Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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– Bah, esto -dijo ella, como si sólo estuviera esperando la próxima campaña del ropero parroquial para deshacerse de la prenda-. Cualquier parecido con la clerecía es completamente accidental, se lo aseguro, comisario. -Tomó unos papeles de encima de la mesa y se los dio-. Estoy segura de que, cuando haya leído esto, comprenderá mi deseo de que el parecido sea accidental.

Él leyó las dos primeras líneas.

– ¿El padre Luciano? -preguntó.

– El mismo. Un hombre muy viajado, como podrá comprobar. -Volvió a concentrarse en su ordenador, mientras Brunetti leía de pie.

La primera página contenía una breve biografía de Luciano Benevento, nacido en Pordenone hacía cuarenta y siete años. En ella se indicaban sus estudios y la circunstancia de que a los diecisiete años había entrado en el seminario. Entonces se abría el lapso de sus años de estudio para sacerdote, en el que por cierto, a juzgar por el informe académico que se incluía, no parecía haber destacado.

Siendo seminarista, Luciano Benevento había sido objeto de la atención de las autoridades por haber estado implicado en cierto incidente en un tren, relacionado con una niña cuya madre la había dejado en su compañía mientras iba a comprar unos bocadillos a otro coche. Lo ocurrido en ausencia de la madre no llegó a aclararse, y finalmente el incidente fue atribuido a la imaginación de la niña.

Después de su ordenación, veintitrés años atrás, el padre Luciano fue destinado a un pequeño pueblo del Tirol, donde estuvo cuatro años, hasta que fue trasladado, cuando el padre de una estudiante de catequesis, una niña de doce años, empezó a comentar con los vecinos del pueblo cosas extrañas acerca del padre Luciano y de las preguntas que hacía a su hija en el confesionario.

Su siguiente destino se hallaba en el Sur, y en él estuvo siete años, al cabo de los cuales fue enviado a un centro de la Iglesia para sacerdotes con problemas. La índole de los problemas del padre Luciano no se especificaba.

Allí estuvo un año y después fue destinado a una pequeña parroquia de los Dolomitas, donde permaneció cinco años sin destacarse en ningún sentido, a las órdenes de un rector cuya severidad no tenía igual en todo el norte de Italia. A la muerte del rector, el padre Luciano fue nombrado su sucesor en la parroquia, pero a los dos años era trasladado de nuevo, y aquí se aludía a «un alcalde comunista conflictivo».

De allí el padre Luciano fue destinado a una pequeña iglesia de las afueras de Treviso, donde estuvo un año y tres meses, hasta su traslado, hacía tres años, a San Polo, desde cuyo pulpito predicaba ahora y desde cuya iglesia era enviado a contribuir a la instrucción religiosa de los jóvenes de la ciudad.

– ¿Cómo ha conseguido esto? -preguntó Brunetti cuando acabó la lectura.

– Los caminos del Señor son inescrutables, comisario -fue la plácida respuesta de la signorina Elettra.

– Esta vez se lo pregunto en serio, signorina. Me gustaría saber cómo ha conseguido esta información -dijo él sin responder a la sonrisa de ella.

La joven lo miró fijamente un momento.

– Tengo un amigo que trabaja en la oficina del Patriarca.

– ¿Un amigo cura?

Ella asintió.

– ¿Que no ha tenido inconveniente en facilitarle esta información?

Ella volvió a mover la cabeza afirmativamente.

– ¿Cómo lo ha conseguido, signorina ? Imagino que ellos querrán mantener esta información fuera del alcance del laicado.

– Eso diría yo también, comisario. -Sonó el teléfono, pero ella no hizo ademán de contestar. Después de siete señales, el aparato enmudeció-. Tiene relaciones con una amiga mía.

– Comprendo -dijo él. Y agregó, en voz neutra-: ¿Y usted se ha servido de eso para coaccionarlo?

– No, en absoluto. Hace meses que él quiere salirse. Colgar la sotana y empezar una vida decente. Pero mi amiga le ha convencido para que siga.

