Karin Fossum - ¿Quién teme al lobo?
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– Dios sabe lo que puede haberle pasado a ese pobre del manicomio -murmuró Sejer.
– Creo que hay las mismas razones para temer por el otro -dijo Skarre, mirándolo de reojo.
– No sabemos si realmente lo hizo él. Solo que estuvo allí.
Skarre llevaba gafas con montura metálica y cristales de sol sueltos y colocados encima de los fijos.
– Mira a tu alrededor -dijo-. No es un lugar muy concurrido, ¿verdad?
– Lo digo solo para ser ecuánime. Digamos que los dos están en igualdad de condiciones.
– Excepto que uno de los dos va armado -objetó Skarre.
Siguieron andando. Los perros se adentraron en la amplia zona forestal. A veces atravesaban tupidos matorrales, en otras partes, el sendero estaba abierto y despejado. La sangre ardía en los cuerpos de los perros. La luz era hermosa, dorada y rebosante, y los matices verdes de los árboles infinitos: oscuros en la profundidad de las sombras, dorados en las partes más despobladas; ramas de abetos; hojas caducas, unas suaves, otras ásperas; agujas que pinchaban, hierbas que les acariciaban los pies; ramas que les golpeaban en la cara, insectos que se posaban en ellos. Pronto dejaron de ahuyentarlos, costaba demasiado esfuerzo. Solo en una ocasión, Skarre intentó defenderse de una colérica avispa que quería adentrarse en su pelo rizado. Más adelante se detuvieron a beber en un arroyo del que manaba poca agua. Dejaron beber a los perros, y los hombres se refrescaron con agua helada la cara y la nuca. Los animales seguían concentrados en su misión y en el olor de esos dos hombres a los que estaban buscando, aunque fuera débil. Eran resistentes y enérgicos, no resignados, como los seres humanos cuando tienen que andar mucho. Tal vez los fugitivos estuvieran descansando en alguna sombra, con los pies metidos en un charco. La idea de un chapuzón penetró en la mente de todos. Era ridículo, pero se les había metido en la cabeza y no podían rechazarla. Agua helada y burbujeante, sumergir el cuerpo ardiendo, quitarse el sudor del pelo.
– En Vietnam -dijo Ellmann de repente- cuando los americanos atravesaban los bosques a la hora más calurosa del día, sus cerebros comenzaban a hervir bajo los cascos.
– ¿Hervir? ¡Venga ya!
Sejer hizo un gesto de resignación.
– Nunca volvieron a ser los mismos.
– Nunca volvieron a ser los mismos, hirviesen o no sus cabezas. Pero en serio -se volvió hacia ellos-, ¿creéis que sería posible?
– Claro que no.
– Pero tú no eres médico -dijo Skarre, colocándose bien la gorra.
Se rieron. Los perros seguían su camino, indiferentes a la conversación de los hombres. A veces olfateaban hacia los lados. Andaban despacio, pero manteniendo el rumbo. El grupo de hombres pensaba que los fugitivos habrían preferido seguir un sendero a intentar abrirse paso a través del impenetrable bosque.
– Los encontraremos -afirmó Sejer con resolución.
– Se me ocurre pensar -dijo Ellmann, siguiendo a Zeb con la mirada y dejando escapar un suspiro- en lo trágico del destino del varón.
– ¿Qué dices? -preguntó Skarre volviéndose.
– La testosterona. Lo que hace agresivo al hombre es la testosterona, ¿no?
– ¿Sí, y qué?
– Eso hace que casi nunca busquemos a mujeres en estas excursiones. ¡Os imagináis lo ligeras de ropa que irían con este calor!
Sejer sonrió entre dientes. Luego pensó en Sara. En el círculo de sus ojos. Skarre descubrió esa repentina expresión en la cara de Sejer.
– ¿Preocupado, Konrad?
– Bueno, voy tirando.
Los hombres estaban de un excelente humor. De pronto, una avioneta blanca y brillante apareció en el cielo azul. Sejer la miró con añoranza. Haría más fresco allá arriba y soplaría más el aire. Se imaginó a sí mismo dentro de la avioneta con el paracaídas a la espalda, abriendo la puerta y mirando a la tierra. Luego se tiraría, primero en caída libre, antes de empezar a volar agradablemente sobre una columna de aire.
– ¿La ves, Jacob? -preguntó, volviéndose y señalando con el dedo.
Skarre miró preocupado la avioneta. Su imaginación se puso a trabajar con energía.
– ¿Alguien tiene un espejo?
Morgan intentó mirarse la nariz, poniéndose bizco.
