Karin Fossum - ¿Quién teme al lobo?
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– ¿Un mago?
Skarre sonrió.
– ¿Quieres decir un prestidigitador?
– No sé muy bien. Más bien una especie de mago, creo. Y cuando volvieron a Noruega, empezaron a correr los rumores. Se decía que Errki podía hacer que ocurrieran cosas. Con la fuerza de la mente, ¿sabes?
– Madre mía -exclamó Skarre, sacudiendo la cabeza.
– Sí, tú ríete, pero conozco a gente más espabilada que tú y que yo, que cuenta cosas extrañas de Errki Johrma. Thorvald Horn, por ejemplo, contaba que su perro siempre agachaba las orejas y gruñía cuando Errki estaba cerca. O más bien un rato antes de que apareciera, como si el perro oliera al tío a distancia. Hablando de olores, ahora suele oler bastante mal, siempre va desaliñado y sucio. Se cuentan historias de caballos que se alejan corriendo al verlo aparecer por el camino. Se dice que los relojes se paran, las bombillas estallan y las puertas se cierran solas. Ese hombre es como una repentina e inesperada ráfaga de viento que hace que se levanten las hojas secas del suelo. Y luego, su mirada, como si procediera de un universo muy superior. Perdóname -dijo de pronto Gurvin-. No estoy hablando muy bien de él, pero resulta imposible encontrar algún atenuante. Es oscuro, terrible y feo en todos los sentidos.
– No podemos convertirle en asesino porque sea un hábil ilusionista al que le gustan los efectos especiales o porque padezca alguna enfermedad -dijo Skarre pensativo-. Nos pondremos en contacto con el hospital para hablar con el médico que lo trataba. Seguro que podrá contarnos muchas cosas. Sea como sea, tendremos que encontrar a ese tipo para saber lo que hizo allí arriba. ¿Eran poco claras las huellas dactilares de la azada?
– Había dos huellas insignificantes aparte de las de la propia Halldis. El mango de la azada era de fibra de vidrio y las huellas de ella eran muy nítidas. Él no pudo haber limpiado la azada sin haber eliminado también las de ella. Pero dentro de la casa encontramos muchas huellas dactilares. También había otras huellas en la sangre que había sobre la losa delante de la puerta, y en la entrada y en la cocina. Puede tratarse de unas zapatillas de deporte. El dibujo de la suela es muy claro, debería proporcionarnos bastante información. Los técnicos harán esbozos en blanco y negro. Pero como sabes, el asesinato ocurrió en la entrada. Halldis estaría de espaldas a la puerta, y él iría hacia ella desde dentro. Tal vez fuera la mujer la que llevara la azada en un principio, y él pudo arrebatársela. Lo lógico sería que hubiera dejado unas buenas huellas dactilares. Por otra parte, no entiendo por qué tuvo que matarla. Podría haberse limitado a quitarle el dinero y salir corriendo. Ella no lo hubiera alcanzado. Pero conozco a Halldis. Era terca. Apuesto a que se plantaría en la puerta y se negaría a moverse. Me la imagino -añadió en voz baja-. La Halldis rabiosa, llena de ira justificada.
– El hecho de que la matara puede significar que se trata de alguien a quien ella conocía, alguien a quien sin duda habría denunciado.
– Sí -contestó Gurvin pensativo-. Y ella sabía muy bien quién era Errki. Él acababa de fugarse del psiquiátrico, lo que significa que no tenía nada de dinero. Necesitaba dinero.
Skarre asintió con la cabeza.
– Pero el botín no habrá sido muy grande -prosiguió el agente Gurvin-. No creo que guardara mucho dinero en casa. Vivía sola.
– Sí, pero muy alejada de la gente. La idea de ser atracada a lo mejor no era su mayor miedo. ¿Había sufrido antes alguna agresión?
– No, y además era una mujer muy valiente. No me extrañaría que hubiera atacado al asesino con la azada.
– En ese caso, él podría estar herido.
– ¿Has visto las fotos del cadáver?
– Sí, un momento.
– No son muy bonitas, ¿verdad?
Por un instante, Skarre se sintió débil al pensar en el encargo que había recibido esa mañana.
– ¿Dónde vive el padre de Errki Johrma?
– Ha vuelto a Estados Unidos.
– ¿Y la hermana?
