Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– Mire, señorita Hillyard -dijo Harriet, dividida entre la ira, la sospecha y una especie de lástima despreciable-. Tiene que entender, de una vez por todas, que no es mi amante. ¿De verdad cree que si lo fuera, vendríamos -al legar a este punto se apoderó de ella el sentido del ridículo y le costó trabajo dominar la voz-, vendríamos a Shrewsbury a hacer locuras con las consiguientes incomodidades? Aunque yo no sintiera ningún respeto por el college, ¿qué sentido tendría? Con todo el mundo y todo el tiempo a nuestra disposición, ¿por qué demonios íbamos a venir aquí a hacer el tonto? Sería absurdo. Y si realmente estaba usted en el patio hace un momento, tendrá que saber que los amantes no se tratan así. Al menos, si supiera algo del asunto, eso lo sabría -añadió con mala intención-. Somos viejos amigos, y yo le debo mucho…

– No diga estupideces -repuso la tutora con desprecio-. Sabe que está enamorada de ese hombre.

– ¡Dios santo! -exclamó Harriet, comprendiendo de repente-. Si yo no lo estoy, ya sé quién sí lo está.

– ¡No tiene ningún derecho a decir eso!

– Pero de todos modos es verdad -repuso Harriet-. ¡Maldita sea! Supongo que no servirá de nada que le diga que lo siento muchísimo. (¿Dinamita en una fábrica de pólvora? Sí, desde luego, señorita Edwards; usted lo vio venir antes que nadie. Biológicamente interesante.) Estas cosas son endiabladas. («Es una complicación de mil demonios», había dicho Peter. Él lo había visto venir, claro. Demasiada experiencia para no haberlo comprendido. Probablemente le había pasado montones de veces… con montones de mujeres en toda Europa. ¡Ay, Dios! ¿Y sería una acusación hecha al azar o la señorita Hillyard había hurgado en el pasado y desenterrado cantantes vienesas?)

– ¡Márchese, por lo que más quiera! -gritó la señorita Hillyard.

– Sí, será lo mejor.

Harriet no sabía cómo enfrentarse a la situación. Ya no podía sentir indignación ni enfado. No estaba asustada. No estaba celosa. Solo sentía lástima, y era incapaz de expresar simpatía sin que resultar insultante. Se dio cuenta de que aún llevaba en la mano la zapatilla de la señorita Hillyard. ¿Debía devolverla? Era una prueba… de algo. Pero ¿de qué? Le dio la impresión de que la historia de la Poltergeist se había replegado tras el horizonte, dejando tras ella el atormentado caparazón de una mujer que miraba al vacío bajo la cruel dureza de la luz eléctrica. Recogió el trozo de marfil que había bajo la mesa, la diminuta punta de lanza de un peón rojo.

Bueno, las pruebas son las pruebas, independientemente de los sentimientos personales. Peter… Recordó que Peter había dicho que la llamaría desde el Mitre. Bajó con la zapatilla en la mano, y al llegar al patio nuevo se topó con la señora Padgett, que iba a buscarla.

Desviaron la llamada a la cabina del Queen Elizabeth.

– No es tan malo como creía -dijo Peter-. Solo el gran jefe, que quiere celebrar una reunión en su domicilio. Va a ser una especie de placentera tarde de domingo en el agreste Warwickshire. Quizá después toque Londres o Roma, pero esperemos que no. De todos modos, bastará con que esté allí a las once y media, así que me pasaré a verte alrededor de las nueve.

– Por favor. Ha ocurrido algo. No preocupante, pero sí triste. No puedo contártelo por teléfono.

Peter volvió a prometer que iría a verla y le dio las buenas noches. Tras guardar cuidadosamente la zapatilla y el trozo de marfil, Harriet fue a ver a la administradora, y la acomodaron en una cama de la enfermería.

Capítulo 21

Allí espero hasta que cayó el manto de la noche,

más no vio aparecer a ser viviente alguno.

Y ahora las tristes sombras ocultan el mundo

de la vista mortal, y lo arropan en la oscuridad,

mas ella no rinde sus agotados brazos, por temor

a un secreto peligro, ni deja que el sueño

oprima sus fatigados ojos con la carga

de la naturaleza, sino que se retira exhausta

y sus bien afiladas armas adereza.

