– ¿Cómo dices?
Sejer frunció las cejas.
– ¿Te acuerdas de Linda? ¿Esa voz chillona, tan típica de las adolescentes?
– ¿Sí?
– La voz le ha cambiado. Es más grave.
Sejer volvió a mirar el recorte.
– ¿Me haces el favor de tener un poco de cuidado?
Skarre suspiró.
– Tiene dieciséis años. De acuerdo. Pero pienso en todas esas pastillas.
– Se droga -explicó Sejer.
– O tiene dolores -dijo Skarre -. Por ejemplo, después de un asalto.
Linda cosía algo en una blusa blanca. Estaba sentada debajo de la lámpara, muy quieta, cosiendo con un esmero y una precisión que su madre nunca había visto en ella. Tampoco había visto la blusa.
– ¿Es nueva? ¿De dónde has sacado el dinero?
– La he comprado de segunda mano en Fretex. Cuarenta y cinco coronas.
– No es muy propio de ti llevar blusas blancas.
Linda ladeó la cabeza.
– La he comprado para una ocasión especial.
A la madre le gustó la respuesta. Pensó que tenía que ver con algún chico, lo cual, en el fondo, era verdad.
– ¿Por qué cambias los botones?
– Los botones dorados resultan muy cursis -dijo Linda -. Los marrones son más bonitos.
– ¿Has oído las noticias hoy? -preguntó la madre.
– No.
– Habrá juicio contra Gøran, aunque se retractó de su confesión.
– Ah, sí -dijo Linda.
– Se celebrará dentro de tres meses. No concibo que pueda haber sido él.
– Yo sí lo concibo -dijo Linda -. Al principio tenía mis dudas, pero ahora estoy segura.
Siguió cosiendo. La madre se dio cuenta de que su hija estaba guapa. Más adulta. Más callada. Y, sin embargo, algo la preocupaba.
– ¿Ya nunca ves a Karen?
– No.
– Es una pena, ¿no? Es una buena chica.
– Sí -contestó Linda -. Pero muy ignorante.
La madre se quedó perpleja.
– Ignorante, ¿en qué sentido?
Por fin Linda dejó la blusa.
– No es más que una niña.
Luego volvió a su costura. Reforzó el botón y fijó el hilo.
– Es curioso lo de Gøran -dijo la madre, pensativa -. ¿Podrán juzgarlo solo por indicios? Según su abogado, no hay ninguna prueba contundente -añadió citando el periódico.
– Un solo indicio no es mucho -admitió Linda -. Pero cuando hay muchos, cambian de carácter y se convierten en otra cosa.
– ¿En qué cosa?
Miró asombrada a su hija.
– En exceso de probabilidad.
– ¿De dónde sacas esas palabras?
– De los periódicos -contestó Linda -. Tiene un coche como el que yo vi. Iba vestido como el hombre que yo vi. No encuentra la ropa que llevaba, ni tampoco el calzado. Es incapaz de explicar dónde estuvo, ha dicho varias mentiras con el fin de hacerse con una coartada, y todas han sido rechazadas. Tenía rasguños en la cara al día siguiente del asesinato. Llevaba en el coche algo que muy probablemente sea el arma homicida. Había restos de polvo de magnesio en la víctima, algo que seguramente procede de Adonis. Venía de estar con su novia, que había roto la relación. Y por fin, pero no por ello menos importante: confesó en un interrogatorio haberla matado. ¿Qué más puedes pedir?
La madre movió confusa la cabeza.
– Bueno. Dios mío, no lo sé.
Miró de nuevo la blusa blanca.
– ¿Cuándo vas a ponértela?
– He quedado con alguien.
– ¿Cuándo? ¿Esta tarde?
– Antes o después.
– Qué respuesta tan rara. -La madre volvió a sentir una extraña inquietud -. Estás muy rara últimamente. Perdona que te lo diga, pero no te entiendo. ¿Va todo bien?
– Estoy muy satisfecha -contestó como una adulta.
– Pero ¿y el instituto? ¿Qué vas a hacer?
– Necesito un descanso.