– ¿En el despacho del Patriarca?

Ella asintió.

– ¿Como sacerdote?

Ella volvió a asentir.

– ¿Manejando informes y documentos tan delicados?

– Sí.

– ¿Con qué objeto desea su amiga que él siga allí?

– Preferiría no decírselo, comisario.

Brunetti no repitió la pregunta, pero tampoco se apartó de la mesa.

– Lo que él hace no es en modo alguno delictivo. -Reflexionó sobre lo que acababa de decir y agregó-: Todo lo contrario.

– Creo que debo asegurarme de que eso es verdad, signorina.

Por primera vez en los años que llevaban trabajando juntos, la signorina Elettra miró a Brunetti con franca reprobación.

– ¿Bastaría que le diera mi palabra?

Antes de contestar, Brunetti miró los papeles que tenía en la mano, malas fotocopias de los documentos originales. Muy borroso pero visible todavía en la parte superior, estaba el sello del Patriarca de Venecia.

Brunetti levantó la mirada.

– No creo que sea necesario, signorina. Antes dudaría de mí mismo.

Ella no sonrió, pero de su actitud y de su voz desapareció la tensión.

– Gracias, comisario.

– ¿Cree que su amigo podría conseguir información de un religioso que pertenece a una orden y no a una parroquia?

– Si me da el nombre, podría intentarlo.

– Pio Cavaletti, de la orden de la Santa Cruz.

Ella tomó nota y levantó la cabeza.

– ¿Algo más, comisario?

– No, gracias.

– No se lo daré hasta esta noche -dijo la signorina Elettra-. Hoy ceno con ellos.

– ¿En casa de su amiga? -preguntó Brunetti.

– Sí. Nunca hablamos de esto por teléfono.

– ¿Por miedo a lo que pudiera ocurrirle? -preguntó Brunetti, sin saber si hablaba completamente en serio.

– En parte -dijo ella.

– ¿Y también?

– Por lo que pudiera ocurrimos a nosotras.

La miró para ver si bromeaba, y la vio muy seria.

– ¿Usted cree, signorina ?

– Es una organización que nunca ha sido benévola con sus enemigos.

– ¿Y usted es una enemiga?

– Acérrima.

Brunetti iba a preguntarle por qué, pero se contuvo. No era que no quisiera saberlo -al contrario-, pero no deseaba entrar en una discusión de este tópico ahora, en el despacho, junto a una puerta por la que en cualquier momento podía aparecer el vicequestore Patta. Sólo dijo:

– Estaré muy agradecido a su amigo por toda la información que pueda darme.

Volvió a sonar el teléfono y esta vez ella descolgó. Preguntó quién llamaba y luego pidió que aguardara un momento mientras ella abría carpetas en su ordenador.

Brunetti con una inclinación de cabeza, dio media vuelta y subió a su despacho con los papeles en la mano.

15

Y éste, pensaba Brunetti camino de su despacho, era el hombre al que, inconscientemente y hasta hacía sólo unos días, había confiado la educación religiosa de Chiara. No podía decir que hubiera sido una decisión tomada de común acuerdo con su mujer, porque Paola había dejado bien claro desde el principio que ella no quería intervenir en esta cuestión. Él sabía, desde que los niños habían empezado la escuela elemental, que su mujer se oponía a la idea, pero las consecuencias sociales de un franco rechazo de la educación religiosa recaerían en los niños y no en los padres que tomaban la decisión. ¿Qué podía hacer el niño mientras sus compañeros estudiaban el catecismo y las vidas de los santos? ¿Cómo se miraría al niño que no se sumara a los ritos de la primera comunión y la confirmación?

Brunetti recordaba un proceso judicial que el año anterior había generado titulares, sobre una pareja sin hijos, perfectamente respetable: él, médico; y ella, abogada. La Audiencia de Turín había denegado su solicitud de adopción de un niño porque los dos eran ateos y, por consiguiente, se dictaminaba que no podrían ser buenos padres.

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