Donna Leon - Justicia Uniforme

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Un cadete de una academia militar de élite aparece ahorcado. Todo indica que se trata de un suicidio, pero el comisario Brunetti empieza a sospechar del muro de silencio que levantan ante él todos los miembros de la academia, sea cual sea su graduación. El célebre detective está convencido de que tiene entre manos un delicado caso de asesinato que trasciende a la propia institución, pero su infalible olfato se confirma cuando conoce la identidad del padre del fallecido: un ex miembro del Parlamento italiano que dimitió de su cargo de forma tan repentina como polémica. ¿Qué relación existe entre el férreo código de honor de la academia y las más altas instancias del ejército y la política?
«A pesar de la seriedad de los asuntos que tratan, los libros de Donna Leon se iluminan con el enorme encanto de su ambientación y la humanidad de sus personajes.» The New York Times Book Review
«Justicia uniforme es un claro ejemplo de equilibrio. Su delicada prosa y encanto contrarrestan su dureza.» The Washington Post
«Novela negra de primer orden: intensa, relevante y llena de humanidad.» The Guardian
«Donna Leon es probablemente la mejor escritora de novela negra.» The Chicago Tribune.

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– ¿Qué quiere decir con accidente? -preguntó Giuliano.

– Una broma que acabara mal, que él estuviera gastando a otros o que otros le gastaran a él. Si fue eso, es posible que las personas involucradas sintieran pánico e hicieran lo primero que se les ocurrió: simular un suicidio. -Calló, con la esperanza de que el muchacho aprovechara la oportunidad para decir algo, pero Giuliano siguió callado-. O, si no -prosiguió Brunetti-, por razones que ignoro, lo mataron intencionadamente, o algo se torció o se les fue de la mano. Y luego trataron de hacer que pareciera un suicidio.

– Pero los periódicos decían que había sido un suicidio -interrumpió la tía.

– Eso no significa nada, zia -dijo el muchacho, para sorpresa de Brunetti.

En el silencio que siguió, el comisario dijo:

– Me temo que tenga razón su sobrino, signora.

El muchacho apoyó las manos en la cama y bajó la cabeza, como si contemplara el revoltijo de calzado que había en el suelo. Brunetti observó cómo sus manos se cerraban en puños y luego volvían a abrirse. Giuliano levantó la cabeza, ladeó el cuerpo y agarró el paquete de cigarrillos que estaba en la mesa. Lo apretaba con la derecha como si fuera un talismán o una mano amiga, pero no hacía ademán de sacar un cigarrillo. Se pasó el paquete a la mano izquierda y, por fin, sacó un cigarrillo. Se puso de pie, lanzó el paquete a la cama y se acercó a Brunetti, que permanecía inmóvil.

Giuliano tomó un encendedor de plástico del escritorio y fue hacia la puerta. Sin decir nada, salió de la habitación cerrando la puerta.

– Le he pedido que no fume dentro de la casa -dijo su tía.

– ¿No le gusta el olor? -preguntó Brunetti.

Ella sacó del bolsillo de la chaqueta un arrugado paquete y se lo enseñó:

– Al contrario. Pero el padre de Giuliano era un gran fumador, y mi hermana asocia el olor con él. Sólo fumamos fuera de la casa, para que no se altere.

– ¿Volverá? -preguntó Brunetti; no había tratado de retener a Giuliano, y estaba convencido de no poder obligar al chico a revelar lo que no quisiera.

– No tiene otro sitio a donde ir -dijo la tía, no sin afecto.

Permanecieron en silencio hasta que Brunetti preguntó:

– ¿Quién se ocupa de la granja?

– Me ocupo yo, con un hombre del pueblo.

– ¿Cuántas vacas tienen?

– Diecisiete.

– ¿Dan lo suficiente? -preguntó Brunetti. Sentía curiosidad por saber cómo podía mantenerse la familia, aunque reconocía que sus escasos conocimientos de ganadería no le permitían deducir la prosperidad de una explotación por el número de reses.

– Tenemos un fideicomiso del abuelo de Giuliano -explicó la mujer.

– ¿Ya ha muerto?

– No.

– Entonces, ¿cómo puede haber un fideicomiso?

– Lo estableció cuando murió su hijo. Para Giuliano.

– ¿Y qué estipula? -preguntó Brunetti. Como ella no respondía, agregó-: Si me permite la pregunta.

– No puedo impedirle que pregunte -dijo ella con cansancio.

Al cabo de un rato, se decidió a contestar:

– Giuliano recibe una cantidad cada cuatro meses. Cierta vacilación que detectó en la voz de la mujer indujo a Brunetti a preguntar:

– ¿Impone condiciones?

– Él cobrará la pensión mientras siga la carrera militar.

– ¿Y si la deja?