– También.
– ¿No tienen contacto?
– No. No porque ellos no quieran, sino porque Errki no quiere verlos.
– ¿Sabes por qué?
– Se siente superior a ellos.
– ¿Ah, sí?
– Se siente superior a todos. Vive en su propio mundo, tiene sus propias leyes. Y en ese universo reina él. No resulta fácil explicarlo. Tienes que verlo para entenderlo.
– Pero si está tan enfermo se sentirá muy desesperanzado.
– ¿Desesperanzado?
Gurvin saboreó la palabra, como si la idea jamás le hubiera pasado por la mente.
– En ese caso, lo disimula muy bien.
Skarre miró hacia fuera.
– Hemos ordenado su búsqueda. ¿Me subes hasta allí? Me gustaría ver la casa de Halldis.
Gurvin cogió la chaqueta del respaldo de la silla. Se detuvo un instante.
– Vamos en el Subaru -dijo en voz baja-. La subida hasta la granja de Halldis es muy empinada.
El bosque que rodeaba la granja parecía más espeso que de costumbre, como si los árboles se hubieran puesto rectos por respeto a la pérdida de la mujer que había conservado vivo todo aquello. Y, aunque nunca había cosas esparcidas, ni herramientas, ni carretillas, ni ropa al sol en el banco, el lugar parecía ahora completamente abandonado. Ya no respiraba. Bajo la ventana de la cocina, las flores agonizaban, en solo veinticuatro horas el sol abrasador las amenazaba de muerte. Habían fregado la losa de la puerta, pero todavía se veía una mancha oscura. Skarre miró hacia el bosque.
– ¿Qué estaba haciendo aquí ese chico?
– Matando cornejas con flechas y arco.
– ¿Le permiten hacerlo?
– Claro que no. Hace lo que quiere. Vive en la Colina de los Muchachos.
Lo último debería explicarlo todo. Skarre lo entendió.
– ¿Y él sabía quién era Errki?
– Sí. Errki es fácilmente reconocible. Ese chiquillo me da pena de verdad. Primero encuentra muerta a Halldis. Luego descubre a Errki entre los árboles. Llega a la comisaría con los pulmones a punto de reventar. Pensaría que él sería la siguiente víctima.
– ¿Errki se dio cuenta de que lo habían visto?
– El chico creía que sí.
– ¿Y no hizo nada para detenerlo?
– Al parecer, no. Desapareció entre los árboles.
– Entremos.
Gurvin se adelantó para abrir. Atravesaron la pequeña entrada y llegaron a la cocina. La imagen de Halldis Horn se estaba formando en la mente de Jacob Skarre al pisar el suelo de linóleo y ver esa cocina tan ordenada. Las cacerolas de cobre estaban relucientes, al igual que la vieja pila con un borde de goma verde y la nevera. El periódico del día anterior estaba doblado en el alféizar de la ventana. La estancia se veía limpia y recién fregada. Skarre levantó la tapa de la panera.
– ¿Dónde encontrasteis las huellas dactilares?
– En los pomos de las puertas y en el marco de la puerta de la cocina. Ninguna huella en la panera, salvo la de la propia Halldis. Si las huellas pertenecían al asesino, ¿por qué se veían tan débiles en la azada? ¿Y por qué no había ninguna en la panera? ¿Cómo pudo coger la cartera sin dejar huellas si tocó otras muchas cosas en la casa? No lo entiendo.
Skarre frunció el ceño.
– Pero alguien pasaría por aquí de vez en cuando, ¿no? Gente que también dejaría sus huellas dactilares.
– Casi nunca. Por cierto, encontramos una carta -señaló Gurvin- franqueada en Oslo esta misma semana. «Me pasaré por ahí un día de estos. Saludos de Kristoffer.»
– ¿Un pariente suyo?
– Aún no lo sabemos. Pero yo creo que la mató alguien que la conocía. La estadística está de mi parte. Le entraría pánico.
– Los seres humanos somos muy frágiles.
Skarre entró en el pequeño salón. Allí estaba la mecedora, con una manta de pelo. La levantó y la husmeó con cuidado, notó el olor a jabón y alcanfor. Un pelo le hizo cosquillas en la nariz. Lo cogió con dos dedos. Medía tal vez medio metro y era del color de la plata.
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