EDMUND SPENCER

Harriet dejó recado en la conserjería de que esperaría a lord Peter Wimsey en el jardín de las profesoras. Había desayunado temprano, para evitar a la señorita Hillyard, que pasó por el patio nuevo como una sombra iracunda mientras ella hablaba con Padgett.

Había conocido a Peter en unos momentos en que la brutalidad de las circunstancias la había despojado a golpes de toda sensación física, y por esa coincidencia lo percibía desde el principio como un espíritu y un cerebro situados en un cuerpo. Jamás, ni siquiera en aquellos momentos de vértigo en el río, lo había considerado un animal macho ni sopesado la promesa implícita en los ojos velados, la boca alargada y flexible, las manos de extraña vitalidad. Ni, puesto que él siempre le había pedido pero nunca exigido, había notado dominación alguna, salvo la del intelecto. Pero en aquel momento, mientras Peter avanzaba hacia ella por el sendero bordeado de flores, lo vio con ojos nuevos, los ojos de las mujeres que lo habían visto antes de conocerlo, lo vio, como ellas, dinámicamente. La señorita Hillyard, la señorita Edwards, la señorita De Vine, incluso la decana, habían reconocido lo mismo, cada cual a su manera: seis siglos de actitud posesiva, sometida al yugo de la urbanidad. También ella, al verla tan impudente y fuera de control en el sobrino de Peter, lo había comprendido de inmediato, y la sorprendía que hubiera estado ciega a esa actitud en el hombre de más edad y que aún se defendiera tan denodadamente contra ella. Y pensó si sería casualidad que hubiera cerrado los ojos hasta que fuera demasiado tarde para que el comprenderlo resultara desastroso.

Se quedó inmóvil donde estaba hasta que Peter se detuvo ante ella.

– ¿Y bien? -dijo Peter alegremente-. ¿Cómo estáis, mi señora? «¿Exánime, cariño?»…Sí, veo que algo ha ocurrido. ¿Qué, domina ?

Aunque el tono era medio burlón, nada habría tranquilizado más a Harriet que ese solemne título académico. Contestó, como si recitara una lección:

– Cuando te marchaste anoche, la señorita Hillyard vino a buscarme al patio nuevo. Me pidió que subiera a su habitación porque quería hablar conmigo. Al subir las escaleras, vi que llevaba un trozo de marfil blanco pegado al tacón de una zapatilla. Lanzó… unas acusaciones muy desagradables; había malinterpretado la situación…

– Eso se debe y se puede solucionar. ¿Le dijiste algo sobre la zapatilla?

– Lamento decir que sí. Había otro trocito de marfil en el suelo. La acusé de haber entrado en mi habitación, y ella lo negó hasta que le enseñé la prueba. Entonces lo admitió, pero dijo que ya habían hecho el destrozo cuando ella llegó.

– ¿La creíste?

– Quizá la habría creído si… si no me hubiera mostrado un móvil.

– Ya. Muy bien. No tienes que contármelo.

Al levantar los ojos por primera vez, Harriet vio un rostro tan sombrío como el invierno y titubeó.

– Me llevé la zapatilla. Ojalá no lo hubiera hecho.

– ¿Vas a tenerle miedo a los hechos? ¿Y tú tienes una mente académica?

– Creo que no lo hice por maldad, o eso espero, pero fui muy cruel con ella.

– Afortunadamente, los hechos son los hechos, y tu estado de ánimo no los alterará lo más mínimo. Vamos; tenemos que conocer la verdad a toda costa.

Peter subió detrás de Harriet a su habitación, donde el sol matutino proyectaba un rectángulo alargado y resplandeciente sobre los despojos del suelo. Harriet sacó la zapatilla de una cómoda junto a la ventana y se la dio a Peter, que se tumbó en el suelo, entrecerrando los ojos para examinar la alfombra, donde no había pisado ninguno de los dos. Se metió la mano en el bolsillo y miró de soslayo el atribulado rostro de Harriet, sonriendo.

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