– Cesarán los pagos.

– ¿Entonces, los estudios en la academia…?

– Forman parte del plan.

– ¿Y ahora? -preguntó él señalando con un ademán el caos de la habitación, tan alejado del orden militar.

La mujer se encogió de hombros, gesto que a él ya empezaba a resultarle familiar en ella, y respondió:

– Mientras, oficialmente, siga con permiso, puede considerarse que… -dejó la frase sin terminar.

– ¿Sigue? -aventuró Brunetti, y observó con satisfacción que ella sonreía.

Se abrió la puerta y entró Giuliano, que traía olor a humo de cigarrillo. Volvió a acercarse a la cama, y Brunetti observó que sus zapatos dejaban marcas de barro en las baldosas. Se sentó en la cama, con las manos apoyadas en el colchón, miró a Brunetti y dijo:

– No sé qué pasó.

– ¿Es la verdad o es lo que has decidido decir mientras estabas fuera? -preguntó Brunetti suavemente.

– Es la verdad.

– ¿Tienes alguna idea de lo que pasó? -preguntó Brunetti. El chico no dio señales ni de haberle oído, por lo que Brunetti imprimió en sus palabras un tono aún más hipotético-: ¿O de lo que pudiera haber pasado?

Al cabo de mucho rato, con la cabeza aún baja y la mirada en los zapatos, el chico dijo:

– No puedo volver.

Brunetti no lo dudó ni un instante; nadie que le oyera podría dudarlo. Pero sentía curiosidad por las razones del chico:

– ¿Por qué?

– No puedo ser soldado.

– ¿Por qué, Giuliano?

– Porque no lo llevo dentro. No lo siento. Todo me parece estúpido: las órdenes, la formación y que todo el mundo tenga que hacer lo mismo al mismo tiempo. Es estúpido.

Brunetti miró a la tía, pero ella tenía los ojos fijos en su sobrino, quieta y callada, ajena al comisario. Cuando el chico siguió hablando, Brunetti se voivió de nuevo hacia él.

– Yo no quería, pero el abuelo me dijo que eso era

lo que mi padre hubiera deseado que hiciera. -Miró a

Brunetti, que sostuvo su mirada pero guardó silencio.

– Eso no es cierto, Giuliano -intervino la tía-.

Tu padre siempre odió la vida militar.

– Entonces, ¿por qué se dedicó a ella? -dijo Giuliano airadamente.

Tras unos instantes, como si hubiera estado calculando el efecto que habían de tener sus palabras, ella contestó:

– Por la misma razón que tú, Giuliano: para que el abuelo estuviera contento.

– Él nunca está contento -rezongó Giuliano, Se hizo el silencio. Brunetti se volvió hacia la ventana, pero lo único que vio fue una gran extensión de campos embarrados, salpicados de algún que otro tronco.

Fue la mujer quien a! fin rompió el silencio:

– Tu padre siempre quiso ser arquitecto, por lo menos, eso me decía tu madre. Pero su padre, tu abuelo, se empeñó en que fuera soldado.

– Como todos los Ruffo -escupió Giuliano con franco desdén.

– Sí -dijo ella-; creo que eso fue en parte la causa de su depresión.

– Se suicidó, ¿verdad? -preguntó Giuliano, sorprendiendo a ambos.

Brunetti volvió la mirada a la mujer. Ella lo miró a su vez, luego miró a su sobrino y finalmente dijo:

– Sí.

– ¿Y antes trató de matar a mamá?

Ella asintió.

– ¿Por qué no me lo dijisteis? -preguntó el muchacho con voz tensa y próxima al llanto.

Las lágrimas asomaron también a los ojos de la mujer y empezaron a resbalarle por las mejillas. Ella apretó los labios, incapaz de hablar, y agitó la cabeza. Al fin levantó la mano derecha con la palma hacia su sobrino, como para pedirle que tuviera paciencia para aguardar hasta que las palabras volvieran a ella. Al cabo de unos segundos, dijo:

– Tenía miedo.

– ¿De qué? -preguntó el chico.

– De hacerte sufrir.

– ¿Y no me haría sufrir una mentira? -preguntó él, pero ahora confuso, ya no enfadado.

Ella volvió la palma de la mano hacia arriba, con tos dedos abiertos en un ademán que expresaba incertidumbre y también, curiosamente, esperanza.

– ¿Qué pasó? -preguntó Giuliano. Como ella no respondía, insistió-: Por favor, zia, dímelo.

Brunetti la veía batallar por recobrar el habla. Finalmente, ella dijo:

– Tenía celos de tu madre, y la acusó de tener una aventura. -Corno el chico no mostraba curiosidad por esto, prosiguió-: Le disparó y luego se suicidó.

– ¿Y por eso mamá está así?

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