– Tu tío dice que sí lo eres.
– ¿El tío Peter? ¡Dios santo! Se ha vuelto loco o algo así. Qué lástima, ese cerebro tan brillante destrozado. Claro, ya no es tan joven… Pareces muy seria.
– Es terrible, de verdad. Pensamos que el problema lo está causando alguien que no está bien de la cabeza. No una alumna… pero, por supuesto, no se lo podemos decir a ellas, sobre todo porque no sabemos quién es.
El vizconde la miró sin dar crédito.
– ¡Dios del cielo! ¡Debe de ser espantoso para ti! Entiendo lo que quieres decir, que una cosa así no debe andar de boca en boca. Bueno, yo no pienso decir ni media palabra… de verdad que no. Y si alguien lo menciona, adoptaré una expresión reconcentrada de falta de interés. ¿Sabes una cosa? A lo mejor he visto a tu fantasma.
– ¿La conoces?
– Sí. Al menos, conocí a alguien que no parecía real. Me asustó un poco. Eres la primera persona a la que se lo cuento.
– ¿Cuándo fue? Cuéntamelo.
– A finales del trimestre pasado. Yo estaba fatal de dinero e hice una apuesta con alguien a que entraba en Shrewsbury y… -Guardó silencio y miró con aquella sonrisa que le era tan asombrosamente propia y ajena-. ¿Qué sabes de eso?
– Si te refieres a la parte del muro junto a la puerta privada, le van a poner pinchos. De los giratorios.
– Ah, se sabe todo. Bueno, no era la mejor noche, francamente, con luna llena y demás, pero parecía la última oportunidad de llevarme esas diez libras, así que me metí allí, en el trocito de jardín que hay.
– El jardín de las profesoras. Ya.
– Ya. Sí, bueno, yo iba a largarme cuando alguien salió de detrás de un arbusto y me agarró. Estuvo a punto de salírseme el corazón por la boca, y yo lo único que quería era salir por piernas.
– ¿Cómo era aquella persona?
– Iba de negro y llevaba algo también negro alrededor de la cabeza. Solo pude verle los ojos, y eran espeluznantes. Así que dije: «¡Ay, Dios!», y ella dijo: «¿A cuál de ellas quieres?», con una voz repugnante, como pegamento. En fin, no resultó agradable, y desde luego, no lo que yo me esperaba. No digo que sea buen chico, pero en aquel momento no eran esas mis intenciones. Así que le dije: «No quiero nada de eso. Simplemente había hecho una apuesta a que no me pifiarían, y como me han pillado, me marcho y usted perdone». Y ella dijo: «Sí, márchate. Asesinamos a los chicos guapos como tú, les arrancamos el corazón y nos lo comemos». Y yo: «¡Dios santo! ¡Qué repulsivo!». No me hizo ninguna gracia.
– ¿Te lo estás inventando?
– De verdad que no. Después dijo: «El otro también era rubio». Y yo: «No me diga, ¿en serio?». Y ella dijo algo, no recuerdo qué… Me dio la impresión de que tenía una expresión como hambrienta, no sé si me entiendes… y bueno, resultaba muy incómodo, así que dije: «Perdone, pero será mejor que me vaya», y me solté (esa mujer tenía una fuerza extraordinaria en las muñecas) y subí el muro de un tirón.
Harriet lo miró, pero él parecía completamente serio.
– ¿Qué estatura tenía?
– Yo diría que como tú, o un poco más baja. De verdad, estaba tan asustado que no pude fijarme en demasiados detalles. No creo que la reconociera si volviera a verla. No me dio la impresión de que fuera una jovencita, y prácticamente no puedo decirte nada más.
– ¿Y dices que has guardado silencio, que no le has contado a nadie esta historia tan extraordinaria?
– Sí. No me pega nada, ¿verdad?, pero es que había algo extraño… no sé. Si se lo hubiera contado a cualquiera de los muchachos, se habrían partido de la risa, y no tiene nada de divertido. Por eso no dije nada. Además, no me parecía bien.
– Me alegro de que no quisieras que se rieran.
– No. El chico tiene buenos sentimientos. Y no hay nada más. Veinticinco, once, nueve… ese maldito coche se traga el aceite y la gasolina, como todas las máquinas grandes. Lo del seguro va a ser muy delicado. Querida tía Harriet, por favor, ¿tengo que seguir con esto? Me deprime.
