Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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– ¿Qué hay allí?

– Don Alvise.

Al oír el nombre del ex sacerdote, Vianello asintió con gesto de comprensión. Alvise Perale había sido durante años cura de una parroquia de Oderzo, una ciudad pequeña y aletargada del norte de Venecia. En sus tiempos de párroco de la iglesia local, dedicó sus considerables energías no sólo al bienestar espiritual de sus feligreses sino también al bienestar material de las muchas personas a las que las corrientes de la guerra, la revolución y la pobreza habían empujado hasta las márgenes del río Livenza. Entre estas gentes había prostitutas albanesas, mecánicos bosnios, gitanos rumanos, pastores kurdos y tenderos africanos. Para don Alvise, independientemente de nacionalidad y religión, todos eran hijos del Dios al que él adoraba y, por lo tanto, merecedores de sus cuidados.

Sus feligreses veían sus actividades con sentimientos diversos: unos creían que hacía bien en compartir la riqueza de la Iglesia con los más pobres de los pobres, pero otros preferían adorar a un dios menos dadivoso y al fin, cuando don Alvise invitó a una familia de Sierra Leona a instalarse en la rectoría, fueron a quejarse al obispo. En la carta por la que le ordenaba que dijera a la familia que debía marcharse, el obispo aducía sus razones, entre las que estaba la de que «algunas de esas personas adoran las piedras».

Al recibir la carta, don Alvise fue al banco y retiró la mayor parte del dinero de la cuenta de la parroquia. A los dos días, antes de contestar la carta del obispo, utilizó el dinero para comprar, en la vecina localidad de Portogruaro, un pequeño apartamento cuyo título de propiedad cedió al cabeza de la familia de Sierra Leona. Aquella misma noche, don Alvise escribió al obispo para comunicarle que no tenía más opción que la de renunciar a su vocación, ya que seguir viviéndola como él creía que debía vivirse generaría una pugna constante con sus superiores. Y, antes de despedirse, agregaba, en los más respetuosos términos, que él prefería la compañía de personas que adoraban las piedras a la de aquellas que las tenían en lugar de corazón.

Los muchos amigos que había hecho con los años le ofrecieron ayuda y, a las pocas semanas, tenía una plaza de asistente social en Venecia, su ciudad natal, donde se le confió la dirección de un albergue que daba comida y alojamiento a las personas que solicitaban asilo político en Italia. Aunque ya no era miembro del clero sino funcionario, las personas de su entorno seguían utilizando el tratamiento de respeto para dirigirse a él, y seguía siendo don Alvise en lugar de signor Perale. Ya podía vestir pantalón vaquero, dejarse un bigotazo que envidiaría el más macho y hasta ser visto en compañía de mujeres, que el tratamiento no se le retiraba. Don Alvise había sido y don Alvise sería siempre.

Brunettí lo había conocido hacía años, cuando investigaba la desaparición de una mujer de Kosovo, sospechosa de estar involucrada en el tráfico de drogas. La mujer no había aparecido, pero él y don Alvise habían mantenido amistoso contacto desde entonces, ya que, en el desempeño de sus respectivas funciones, no faltaban ocasiones en las que cada uno podía hacer un favor al otro.

Brunetti sabía que existía una estructura gubernamental oficial que podía proporcionarle información acerca de los extracomunitari; la questura disponía de abundante documentación sobre ellos, desde luego, pero comprendía que la información de don Alvise, aunque no podía considerarse oficial, era mucho más fiable. Quizá la diferencia residía en que, para la Administración, aquellas personas eran problemas y, para don Alvise, eran personas con problemas.

Mientras la lancha subía lentamente por el Gran Canal, Brunetti explicó a Vianello por qué quería hablar con el ex sacerdote.

– Confían en él -dijo-, y me consta que ha ayudado a muchos clandestini a encontrar casa.

– ¿A los senegaleses? -preguntó Vianello-. Siempre me han parecido una comunidad cerrada. Y creo que la mayoría son musulmanes.