Parecía estar soñando. Levantó la prenda blanca hacia la luz. Se la imaginó roja y pegajosa con la sangre de Jacob. Quería guardarla para siempre como un tesoro de amor. De repente se echó a reír. Había mucha distancia entre el pensamiento y la acción, eso sí que lo entendía. Pero ese juego le gustaba. Le hacía sentirse viva. Cogería el autobús a la ciudad. Se escondería en el portal, con el cuchillo a la espalda. De repente vería entrar a Jacob. Sus rizos como oro a la luz de la farola. Y ella saldría de un salto en la oscuridad. La voz de él, llena de asombro. Sus últimas palabras: «Linda, ¿eres tú?».
Sejer se detuvo en la entrada y escuchó. El perro dobló la esquina tambaleándose.
– ¿Qué tal, chico?
Se puso en cuclillas y rascó al perro detrás de las orejas. Kollberg había engordado un poco, y su piel había recuperado algo del brillo de viejos tiempos.
– Ven -dijo -. He comprado hamburguesas. Pero primero hay que freírlas un poco.
El perro se sentó a esperar junto a la cocina eléctrica, mientras Sejer sacaba una sartén y la mantequilla.
– ¿Especias? -preguntó cortésmente -. ¿Sal y pimienta?
– Bof -respondió el perro.
– Hoy te daré cerveza de barril. La cerveza es muy nutritiva. Pero solo un vaso.
El perro escuchaba, levantando sus orejas colgantes. La cocina se iba llenando de olor, y el perro empezó a babear.
– Es curioso -dijo Sejer, mirando a Kollberg -. En otros tiempos habrías estado ya completamente enloquecido. Habrías estado saltando, bailando, ladrando y dando dentelladas al olor de las hamburguesas. Y ahora estás sentado y quieto. ¿Volverás a ser el mismo de antes? -se preguntó, dando la vuelta a las hamburguesas -. Bueno, no importa. Te acepto como eres.
Luego apareció Jacob con una botella bajo el brazo. Estuvo mucho tiempo saludando a Kollberg. Sejer fue a por vasos y a por su propia botella de Famous Grouse. Se sentaron junto a la ventana y contemplaron la ciudad, que se estaba preparando lentamente para la noche. El perro descansaba a los pies de Sejer, satisfecho de comida y cerveza. Se oía un suave murmullo a través de las ventanas.
– ¿No viene Sara? -preguntó Skarre.
– No -contestó Sejer -. ¿Iba a venir?
– Sí -dijo Skarre.
Sejer bebió un sorbo de su whisky.
– Está con su padre. El hombre está enfermo.
– ¿Qué era lo que tenía? Se me ha olvidado.
– Esclerosis múltiple -contestó Sejer -. Le han puesto un nuevo tratamiento de cortisona. Le cuesta. Se vuelve difícil.
– Yo sé todo referente a padres difíciles -dijo Skarre -. Y el mío no por tomar cortisona. Lo que él tenía era adicción a la Santísima Trinidad.
El comentario hizo que Sejer se quedara mirando al joven policía.
Skarre se levantó y se puso a dar vueltas por el salón. Buscó entre los cientos de cedés, todos de mujeres.
– ¿Los hombres no deben cantar, Konrad? -bromeó.
– En mi casa no.
Skarre sacó algo del bolsillo.
– Felicidades, Konrad.
Sejer cogió el cedé.
– ¿A cuento de qué?
– De que hoy cumples cincuenta y un años.
Sejer estudió el cedé y le dio las gracias.
– ¿Aprobado?
– Judy Garland. ¡Ya lo creo!
– A propósito de los regalos -dijo Skarre lentamente -. He vuelto a recibir saludos. Sin sello de correos. Alguien ha estado otra vez en mi portal.
Sejer contempló un sobre amarillo, cerrado con un clip. Skarre vació su contenido sobre la mesa.
– ¿Qué es? -preguntó Sejer curioso.
– Botones -contestó Skarre -. Dos botones dorados en forma de corazón, atados con un hilo.
Sejer los levantó a la luz de la lámpara.
– Bonitos botones -dijo pensativo -, procedentes de una prenda cara. Tal vez una blusa.
– Pues a mí no me gustan. No así, en la mesa, bajo la luz. Es como si tuvieran una especie de significado que desconozco.
– Una petición de mano -apuntó Sejer -. Apuesto a que es cosa de Linda -sonrió -. No lo des demasiada importancia. La gente que llama o que envía cosas no suele actuar.
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