– Puedes dejarlo hasta que yo me marche y entonces escribir todos los cheques y los sobres tú mismo.
– Negrera. Me voy a echar a llorar.
– Te daré un pañuelo.
– Eres la mujer menos femenina que he conocido en mi vida. El tío Peter cuenta con todas mis simpatías. ¡Mira esto! Sesenta y nueve, quince… cuenta rendida… No sé de qué iba.
Harriet no replicó; se limitó a extender cheques.
– Y no parece que haya mucho en Blackwell's. Una insignificancia de seis con doce.
– «Una pizca de pan para esta intolerable cantidad de jerez».
– Esa manía de las citas, ¿se te ha pegado del tío Peter?
– No pongas más cargas sobre los hombros de tu tío.
– ¿Tienes que restregármelo por las narices? Casi no hay nada de la bodega. Lo de beber mucho se está pasando de moda. ¿No es estupendo? Naturalmente, el jefe tiene el detalle de regalar un par de botellas de vez en cuando. ¿Te gustó el Niersteiner del otro día? Detalle del tío Peter. ¿Cuántas cosillas más de este tipo quedan?
– Unas cuantas.
– ¡Huy! ¡Cómo me duele el brazo!
– Si estás demasiado cansado…
– No, no. Puedo arreglármelas.
Harriet dijo al cabo de media hora:
– Ya está todo.
– ¡Gracias a Dios! Ahora dime cosas bonitas.
– No; tengo que marcharme. De camino echaré al correo estas cartas.
– Pero ¿te vas? ¿Así, sin más?
– Sí, me voy a Londres.
– Qué envidia. ¿Vendrás el próximo trimestre?
– No lo sé.
– ¡Vaya por Dios! Bueno, dame un beso de despedida.
Como no se le ocurrió ninguna forma de negarse que no provocara un comentario capaz de atacarla de los nervios, Harriet accedió reposadamente. Estaba a punto de marcharse cuando apareció la enfermera para anunciar otra visita. Era una joven, vestida con la máxima estupidez que dictaba la moda del momento, sombrero ladeado, como borracho, y uñas pintadas de morado brillante, que se acercó exclamando con tono compasivo:
– ¡Ay, Jerry, cielo! ¡Es absolutamente terrible!
– ¡Por Dios, Gillian! -dijo el vizconde sin demasiado entusiasmo-. ¿Cómo te has…?
– ¡Pobrecito! No pareces muy contento de verme.
Harriet huyó y se encontró a la enfermera en el pasillo, colocando un montón de rosas en un cuenco.
– Espero no haber cansado demasiado a su paciente con esos asuntos.
– Me alegro de que haya venido a ayudar. Estaba muy preocupado. ¿A que son preciosas las rosas? La señorita las ha traído de Londres. Tiene muchas visitas, pero no es de extrañar, ¿verdad? Es un encanto, ¡y las cosas que le dice a la hermana! Es que no puedes ponerte seria. ¿No le parece que tiene mucho mejor aspecto? El señor Whybrow ha hecho un trabajo estupendo con la herida de la cabeza. Ya le ha quitado los puntos… ¡y casi ni se le va a notar! Gracias a Dios, porque es tan guapo…
– Sí, es un joven muy apuesto.
– Ha salido a su padre. ¿Conoce usted al duque de Denver? Él también es muy apuesto. No diría yo que la duquesa sea guapa; más bien elegante. Tenía mucho miedo de que su hijo pudiera quedar desfigurado de por vida, y es que habría sido una verdadera lástima, pero el señor Whybrow es un cirujano excelente. Ya verá como se pone bien. La hermana está encantada… Le decimos que casi se ha enamorado del número quince. A todas nos va a dar lástima decirle adiós… Nos mantiene muy animadas.
– Ya me lo imagino.
– Y cómo le toma el pelo a la enfermera jefe. Diablillo descarado, así es como lo llama, pero no deja de reírse con sus cosas. ¡Vaya por Dios! Vuelve a llamar la diecisiete. Supongo que quiere una cuña. Sabe dónde está la puerta, ¿no?
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