Así lo tenía entendido también Brunetti, pero don Alvise era la única persona que en aquel momento se le ocurría que podía darle información, y le constaba que al ex sacerdote le importaba poco cuál fuera el dios al que adorase cada cual.

– Quizá -admitió-. Pero es posible que los conozca; por lo menos, a algunos. -Como Vianello mantuviera su reserva, Brunetti preguntó-: ¿Se le ocurre alguien más?

Vianello no contestó.

La lancha viró a la izquierda por Rio di San Zan Degolá. Brunetti se puso en pie e, inclinando la cabeza para salir de la cabina, subió a cubierta.

– Ahí, antes del puente -dijo al piloto, que dirigió la lancha hacia el costado del canal, dio marcha atrás al motor y, silenciosamente, se acercó a los peldaños cubiertos de musgo. Brunetti los miraba dubitativamente, pero, antes de que pudiera tomar la decisión de arriesgarse a abandonar la inestable ¡ancha, el piloto, pasando por detrás de él, saltó a la uva con la cuerda en la mano y tiró de la proa hasta arrimar la embarcación a la pared. Ató la amarra a una anilla clavada en el suelo y se inclinó para dar la mano a Brunetti y, después, a Vianello.

Brunetti dijo al agente que no tardarían más de media hora y sugirió que fuera a tomar un café. Mientras el piloto se dirigía hacia un bar situado a la derecha, Brunetti condujo a Vianello por la izquierda de la fachada de la iglesia y torció por una estrecha calle.

– «Calle dei Preti» -leyó el siempre observador Vianello-. Parece el sitio más adecuado para él.

Brunetti, doblando a la izquierda al extremo de la calle en dirección al Gran Canal, respondió:

– Casi, si no fuera porque ahora estamos en Fontego dei Turchi.

– Probablemente, también a ellos los ayuda -dijo Vianello-, por lo que tampoco está mal el nombre.

Brunetti recordaba la puerta, un pesado portone pintado de verde, con un par de aldabas de bronce en forma de cabeza de león. Pulsó el timbre y esperó. Cuando por el intercomunicador una voz preguntó quién era, dio su nombre y la puerta se abrió dándoles acceso a un patio largo y estrecho con puertas a uno y otro lado. Sin vacilar, Brunetti se acercó a la segunda de la izquierda, que estaba abierta. En lo alto del primer tramo de escalera había otra puerta, también abierta, donde los esperaba una figura baja y encorvada.

Ciao, Guido -dijo Perale asiendo por los codos a Brunetti y alzándose sobre las puntas de los pies para darle un beso en cada mejilla.

Brunetti abrazó al hombre con sincero afecto y le tomó la mano derecha entre las suyas. Volviéndose hacia el inspector, dijo:

– Lorenzo Vianello, un amigo.

Don Alvise, a pesar de no ser extraño a las fuerzas del orden y reconocer a un policía a primera vista, estrechó cordialmente la mano de Vianello.

– Mucho gusto, Bienvenidos. Pasen, pasen -dijo, tirando de la mano a Vianello para hacerle entrar.

Pasado el umbral, se volvió, cerró la puerta detrás de sus visitantes y les pidió los abrigos, que colgó de unos ganchos de la puerta. El hombre apenas llegaba a Brunetti a la barbilla y daba la impresión de ser aún más bajo porque tenía la espalda un poco encorvada. Su cabellera gris, que parecía estar reñida con el peine y con el barbero, se ahuecaba a cada lado de la cara y rebasaba el cuello de la camisa en la nuca. Llevaba unas gafas con montura de plástico negro y unos cristales tan gruesos que le deformaban los ojos. La nariz era como un mazacote de arcilla y la boca que asomaba bajo el mostacho era pequeña y redonda como la de un niño.

Su aspecto hubiera podido resultar un poco ridículo y hasta grotesco, de no ser por la dulzura que irradiaba cada una de sus palabras y de sus miradas. Parecía un hombre que todo lo veía con aprobación y afecto, y que iniciaba todo diálogo con una consideración plena y firme hacia su interlocutor.

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