– El que tiene amigos, no necesita espejo -dijo Errki con voz poco clara desde su sitio junto al armario.
– Este tío es increíble, tiene respuesta para todo -dijo Morgan, mirando a Kannick.
– Tengo uno en la maleta -contestó Kannick en voz baja. Todavía le costaba mirar a Errki a los ojos. Tal vez en ese momento estuviera ideando una manera asquerosa de matarlo. Tenía una cara muy extraña.
– Cógelo, Errki -ordenó Morgan.
Errki no contestó. Sentía una agradable somnolencia y un placentero cansancio. Morgan desistió. Salió a la escalera donde estaba la maleta y la arrastró dentro de la casa, con arco y todo. Rebuscó entre flechas y otros objetos, y encontró el espejo. Era pequeño, cuadrado, tal vez de diez por diez centímetros. Vaciló antes de acercárselo a la cara.
– ¡Hostia! ¡Es lo más horrible que he visto en mi vida!
A Kannick no se le había ocurrido que Morgan no se hubiera visto la nariz. Y era verdad. Tenía una pinta horrible.
– ¡Está infectada, Errki! ¡Lo sabía! -Morgan pateó el suelo con el espejo en la mano.
– El mundo entero está infectado -murmuró Errki-. Enfermedad, muerte y miseria.
– ¿Cuánto tiempo tarda en desarrollarse el tétanos? -preguntó Morgan. El temblor de su mano hizo vibrar el espejo.
– Varios días -contestó Kannick.
– ¿Estás seguro? ¿Sabes algo de eso?
– No.
Morgan suspiró como un niño de morros y tiró el espejo. Verse la nariz casi acabó con él. Ya no le dolía tanto, y tampoco tenía náuseas. Solo estaba muy flojo, pero eso se debía a otras cosas. La falta de agua, por ejemplo. Tendría que pensar en algo distinto. Clavó la mirada en Kannick y entornó los ojos.
– De manera que has sido testigo de un asesinato. ¡Háblame de ello! ¿Qué te pareció?
– No -dijo-. No fui testigo -contestó Kannick abriendo los ojos como platos.
– ¿Ah, no? Pues lo dijeron en la radio.
Fue como si Kannick quisiera esconder la cabeza.
– Solo lo vi marcharse corriendo -susurró.
– ¿Está ese hombre presente en la sala? Levante la mano y señale ante el jurado a esa persona -dijo Morgan en tono solemne.
Kannick no paraba de entrelazarse las manos. Jamás en la vida señalaría a Errki.
– ¿Tuviste que chivarte a la policía?
– No me chivé. Me interrogaron. Me preguntaron si había visto algo. No hice más que responder a sus preguntas -se defendió Kannick.
Morgan se inclinó hacia él para oír mejor.
– No mientas. Claro que te chivaste. ¿Conocías a esa mujer?
– Sí.
Errki había ladeado la cabeza. Daba la impresión de estar dormido.
– No lo pudo remediar -dijo Morgan-. Está mal de la cabeza.
– ¿Mal?
– Ni siquiera lo recuerda.
– ¿No recuerda nada?
– Tal vez ni siquiera recuerde que lo tomé como rehén cuando atraqué el Banco Fokus esta mañana.
Miró sonriente al chico.
– Lo tenía a mano en el banco y lo necesitaba para escapar. ¿Sabes una cosa? -Morgan se rió de nuevo-. Atracar un banco y coger a un rehén es como comprar un huevo Kinder sorpresa. Algunos tienen suerte y les toca una figura entera. A mí solo me ha tocado un montón de piezas sueltas para componer.
Por un instante se olvidó de la nariz.
– No recuerda nada. Y además, solo actúa cumpliendo órdenes de sus voces interiores. Tú no puedes entender esas cosas. Hay que sentir pena por Errki. ¿Sabes? -Se acordó de repente, se volvió a sentar en el suelo y miró muy serio a Kannick-. Cuando yo era pequeño, iba a la guardería. Cada mañana teníamos una pequeña reunión. Teníamos que sentarnos en el suelo en círculo mientras una de las profes nos leía o cantaba. Hacíamos un ejercicio -intentó recordar y una sonrisa se dibujó en sus labios- que consistía en captar un pensamiento. La profe nos miraba profundamente a los ojos y susurraba: ¡Pensad en algo! Y pensábamos tanto que nos crujían las cabezas. Luego gritaba: ¡Captadlo, captadlo! En ese momento, alargaba la mano como para captar uno de ellos. Y nosotros hacíamos lo mismo.
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