en un bote, las de unos pocos centavos y las de varios miles de dólares. Todas eran anónimas.

Le pasó la información a Mac antes de regresar al apartamento de Charles Lutnikov, donde empezó a tomar fotografías de todas las paredes cubiertas por estanterías. Se colocó lo bastante cerca para poder leer los títulos de los libros cuando amplió las fotografías.

Se detuvo frente a una de las estanterías del dormitorio, donde dos de los estantes estaban repletos de inmaculados ejemplares de libros de Louisa Cormier. Aiden bajó la cámara y sacó uno de los libros de Cormier del estante: Ah, asesinato.

Lo abrió y pasó a la página del título. No estaba firmado por Louisa Cormier. Comprobó todos los libros de la autora, y los devolvió a su lugar cuando acabó. La sensación de que ninguno de aquellos libros había sido leído se hizo evidente cuando pasó las páginas de Ah, asesinato. Dos de las páginas seguían unidas por el borde, nunca habían sido separadas, lo cual indicaba que ni Lutnikov ni nadie lo había leído. No los había leído y no se los había firmado la mujer que veía prácticamente todos los días.

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